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muerte en vez de la felicidad del matrimonio, tuvo un momento de locura en que se arrancó los cabellos, rompió los adornos que se había puesto y desgarró sus vestidos; pero después se arrojó llorando en brazos de mi comadre.

-Somos perdidas, madre mía.

-Hija mia, perdidas, no hay remedio. ¡Socorro! ¡ Socorro!

Los balazos menudeaban en las puertas, y los salvajes arrojaban alaridos horrendos.

-¡Dios mío! ¡Santísima Virgen, libértanos por los dolores que padeciste al pie de la Cruz!

Los balazos seguían.

- Madre mía, madre mía, exclamaba Paula retorciéndose sus brazos y su blanco cuello, esto es horrible; máteme vd. antes de que entren los salvajes!

¡Señor Crucificado, socorro, socorro! gritaba mi comadre intentando maquinalmente ocultarse en los rincones y debajo de los muebles.

Los bárbaros formaban una algazara infernal, y las puertas estaban hechas un ar

nero.

Y Rita qué hacía?

-Rita estaba con su formidable hacha en la mano, observando las dos puertas, y con tanta serenidad como si estuviera disponiendo la comida de boda para su hermana. Hubo como diez minutos de silencio.

Literatura Mexicana.-Tomo II.-11.

¡Gracias, Dios mío, gracias, exclamó la mamá llorando, los salvajes se han ido sin duda.

-Si se han ido, interrumpió Paula; quizá nos salvaremos.

-Oh! no, ahí están todavía, y ya entran, ya entran! gritó la madre aterrorizada, y cayó sin sentido en el suelo.

En efecto, un alarido más fuerte se escuchó, y al mismo tiempo un golpe dado á la puerta con una enorme viga, la hizo sucumbir. Los salvajes se precipitaron adentro; pero los sacos de lana y trastos que había colocados en forma de muralla, no permitió el que pasasen muchos á la vez.

Rita estaba detrás de un saco de lana con su hacha levantada.

Un salvaje alto, robusto y fornido como un león, entró apartando los obstáculos que le impedían el paso; pero apenas había pasado el umbral de la puerta, cuando Rita le dejó caer el hacha en la cabeza. Un momento permaneció inmóvil: después le salió un raudal de sangre por los ojos, boca y narices, y cayó como una gruesa encina derribada por el leñador.

El segundo indio que entró cayó también al filo del hacha de Rita.

El tercero fué más feliz, pues Rita dió el golpe en vago, y entonces el salvaje se abalanzó á ella, y oprimiéndola con sus robustos brazos, la sacó fuera del aposento. Otro

indio se encargó de cargar con Paula, y de dar á mi pobre comadre una lanzada.

Al retirarse ya con su presa, cercaron la casa de rastrojo y le prendieron fuego. A poco momento una llama inmensa se levantó hasta las nubes, silbando como una serpiente, después se deslizó por el corral y entró devoradora, ardiente, terrible, por la puerta que los bárbaros habían roto. Jacinta, que sólo estaba herida levemente en la espalda, se levantó y quiso salir; pero los sacos de lana y los muebles estaban ya encendidos. Las vigas crugieron : una columna de humo negro brotó por el techo y la infeliz mujer, con la ropa ardiendo, los cabellos erizados y los ojos descarriados, hizo el último esfuerzo para libertarse de las llamas, y apareció entre el incendio gritando:

- Hijas mías! ¡hijas mías, salven á su madre! y cayó sofocada y sin aliento, retorciéndose en medio de un montón de brasas encendidas!

Mientras pasaba esto en la casa de mi hermano Juan, otras escenas más atroces se repetían en el Pueblito. Los indios que en grupo se habían esparcido por las calles, se introducían en las casas rompiendo las puertas y derribando con la hacha y el puñal, niños, ancianos, animales y cuanto estorbaba su paso. A las muchachas las enviaban á su campo después de haber saciado de una manera bárbara sus apetitos bru

tales, y los muebles y objetos que no robaban, los destrozaban con una saña inaudita. Era una manada de tigres hambrientos que sonreían y se gozaban al empapar en sangre sus deformes rostros y sus nervudos brazos. Era un espectáculo lastinero ver en las calles los heridos revolcándose en la sangre, los niños moribundos llorando, las mujeres hermosas y blancas, casi desnudas, retorciéndose y procurando unas evitar los ultrajes de los bárbaros, y otras dejándose conducir, anonadadas, humildes y resignadas como los corderos que llevan al matadero. Entre tanto los bárbaros arrojaban alaridos, iban, venían, corrian v bailaban entonando canciones feroces v riéndose al ver la sangre que empapaba sus vestiduras de gamuza. Las gentes que pudieron escaparse, se reunieron en la iglesia y el cura, así que ya no hubo más infelices á quienes abrigar bajo el techo sagrado, cerró las puertas, colocó algunos hombres armados en la azotea para hacer cuanta resistencia fuese posible y exhortó á todos á que hicieran contrición de sus pecados v se resignaran á morir como buenos cristianos. Los salvajes, por una casualidad, ó tal vez por un temor religioso, no atacaron la iglesia, sino que cargados de despojos y cautivas se retiraron á su campo, situado en toda la falda del cerro que tenemos á la espalda. Entre tanto mi hermano y José de Burgos, que como dije á vd. fueron á bus

car su ganado por rumbo opuesto al camino que habían recorrido los indios, estaban muy distantes de creer en los desastres que habían ocurrido; pero al regresar, los alaridos, la confusa vocería y agitación del Pueblito, las grandes polvaredas que se elevaban y más que todo la vista de los salvajes, les inspiró vivas inquietudes sobre la suerte de su familia. Como hombres resueltos picaron sus caballos, y dejando la res que conducian atada de un árbol, se dirigieron á escape á su casa, y hallaron que las llamas la habían consumido y sólo quedaban los escombros y las brazas que aún despedían humo.

Sería imposible describir á vd. la rabia que se apoderó de estos hombres, el caso es que sacaron la espada y desatinados, furiosos, y casi locos, tiraban tajos y reveses al aire, hasta que un ranchero que iba de correo enviado por el cura y pasaba en fuerza de carrera, les dijo:

-D. Juan, la familia no ha perecido, sino que está cautiva en el campo de los bárba

ros.

--Vamos, José, á libertarlas ó perecer con ellas, dijo mi hermano.

-Vamos, padre, vamos; y si han sido victimas, las vengaremos, respondió José de Burgos.

Ambos partieron como un rayo al campo de los indios.

Los individuos que estaban en la torre

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