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Ya que poco más ó menos conocen los lectores al Pueblito, lo cual no deja de ser esencial para el objeto de mi narración, seguiré adelante con ella.

Llamó nuestra atención un fresno altísimo, que parecía convidarnos á reposar en la sombra que proyectaba en el prado su espeso y pomposo follaje, y en efecto le escogimos como un asilo, como un espléndido salón para saborear nuestro frugal alimento. ¡Cuánto más hermosos son estos artesones de verdura y estas mesas de fino césped que los cortinajes de tisú y los muebles de mármoles de los palacios! El capitán desató unas "árganas" de los tientos de la silla y tendiendo sus "mangas" en el suelo, sacó á luz una botella de vino de Parras, unos trozos de queso, unos salchichones, galletas, almendras y finalmente un excelente pedazo de dulce de membrillo. Asombrado quedé de que pudiera cargar en las ancas del caballo una despensa tan abundante; pero sin argumentarle ni hacerle necias observaciones, me limité á ejecutar lo que todo hijo de Adán habría hecho en mi caso, es decir, á saborear los salchichones, queso y galletas y á echar grandes sorbos de vino. Concluida la comida encendí un gran puro, me acosté cerca de un arroyo y dejando pacer libremente la yerba á mi caballo como lo hacía el buen D. Quijote de la Mancha, y respirando aquella perfumada aura de las flores y es

cuchando el soñoliento ruido del agua, se apoderó un benéfico sueño de mis sentidos y cerré mis párpados. El capitán hizo otro tanto. Mi sueño fué tranquilo, dulce, celestial como el de nuestro padre primero cuando dormía bajo de los plátanos y palmeras del paraíso.

Me disponía á levantarme y despertar al capitán, cuando vi flotar entre el verde esmeralda de los arbustos, los "zagalejos", rojos de lana de dos jovencitas, que se aproximaban lentamente y con precaución hacia el lugar donde estábamos. De pronto juzgué que soñaba, que no era cierto lo que veía, sino una de esas visiones de la fantasía, cuya realidad buscamos con ansia al día siguiente. Las niñas seguían andando de puntillas y á medida que se acercaban podía distinguir sus rostros blancos, sus trenzas negras flotando á impulsos de la brisa, sus cuerpecillos aereos, flexibles, fantásticos.... Las niñas se aproximaron más y yo entonces cerré los ojos y fingí que dormía profundamente, procurando sólo divisar sus movimientos al abrigo de mi sombrero, que tenía colocado sobre una parte de mi cara. Un rato estuvieron en pie, después con mucho tiento colocáronme el sombrero de manera que me cubriera un rayo de sol que penetrando por entre las hojas del fresno daba en la cabeza, y temiendo sin duda ser sorprendidas en esta obra de inocente y sencilla compasión, huyeron pre

cipitadamente. Necesité reflexionar mucho tiempo y estregarme los ojos con frecuencia para quedar cerciorado de que lo que había visto no era una visión celestial.

Al ponerse el sol fuimos á una casita situada frente del fresno á pedir permiso para pasar la noche, protestando dar la menor molestia posible.

-Pasen vds., señores, esta casa está á su disposición, nos contestó una mujer como de cuarenta años, fresca y rubicunda todavía.

-Gracias, señora, gracias por esta amable sonrisa con que nos ha ofrecido su casa.

-Lo acostumbro hacer así con todos los pasajeros y militares que transitan por este lugar, y más cuando su aspecto indica que no abusarán....

-Ni por pienso, señora, le contesté; por el contrario, si causamos á vd. incomodidad, pasaremos la noche debajo de aquel fresno donde ya hemos dormido una agradable siesta.

-En efecto los ví á vds. y mandé á mis niñas á que cubrieran á vds. la cara, pues les estaría molestando el sol.

-Eran esas niñas las hijas de vd., le interrumpí....

-Criadas de vd., y cabalmente aquí vienen con mi esposo.

-Señores, tengan vds. buenas noches, nos dijo un anciano que entraba á ese tiempo acompañado de dos muchachas.

-Caballero... Señoritas... niñas, balbutimos yo y el capitán.

Quietos, señores militares, siéntense vds. El anciano colocó en un rincón del cuarto una pala y un azadón que traía en la mano, y las muchachas, después de saludarnos con una afable é ingenua sonrisa, regalaron á su buena madre un ramo de rosas, campánulas y maravillas.

-Hijas, les dijo la madre, es menester disponer cena y camas para los señores, que probablemente estarán cansados y mañana tendrán que madrugar. Las muchachas volaron á ejecutar las órdenes de su mamá, mientras que nosotros arreglábamos las maletas y monturas, y procurábamos acomodar lo mejor posible en un corral á los caballos. Merced al esmero y atenciones de esta familia, pasamos una excelente noche: á la mañana siguiente montamos á caballo para seguir nuestro viaje. Toda la familia salió á la puerta á vernos partir; las muchachas nos regalaron una rosa á cada uno y el anciano con mucha sinceridad nos dijo:-¡ Eh! Dios lleve á vds. con bien; cuando vuelvan ya saben que tienen una casa.

-Pronto, muy pronto nos veremos, D. Juan, le contesté; quizá entonces podré traer á estas niñas algunas frioleras en señal de mi gratitud.

-Si va vd. por Río-Grande, dijo el capitán, inclinándose á dar un abrazo á Don

Juan, no deje vd. de verme; tendré mucho gusto en que estemos juntos. -Adiós, señores.

-Adiós niñas.-Adiós, Don Juan.

Un año después pasaba yo cerca de Tlaxcala. El hermoso fresno debajo del cual dormi una siesta: la amable familia que me dió hospitalidad: aquellas muchachas puras y hermosas que ví acercarse lentamente á mí, como dos ángeles del cielo: el arroyo, las flores, todo, todo, se me presentó de nuevo como un cuento de las Mil y una noches, así es que me resolví á extraviar mi camino y visitar en Tlaxcala á las bondadosas gentes que habían dejado en mi alma tan vivo recuerdo.

Atravesé la multitud de calles formadas con las huertas y pequeñas casas, me interné en la calzada de nogales y divisé el fresno, fresco, verde, lleno de pompa y de vida; pero la modesta casa y el pequeño jardín de Don Juan no existían ya: un montón de ruinas, una porción de palos quemados. Esto era todo.

II.

Un horrible vértigo se apoderó de mi: bajéme del caballo, recliné mi cabeza contra el fuste de la montura, y permanecí de esta manera no sé cuánto tiempo, hasta que una voz un poco bronca me dijo:

—Amigo mío, si está vd. enfermo, puede vd. pasar á mi casa y acostarse un rato....

Literatura Mexicana.- Tomo 11.-9

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