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lir y transitar por todas las habitaciones. Resolvióse á salir, y se sorprendió de la súbita trasformación de la casa. D. Hernando había reunido las cosas más exquisitas de la Asia, de la Europa, y de la América, y colocádolas alli.

Eran primorosos canarios y cardenales, encerrados en jaulas de cristal; eran colgaduras de tisú y terciopelo de China; eran grandes tibores de porcelana; eran arañas de plata y aparadores con vajillas de China

y oro.

Trinidad se alarmó de todo esto, mas D. Hernando le explicó con una voz meliflua, y con la más refinada hipocresía, que la había tenido encerrada, tanto por no verse obligado á darle la noticia de Arturo, como para prepararle una sorpresa. Que la falta de Arturo era ligera, según se había informado; que dos meses de detenimiento bastarían, y que además nada le faltaba; ni aun una selecta mesa. Trinidad insistió en ver á su madre, y D. Hernando le prometió que la veria.

El carácter de Trinidad era varonil v arrojado en el fondo, y aunque no le satisfacían enteramente las respuestas de D. Hernando, no encontraba medio de sacar ventaja de este hombre malvado y suspicaz. Consideraba que era inútil el aturdir la casa con sollozos, porque nadie la había de oir ni consolar; y así de día aparentaba

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serenidad, y de noche se entregaba á las amargas reflexiones que le hacían derramar muchas lágrimas. Jamás se separaron ni un instante de la mente de Trinidad, ni su adorado Arturo, ni su excelente madre.

D. Hernando observaba una conducta verdaderamente respetuosa con Trinidad. La veía una sola vez en el día, y le hablaba con mucha dulzura, sin mezclar nada que tocase á su amor. Así entre promesas y esperanzas, pasó un mes.

Una noche, á las nueve, se recogió Trinidad, como lo tenía de costumbre, después de rezar sus oraciones; y como lo tenía también de costumbre, se puso á pensar en su situación y llorar en esa especie de insomnio, en que ni se vela ni se duerme.

Sucesivamente ovó las diez, las once, las doce; á la una miró dibujarse en la pared inmediata con la débil luz de la veladora, una figura colosal; creyó que era su imaginación acalorada la que le presentaba esas quimeras; pero mirando más atentamente, observó que poco á poco el tamañ de la fantasma disminuía en la sombra. Trinidad, sobrecogida de miedo, se envolvi la cabeza entre las ropas de la cama.

A poco sintió que un peso terrible oprimía su cuerpo; á poco dos brazos de hierro que estrechaban sus hombros, y procuraban separar las ropas; después una boca ardiente que se posaba en sus mejillas, y una voz ahogada que decía:

-Trinidad, Trinidad!!

Apenas Trinidad hubo reconocido la voz de D. Hernando, cuando todo el temor que le había sobrecogido, se cambió en cólera: desasióse de los brazos de D. Hernande y cubriéndose con las ropas brincó del otra lado del lecho.

D. Hernando que lo había arriesgado toco, fortuna, reputación y conciencia, nada temía. Trinidad en su interior clamaba á la Virgen, á todos los Santos, que viniesen en su ayuda. De repente, y casi maquinalmente, llevó su mano á una fuente de agua bendita de plata y nácar, que estaba en la cabecera de su lecho. D. Hernando, ciego se arrojó sobre Trinidad, y ésta dejó caer sobre su cabeza el trasto que había descolgado.

Todó cesó en el acto; D. Hernando rodó sin sentido por el pavimento. Trinidad quecó inmóvil por un instante, pero luego mirando el cadáver de un hombre tendido á sus pies, se llenó de terror, y vistiéndose con precipitación, salió de su alcoba, tomó la luz, y buscó por donde escaparse. Intento vano; todas las puertas estaban cerradas y reinaba un silencio profundo.

Trinidad regresaba resuelta á dejarse caer por la ventana de su alcoba, cuando encontró á D. Hernando, que vacilante y agarrándose la cabeza, se dirigía á su apo

sento.

El golpe había sólo privado de sentido por un momento al viejo.

Al día siguiente casi á fuerza, introduje10n á Trinidad al cuarto de D. Hernando. El golpe había sido fuerte y ocasionádole

calentura.

-Trinidad, por última vez te propongo una reconciliación. Olvidaré todo lo pasado, ó caerá sobre ti mi venganza. En una palabra, ó te resuelves á ser mía, ó la tortura y los calabozos de la Inquisición serán tu porvenir.

Trinidad, al oir esta sentencia, palideció y tuvo que apoyarse en la pared para no caer; mas repuesta de esta primera emoción, contestó con calma:

-Acepto la tortura y los calabozos, comio vos aceptareis á la hora de vuestra muerte el infierno y los tormentos eternos

En la noche introdujeron en un calabozo de la Inquisición á una joven acusada de practicar la ley de Moisén.

VIII

En el año de 1648 celebró la Inquisición de México su tercer auto de fe con toda la pompa religiosa con que se pretendian canonizar esos actos públicos de barbarie y de iniquidad. Por mi parte bendigo à Dios de todo corazón porque me arrojó al

mundo en un tiempo en que la religión se aprende en las ciencias, en la naturaleza y en la poesía, y no en las mazmorras y calabozos. ¡Quiera el Señor que tan benigno ha sido con mi pobre patria, hacer que la justicia y la libertad tengan un seguro asilo en este hermoso suelo!

Los herejes que la Inquisición sacó á pasear por las calles de México, eran viejos y viejas inermes y pacíficos, tal vez algunos imbuídos inocentemente en algunas ideas supersticiosas; eran jóvenes á quienes la injusticia habría arrancado del hogar doméstico, y, cosa inaudita, eran niñas de trece de quince, de dieciseis años, inocentes palomas que probablemente no habrían perdido ni el candor, ni la inocencia de los primeros años de la infancia.

Entre los supuestos herejes, se encontra ban vestidos de un infame saco, nuestros jó. venes Arturo y Trinidad.

Los dos estaban inconocibles. Algunos meses de prisión y de eterna noche y soledad los habían envejecido. Arturo estaba pálido, la barba y el cabello le habían crecido. Trinidad, ¡oh! daba compasión la pobre Trinidad. Ni alegría en sus ojos, ni vida en sus mejillas, ni color en sus labios ni brillo en sus cabellos. Los dos muchachos se reconocieron mezclados entre tanto miserable, entre tanto fanático, entre tantɔ pueblo imbécil, que silencioso y devoto mi

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