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toma, dije para mí, y volvió á brillar en mi alma un rayo de esperanza. A las once de la noche todavía dormía Cecilia; esto me causó alguna inquietud, pero me acerqué de puntillas y me convencí que su respiración era tranquila y natural. Con su rostro apacible y descolorido, sus párpados cerrados y su boca entreabierta, que dejaba ver una hilera de dientes blancos y pequeños, parecía de esas santas vírgenes y mártires que duermen apaciblemente en las urnas de plata y cristales de las iglesias de Roma. ¡Cuánto sufrí al considerar que tal vez el sueño de Cecilia podía ser eterno!

A las cinco de la mañana despertó, tosió suavemente, se incorporó en el lecho y pidió agua. Le ministré una bebida mucilaginosa, y habiéndola recomendado al cuidado de su familia, me dirigí á mi casa, y allí tendido en mi lecho desahogué por medio de las lágrimas el peso terrible que por veinticuatro horas había oprimido mi corazón. A la mañana siguiente me miré al espejo, tenía canas, y creo que una arruga más en la frente.

Mi enferma mejoraba visiblemente. Los colores de la salud brotaban poco á poco en sus mejillas, el apetito era excelente, y sus hermosas formas iban de nuevo tomando su primitiva morbidez y tersura. La lucha estaba decidida finalmente, y la muerte había huido ante la magia de la ciencia.

Literatura Mexicana.-Tomo II.-6

IV.

Un mes después le dije á Cecilia:

-Es menester dar ahora unos paseos cortos por el campo: el oxígeno de las plantas y la fatiga del ejercicio deben completar la obra que se comenzó con las bebidas y sangrías.

Cecilia por toda respuesta me tomó el brazo. Desgraciadamente ve vd. que no hay por este rumbo de esos sitios amenos, llenos de flores y de aromas que se encuentran por las cercanías de México: así es que nos dirigimos al llano, que ofrecía sin embargo á nuestras plantas un tapiz verde y aterciopelado. Inútil será decir á vd. que yo estaba loco de placer y de orgullo sintiendo el ligero peso del brazo de Cecilia. Quise por primera vez insinuarle, que el que había sido su médico sería su esposo; que el que la había puesto de nuevo en el camino de la vida, sería también en lo de adelante su guía y su compañero; pero tenía un nudo en la garganta y no encontraba palabras con que comenzar mi declaración. Como llevábamos cerca de media hora de paseo sin que yo hubiese articulado una sílaba, Cecilia fué la que habló.

-Doctor, ¡ si viera vd. con qué emoción se ve el campo, y las calles, y las casas y las gentes cuando se había perdido toda esperanza de vivir!

-Lo creo, Cecilia; pero ¿ juzga vd. también que el médico que contaba con asistir á los últimos instantes de un enfermo, no se llene de orgullo al ver que ya ha recobrado su primitiva salud y lozanía?.... Y además, acaso me guiaba en la curación de vd. un interés más tierno, v. g., el de un amigo, el de un hermano, el de.... Cecilia, ¿podría acaso con la constancia y con los sacrificios dar á vd. un nombre más significativo, más?....

-Mi salvador, por ejemplo.... ¿no es eso lo que vd. desea, Doctor? Pues bien, desde hoy en adelante confesaré que después de Dios, soy á vd. deudora de una vida que, sin embargo, no es del todo feliz.

-Vd. no me ha querido comprender; pero vamos, ¿por qué no es vd. feliz?

-Doctor, hay males que no se curan con sangrías y bebidas; y el mío, aunque no es grave, requiere otro género de medieina.

-Cecilia, Cecilia, exclamé, queriéndome arrojar á sus piés, vd. puede ser feliz y....

No acabé la alocución porque un pensamiento siniestro y lúgubre, como esas nubes negras que aparecen en el horizonte del mar, cruzó por mi mente. Cecilia amará á otro? ¿Habré arrancado á esta niña del sepulcro para ponerla en brazos de un rival? Esta idea me volvía loco. Después de un rato de silencio, dije á Cecilia con una voz bronca y áspera:

-Es menester volvernos á la casa de vd. porque tengo muchas ocupaciones.

-Como vd. guste, Doctor. Siento sólo haber molestado á vd., y le agradezco que me acompañe á mis paseos; tanto más que las obligaciones de vd. como médico han debido cesar ya.

-Es decir que vd. rehusará en lo de adelante salir conmigo.

-No he dicho tal cosa, Doctor; antes bien le reconoceré á vd. cada día más sus atenciones y cuidados; pero vd. se molesta....

—Niña, vd. me ha de hacer perder el juicio.

Ocho días seguidos salí con Cecilia; pero le hablé del campo, del aire, de las flores, de la medicina, de todo menos de mi amor, porque temía un desengaño, hasta que por fin me decidí á escribirle una carta, que relataré á vd., pues la conservo en la memoria.

"Cecilia: el que fué médico de vd. y la "libró de la muerte, ha tenido la locura de "pensar que podría tal vez llegar á ser su "esposo. ¿Consentiría vd., Cecilia mía? "¿Aceptaría vd. mi pequeña fortuna y mi "grande amor? ¿Aceptará vd. á un hom"bre lleno de defectos fisicos, pero cuya al"ma entera la consagrará á la felicidad de "vd. ?-Ruego á vd. que conteste á quien es "su obediente servidor que b. ss. pp."

Al día siguiente recibí la respuesta: "Doctor: si en pago de los sacrificios y cui"dado que tuvo vd. en mi enfermedad, re

"clama vd. mi mano, desde luego puede vd. "disponer de ella; pero si vd. quiere mi "amor y mi ternura, le ruego que me conce"da un plazo para resolverme.-Si acaso "amara yo á otro, si conservara una espe"ranza alimentada desde mi niñez, si pro"nunciara un sí falso en el altar, ¿le parece"ría á vd., Doctor, que pagaba dignamente "sus servicios? A mi vez le ruego que no "se enfade, y mande á su atenta servidora "que le desea felicidades."

Cuatro días tuve de frenesí y delirio; pensé suicidarme, pensé abandonar mi país y echarme por el mundo como el judío errante, pensé llenar de baldones é injurias á Cecilia, pensé al fin lo mejor, que fué encaminarme á su casa y decirle que podía disponer de su corazón y de su mano.

Era de noche: el balcón despedía mucha luz y esto me sobresaltó. Abrí la puerta, subí la escalera y oí que rezaban un surio. El corazón me latió fuertemente y la sangre se me heló. Empujé la puerta y ví cuatro velas de cera y en el centro tendido un cadáver....

-Acabe vd., Doctor, le interrumpi, ¿quién era el cadáver?

-Cecilia, amigo mío.

El Doctor sacó su pañuelo y se limpió los ojos.

Diciembre de 1842.

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