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por su enemigo cuando es desgraciado; era, pues, natural que la madre y la hija lloraran por la próxima muerte del hombre á quien tanto debían.

Pasó mucho tiempo sin que hablasen una palabra, hasta que Dorotea, acariciando el rostro de su hija, exclamó :

-Huyamos, hija, huyamos para no presenciar una escena de dolor.

--Si, madre mía, como vd. quiera.

María no estaba en estado de obrar ni de conocer nada. Iturbide, el patíbulo, la muerte, el bergantín, todo se presentaba á su imaginación al trasluz de una nube de horrorosos pensamientos. Creía un sueño todo cuanto había presenciado; reía, lloraba, cantaba.

La mañana que siguió á este suceso, la madre, la hija y un anciano que las acompañaba, iban caminando á Padilla, donde, sin saberlo, iban á ser testigos del funesto espectáculo de que trataban de huir.

III

LA PRISIÓN.

Aunque eran las cuatro de la tarde, como la claridad del sol estaba ofuscada por densos nubarrones, sólo entraban por la alta claraboya del estrecho y sucio aposento en que estaba preso Iturbide, unos mortecinos

rayos de luz que se ofuscaban y perdían ontre las sombras y suciedad de las paredes.

En un extremo de la pieza estaba Iturbide sentado delante de una mesa, con una mano en la frente, mientras que con la otra sostenía una pluma, sumergido en un abismo de meditaciones. Una golondrina se paró en las ramas de unas florecillas silvestres que habían nacido en la cornisa de la claraboya. La golondrina pió alegre, y hubiera tal vez permanecido allí largo rato; pero la débil rama sucumbió, y la golondrina se voló. El preso miró el pajarillo, exhaló un suspiro y continuó triste.

¿Cuántas reflexiones despertaría en su alma este incidente tan común, y que nadie que no sea un desgraciado, puede hacer alto en él? Consideraría la rama tan débil como la existencia del hombre: envidiaría la libertad del ave, y querría, como ella, respirar el aire puro. ¿El canto monótono y silvestre del pájaro tendra algún encanto para su alma? Quién sabe.

Iturbide en aquel momento sentía el peso de la fatalidad, y todas las amargas reflexiones consiguientes á su desgracia se agolpaban en su cabeza; todos los sentimientos de su corazón los confiaba á la pluma, y procuraba sacar alguna consecuencia por la que dedujese el motivo que le precipitaba en el último extremo de los males. Dejó un momento la pluma y comenzó á discurrir.

Literatura Mexicana. Tomo II -3

-Un alma grande, un corazón fuerte, jamás se abate ni tiembla por la próxima aparición de la muerte. No obstante, quién sabe qué pavor secreto se apodera del hombre cuando considera atentamente que va pronto, muy pronto, á concluir su vida. Sacó el reloj é hizo una breve pausa.

-¡ Santo Dios, las cuatro y media!.... A las seis.....el suplicio......¡Ah! continuó, qué trabajo cuesta romper los eslabones de esta cadena que ata el cuerpo con el alma, aun cuando no tenga el mortal sobre la tierra sino desolación y martirios.... Yo sí tengo ligas fuertísimas que es imposible desatar sin llenarse de dolor: mi esposa, mis hijos...¡ Dios mío!....

Iturbide, después de haberse limpiado una lágrima que le arrancó el recuerdo de su infeliz familia, se sentó con tranquilidad á continuar la representación que dirigía al llamado congreso de Tamaulipas, que no iba á servir más que de un monumento histórico, que transmitiera á las generaciones venideras el crimen de algunos y la desgracia de un hombre digno de mejor suerte.

Paróse otra vez y exclamó : Sólo, abandonado; nadie vendrá á dulcificar mis últimos momentos; no oiré ya sino la voz de mis verdugos. Una palabra de consuelo no disipará esta carga insoportable de tristeza que abruma mi alma y debilita hasta las fuerzas de mi cuerpo. La luz va faltando

en este cuarto.

Se acercó y abrió cuanto pudo una puerta vieja de la claraboya, y prosiguió:

-El cielo está triste como mi alma, y no tengo siquiera el placer de que el sol de mi patria envíe un rayo sobre mi helada frente. Los últimos momentos que mis ojos verán la luz: las estrellas brillarán esta noche en el cielo, y no alzaré mis ojos para contemplarlas, porque esta noche reposaré entre el polvo.... ¡Oh, Dios eterno, esto es increíble! Si fuese un sueño.... Realidad, todo es realidad: cúmplanse tus altos. decretos.

Oyese en esto un sordo murmullo, ruido de armas, pisadas de caballos y el redoble de un tambor. Pocos momentos después la prisión estaba llena de soldados.

IV.

LA PLAZA.

La plaza presentaba también un cuadro no menos triste y sombrío. El cielo, cubierto de nubes cenicientas, tomaba por grados un tinte más obscuro, conforme el sol se iba poniendo; caía una lluvia menuda y soplaba á ratos un viento frío; algunos aviones volaban graznando, y se colocaban en las ramas de uno que otro álamo marchito; las pocas casas estaban cerra

das; los habitantes vagaban inquietos y sobresaltados, y en la iglesia recitaban, en voz baja, algunas buenas ancianas, los salmos penitenciales.

Al toque de un tambor ronco, desfilaba por un ángulo de la plaza un cuerpo de tropa; en el centro el prisionero y á su lado un sacerdote recitándole oraciones y exhortándole con dulces palabras á la conformidad; detrás el pueblo, que por un instinto de curiosidad se atropella por ir á una función ó á una escena de horror. ¿Pero sabía el pueblo á quién iban á extraer para siempre de su seno? ¿Sabía que el que estaba cercano á la muerte era el hombre que le amaba, y que le veía como á su propia familia? Tal vez lo sabía; pero qué importa: ¿ había agentes que le movieran, que le quitasen la venda de los ojos, y le dijesen: "Mira, el hombre que llevan al suplicio es el mismo que te quitó las cadenas: corre, librale de sus asesinos?" Por el contrario, tenía las armas delante.

Sin embargo, dejábase escuchar por intervalos un sordo murmullo, parecido al de una lejana tempestad. Cada cual deseaba dentro de su pecho que la ejecución no se verificase; cada cual deseaba dar su vida por salvar al prisionero; mas todo el mundo. silenció, y la ejecución no dilataba en verificarse.

Al redoble del tambor paró la comitival en el centro de la plaza; colocaron á Itur

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