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vean vds. en mi al hermano de su protector. En la vejez, los hombres tenemos nuestros caprichos; pero la reflexión nos cura. Conque, ¿olvidarás mis imprudencias, Trinidad?

Trinidad estaba fuera de si de placer, de manera que sin responder, se metió á las piezas interiores, y salió á poco acompañada de Arturo.

á

-Da gracias a nuestro protector, Arturo; te perdona, y quiere además que nos case

mos.

Los dos muchachos, un poco pálidos por los sufrimientos, pero bellísimos é interesantes, se arrodillaron ante D. Hernando. Parecían dos estatuas salidas de la mano de Fidias tanto así eran regulares y bellas sus proporciones.

-Levantaos, hijos míos, levantaos y abrazadme; desde hoy abjuro mis imprudencias y creo que seréis bastante nobles y generosos para perdonarme.

Arturo abrazó á D. Hernando. En seguida tendió los brazos á Trinidad, y ella se arrojó á ellos. Fué un abrazo largo, estrecho; abrazo que animaban á un tiempo, el amor, el despecho y la cólera. Trinidad escuchó latir violentamente el corazón del viejo. Trinidad sintió el contacto de unas mejillas ardientes y rugadas, que se rozaban con la tez fresca de alabastro de sv rostro. Trinidad sintió oprimido

su seno por dos brazos nervudos y secos, que parecían cinchos de fierro. Trinidad tuvo miedo de este terrible y prolongado abrazo; pero bastante avisada ya, para dar á conocer su emoción, dejó los brazos del viejo con una ligera sonrisa, y sólo se advertía que estaba un poco más pálida.

-Es menester confesar que tiene vd. una hija adorable; es generosa hasta el extremo. Juzgo que me ha perdonado sinceramente, y que aun ha concebido por mi alguna afección.

-Me habéis hecho bien, señor, y os estoy agradecida. Arturo era mi vida, mi único pensamiento. Cuando me lo quitásteis os aborrecì; ahora que me lo devolvéis para siempre, ya os quiero.

Trinidad abrazó á Arturo, y le hizo una inocente caricia en la mejilla. Una tinta amarillenta recorrió el semblante de Juárez; pero bastante diestro para ocultar su agitación, sonrió y dijo á Doña Guadalupe : ¡ cómo se aman estas criaturas!

-Los habeis hecho felices, señor, y â mi también; permitidme que os dé las gracias y que os abrace.

-Venid, Doña Guadalupe; mucho merecéis, porque sois una buena madre. Pronto casaremos á los muchachos; pero será decoroso que Trinidad entre mientras en un convento. Todo se hará en cosa de un

mes,

Trinidad convino en entrar á un convento, y Arturo en sufrir la soledad de esos días. El mes pasó en las disposiciones necesarias, y por fin D. Hernando fijó el tan suspirado día del casamiento. Trinidad salió la víspera de su encierro, y Arturo de un convento, donde unos reverendos padres de la Propaganda le dieron sabias lecciones de moral, y abundantes consejos para la nueva vida que iba á emprender.

La boda se verificó al día siguiente á las cinco de la mañana. A medio dia se sirvió una mesa espléndida á multitud de convidados, y se obsequió con arroz, gallinas asadas y vino catalán, á todos los pobres que ocurrieron en tropel á la festividad.

En la noche, contra la costumbre, se dispuso un gran baile, al que concurrieron multitud de personas notables á quienes D. Hernando había convidado. Los novios estaban brillantes: su juventud, su belleza y su alegría, encantaron á los concurrentes. Arturo, vestido de terciopelo negro, con su golilla de punto blanco finísimo. Trinidad con un traje blanco de seda y plata, una corona de rosas de oro en la cabeza, y una cruz de brillantes en el pecho. Los colores habían vuelto á sus mejillas; sus ojos azules y lindos, estaban animados con la dulzura de la inocencia, y el placer de un porvenir dichoso: sus labios delicados como las hojas de la rosa, se abrían para

sonreír de júbilo y de contento; los rizos de sus cabellos que caían en confusión sobre su cuello de cisne, brillaban como las alas de oro de las mariposas con la luz de las bujías de esperma. Trinidad era, sin exageración, uno de esos ángeles que en forma de mujer suele Dios enviar á esta tierra de maldición y de lágrimas. Todas las bocas se abrían para alabar á Trinidad; todos los ojos se fijaban en su angélico semblante; todas las lisonjas y alabanzas eran por la criatura celestial que había vivido oculta é ignorada hasta entonces, y que salía llena de poesía y de hermosura, como la mariposa que rompe su capullo y tiende sus alas de venturina sobre las rosas y los claveles de un jardín. Arturo estaba satisfecho y orgulloso, y si hay delirios con la felicidad, Arturo lo tenía ardiente, infinito, de esos delirios de placer que gastan en un día diez años de existencia.

Se bailaron todos los sones que estaban en uso. Trinidad cantó dos ó tres canciones, con una voz clara y armoniosa. A las cuatro de la mañana se habían marchado la mayor parte de los concurrentes, las velas que estaban acabándose, despedían una luz vacilante y opaca.

Preguntará el lector lo que había hecho D. Hernando en todo este tiempo.-Se lo diré. Había estado sentado en una butaca de cuero, siguiendo con los ojos todos

los movimientos de la niña.

no que acechaba á la paloma.

Era un mila

A las cuatro y media, la sala estaba vacía. Entonces un criado se acercó á Arturo y le dijo, que unos caballeros deseaban hablarle Arturo bajó al zaguán. Tres hombres enmascarados y vestidos de negro, lo asaltaron con unos puñales, y lo obligaron á que entrara al coche de D. Hernando que estaba en la puerta.

Eran los ministros de la Inquisición.

Cuando D. Hernando oyó rodar el coche, soltó una carcajada horrible que hizo extremecer á Trinidad, y tomando una luz se dirigió á su dormitorio.

VI

Los ministros de la Inquisición vendarcn los ojos á Arturo, pusiéronle una mordaza en la boca y unas esposas en las manos, y así caminaron en silencio un gran rato hasta que paró el coche. Bajáronlo y del brazo lo hicieron subir algunas escaleras y atravesar pasadizos hasta que finalmente oyó abrir unos cerrojos y rechinar una puerta. Entonces le desvendaron los ojos, le quitaron la mordaza y lo empujaron dentro del calabozo, cuya puerta cerraron con dobles cerrojos y llaves. Arturo se convenció entonces de que no sólo estaba

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