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yo escuchando tu voz. Sigue, sigue cantando, porque es muy agradable dormirse ó despertar con las harmonías de Bellini reproducidas por tu garganta. Pero ¿qué contiene ese papelito color de rosa que tienes en la mano?

-Una friolera, Ricardo: es un convite que me hace Ana para un baile de más

caras.

¡Baile de máscara! murmuró entre dientes Ricardo. ¡Diablo! esto suele ser peligroso, puesto que no todos saben guardar el decoro necesario ni usar del disfraz con educación.

-Todas son gentes de confianza y conocidas las que deben asistir. -En ese caso....

-Iremos, ¿no es verdad?

-Es menester, hija mía, que recuerdes que el médico me ha prohibido salir en estos días.

-Entonces valía más que no hubieras -Dejaremos la diversión para otra vez. El semblante de Clarencia se entristeció.

-Nada de tristeza, ni de pesar, muchacha; si tú lo quieres absolutamente, irás.

-Jamás deseo lo que á tí pueda desagradarte. Era un capricho mujeril, una curiosidad de ver solamente lo que hace tantos años que no veo; pero ¿empeño? ninguno, ninguno tengo. Me quedaré gus

tosa.

-Clarencia, esa resignación y esa conformidad te hacen encantadora. Es imposible rehusarte nada. Ahora, por el contrario, te ruego que vayas y que te diviertas. Ya combinaremos el modo. Por lo pronto, manda decir á tu amiga Ana, que te envie el coche y un dominó. Ve, ve, hija mía.

Clarencia miró á Ricardo con una expresión de reconocimiento, y por decirlo así, sin imprimir sus huellas en la alfombra, se lanzó fuera de la alcoba.

A las ocho de la noche Clarencia se puso al tocador. Traje negro de terciopelo bordado de oro. ¡Qué bien le sentaba á su hermosura! ¡Cuánto realzaba la nieve de sus hombros y pecho! Después pasó al derredor del cuello una soga de perlas con una cruz de diamantes y esmeraldas: después ciñó su frente con una cadena de oro con un pequeño pájaro de rubies: después fué colocando en sus rosados dedos, anillos de topacio, de ópalo y de brillantes. Clarencia estaba linda como un serafín. Clarencia estaba risueña, fresca como la aurora de Guido-Reni.

Ricardo la miraba extasiado.

Luego que acabó de vestirse, Clarencia dijo á su esposo, ¿estoy bien adornada así? -¡ Diablo de baile de máscaras ! murmuró Ricardo entre dientes.

-¿Quién me acompaña al baile, Ricardo?

Literatura Mexicana.-Tomo II.-13.

-Nadie.

-¿Es posible? Con que tendré que ir sola?

-No tal, llevas un buen compañero. -¿Cuál es?

Tu honor, hija mía, único galán que debe reemplazar las ausencias del marido.

-Dices bien, si todos los esposos fueran así, jamás serían engañados. Adiós, Ricardo.

Ricardo besó la frente de su mujer y la acompañó hasta la puerta. En la calle estaba ya aguardándola el coche de Ana.

III.

BAILE

En cuanto paró el coche en la casa de Ana, se revistió Clarencia de un dominó negro y rosa, se puso una careta, y bajando del carruaje, atravesando el patio, subiendo la escalera, tropezando y evitando algunos máscaras que la querían detener, se encontró por fin en una sala extensa, amueblada con ricos sofás y sillones de cerda, y adornada con espejos, cuadros, floreros y arañas de cristal. No sé qué cosa tiene de espléndido, de sorprendente, de voluptuoso, un salón así dispuesto, é iluminado con la blanca luz de la esperma. ¡Cuánto bri

llan los adornos de las señoras! ¡Cuánta es la ternura y morbidez de sus formas! ¡Cuán bellas son, en fin, esas damas de baile, llenas de aromas, cubiertas de perlas y topacios, crujiendo la seda y el terciopelo de sus vestidos, girando en un vals, rápidas como el viento, fantásticas como unas silfides. Ved cómo sus pequeños piés apenas tocan el suelo ved qué graciosos son los ondeantes contornos de sus vestidos: ved sus cabezas bellas como los bustos de la escultura griega: ved cómo sonrien, cómo sus mejillas se encienden, sus lindos ojos se animan, sus manos torneadas y suaves buscan un apoyo, una dulce presión: vedlo todo, sí, vedlo, porque las mujeres son lo más delicado de la creación, lo que se admira con una especie de arrobamiento delicioso: ¡oh, es mejor que no veáis nada!

En cuanto á la pobre Clarencia, iba y venía de un lado á otro. Si le hablaban, no respondía; si le decían bromas, sentía subirsele la sangre al rostro; si la conducían a un extremo de la sala lo consentía, y con la misma facilidad pasaba á otra parte. Muchos tenían curiosidad de saber su nombre, porque sus manos blancas y delicadas anunciaban una cara hermosa: algunas máscaras, viendo su obstinación en no hablar y su poca expedición para una sociedad semejante, la tuvieron por una imbécil y la llenaron de sarcasmos. Al fin Clarencia quedó en medio de la sala, abandonada, ex

traña á aquella reunión, y sufriendo los empellones de los grupos de máscaras que bailaban con rapidez, sin hacer caso de los que estaban en pie. La primera idea de Clarencia fué separarse de aquella tertulia, donde reinaba una especie de libertina franqueza que se avenía mal con su genio modesto y recatado; pero reflexionando que tal vez una vuelta repentina á su casa disgustaría á su esposo, tomó el partido de buscar un asiento, donde confundida entre la muchedumbre, nadie se ocupase de ella, á la vez que pudiera divertirse ó entregarse á sus reflexiones, que por el pronto eran melancólicas y como precursoras de algún accidente desagradable. En efecto, se acomodó en un sillón que estaba junto á la vidriera de un balcón y casi oculto entre el cortinaje: alli Clarencia pensó por la primera vez que su vida había sido quieta é ignorada como las fuentes cristalinas que corren en el desierto: que su hermosura no había llegado á la vista del mundo; que su juventud iba deslizándose, sin que los inciensos de la adulación la embalsamaran, sin que los acentos lisonjeros del amor halagaran el timpano de sus oídos; en una palabra, Clarencia, aunque se reconocía feliz en su estado, sentía que su belleza no hubiese tenido admiradores, que su mano no hubiese sido reclamada y codiciada por muchos, y que su vida se perdiera entre el torbellino del mundo, sin dejar un sólo re

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