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-No hay que fiarse de esos hijos de Satanás, le contesté, pues caminan más ligeros que un ciervo, y por lo que pueda suceder, voy ahora mismo á recoger algunas yeguas y caballos que andan desperdigados.

-Vaya, Tadeo, me dijo mi hermano Juan, pareces un muchacho según el miedo que tienes.

-Deja, yo sé mi cuento; el caso es que yo quiero poner mis animales en lugar seguro, que en eso nada se pierde.

-Pero aun cuando sea cierto que los indios han entrado, es imposible que lleguen por acá, dijo mi comadre Jacinta.

--Siempre es buena la precaución, comadre.

-¿Pero qué, ahora mismo se va vd., compadre?

-No precisamente ahora; pero sí muy de madrugada.

Como el cabrito estaba ya bien asado, cada cual fué cortando su trozo y mientras platicaban unos, otros comían y otros.... figúrese vd. que Paula y José de Burgos no pensaban más que en su casamiento. ¡Qué feliz era esa noche la familia!

-Apropósito, señor militar, prosiguió Tadeo levantándose del asiento, es menester que procuremos comer, pues son ya las dos de la tarde y que si se resuelve vd. á pasar la noche aquí, demos algún alimento á sus pobres andantes, que se están ya co

miendo las trancas del corral, á falta de maíz.

--Bien, me quedo, D. Tadeo, estoy resuelto.

-Pues manos á la obra. Hola, Francisco, desensilla los caballos del señor, dales agua y un poco de zacate, y acuéstese mientras de que voy yo á ver á unos arrieros que deben salir mañana con unas cargas de maíz.

D. Tadeo García se puso su sombrero y salió.

III.

EPISODIO.

Luego que Tadeo García me dejó solo, me puse en pie y comencé á recorrer con la vista la habitación, que era una pieza pequeña con muebles todos de madera de fresno, pero aseados y puestos en orden. En un rincón estaba una excelente cama de caoba del norte y en ella recostado un muchacho de pelo rubio, tez rosada y que tendría como veinte años de edad.

-Amigo mio, le dije, dispense vd. que no le haya saludado; pero entré tan agobiado con el calor y el cansancio, que no adverti estaba vd. en esta casa.

-Cuando vd. entró, dormía yo, me contestó, y aunque después desperté, no quise

interrumpir la conversación de D. Tadeo; por esta causa tampoco le había yo saludado á vd.

-¿Y vd. es pariente de D. Tadeo?

-No señor, únicamente su amigo, y des de que me escapé del poder de los bárbaros, estoy viviendo con él.

-¿Cómo?.... ¿También vd. se ha visto asaltado por esos enemigos?

-Si señor; he estado cautivo tres años. ¡Cautivo tres años! repeti yo abriendo tantos ojos. ¿Y dónde lo asaltaron á vd.? -En las cercanías de Laredo una tarde que campeaba en el monte.

-¿Y cómo es que no mataron á vd.? -Porque como era yo joven, y á ellos les agrada mucho mezclar la raza, prefirieron llevarme cautivo y me asignaron cuatro indias.

-¿Bonitas? le interrumpi yo maquinal

mente.

-Feas, y llenas de grasa y de sebo.
-¡Oh! tormentos crueles pasaría vd.
-Figúrese vd. nada más....

-¿Pero qué género de vida tenía vd. con ellos?

-Vagar contínuamente de un punto á otro, cazar, hacer guerra á los "táncahues" y "lipanes" y robar caballada en esta frontera y la de Durango.

-¿Y las tierras por donde vd. transitaba?.

-Eran las más veces hermosas, llenas

Literatura Mexicana.-Tomo II.-ro

de árboles, de flores, de ojos de agua, ó bien llanos inmensos que formaban horizonte lo mismo que el mar.

-Todo era desierto.

-Si, desierto, desierto que sólo los indios transitan.

-Y digame vd.-¿antes de emprender alguna campaña hacen los bárbaros algunos preparativos?

-Si señor, celebran un consejo y cabalmente asistí al que tuvieron antes de venir á la frontera.

-Será muy curioso el ver una escena de éstas.

-Figúrese vd. que el consejo se celebró en un bosque frondosísimo de nogales, robles y encinas que está situado en las cabeceras del río Rojo de Natchitoches. Debajo de un grupo de árboles había como veinte capitancillos comanches sentados en rueda delante de una gran hoguera. En las cercanías había también veinte tiendas de campaña formadas con pieles de cíbulo y venado: delante de cada tienda una lumbrada, y junto à la lumbrada un guerrero con su rifle, su lanza y su arco. A lo lejos y esparcidas entre aquel espeso monte, se veían chisporrotear multitud de lumbres, pertenecientes á las respectivas familias que danzaban y daban de tiempo en tiempo alaridos, semejantes á los de una manada de panteras.

Uno de los capitancillos sentados al de

rredor de la grande hoguera, se levantó, llenó de tabaco una gran pipa de barro encarnado y así que cada uno de los de la rueda la fumó, el capitán Nakreptabays (1) y con una voz ronca y tétrica dijo:

"Los hermanos del comanche lloran cautivos entre los blancos como la tórtola fuera de su nido porque los hermanos del comanche han perdido su nido.

"Es menester libertarlos, respondieron todos los miembros del consejo."

Los concurrentes, que eran muchos y estaban pendientes de las palabras que pronunciaban los capitancillos, aplaudieron á esta determinación con un alarido, blandiendo sus lanzas y puñales y disparando flechas al aire. El capitán Nakreptabays prosiguió:

-El comanche necesita caballos para la guerra, porque el guerrero que va á la lucha si no tiene caballo es tan inútil como un río sin agua, y como un árbol sin hojas."

-Pues vamos á quitarles los caballos á los blancos, ya que ellos nos han usurpado nuestras tierras.

Los circunstantes arrojaron otro alarido, blandieron sus armas blancas y dispararon sus flechas. El jefe continuó:

-Por cada cabellera que pierda el co

(1) Nakreptabays quiere decir en castellano Sabino. Los indios salvajes regularmente adoptan por nombre el de algún objeto de la naturaleza.

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