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-Le aseguro á vd. que sí, Cecilia; pero es menester que se divague, y no piense en que se ha de morir, porque todo lo que yo trabaje lo echará vd. por tierra. Hasta mañana, Cecilia. Procure vd. dormir, y con esto encontraré á vd. mejor Le tomé una mano, y sudaba frío.

Cabizbajo me retiré, contemplando que tenía que luchar á brazo partido con la muerte, para arrancar de sus manos á esta flor casi marchita. Era un desafio formal, era un lance en que mi reputación, mi orgullo, y un afecto indefinible y oculto, me obligaban á poner todo mi estudio, todo mi cuidado en volver la salud á Cecilia sin embargo, la enfermedad conocerá vd. que es peligrosa, y además habia hecho ya muchos progresos.

Esa noche revolví mis libros, me senté delante de una mesa, y cuando la luz de la aurora se dejó ver, yo todavía estudiaba. Me arrojé medio vestido en la cama, y á las diez que desperté, corri en casa de Cecilia.-Con indecible satisfacción ví que la calentura había disminuído; que el latido del corazón era menos violento, y que sus lindos ojos estaban más animados.

-He pasado una excelente noche, Doctor, me dijo alargando la mano para que le tomara el pulso. Hacía ocho días que me acostaba yo á revolverme en la cama, á contar minuto por minuto los golpes de mi corazón, á esperar con ansia las horas

de la luz, para ver entrar un rayo del sol por la rendija de la ventana, porque las noches, Doctor, son una eternidad entera para los pobres enfermos que sufren. ¡Cuánto he padecido, Doctor! pero las medicinas de vd. me han aliviado, y he concebido la esperanza de vivir algunos días más.

-Y también vivirá vd. años, Cecilia. Es menester fe en el médico, porque es el instrumento de que Dios se vale para mitigar los dolores de los enfermos, y además vd. es joven, y el vigor de la edad triunfará del mal. Me dicen que no ha querido vd. tomar con continuación, la bebida que le ordené. Los médicos son, por lo general, déspotas con los pacientes; pero yo quiero ser el amigo de vd., y como tal le ruego que se resigne á sufrir unos días, para gozar en seguida de la salud. Con que, ¿me promete vd. no separarse de mis órdenes?..... Se lo suplico á vd., por lo que más ama en el mundo.

Cecilia suspiró, y yo me despedí de ella asegurándole que su mal era pasagero y de ningún riesgo. El médico debe con dulzura y cariño atender á medicinar el espíritu con la esperanza, y el cuerpo con las drogas de la botica. ¿ Le parece á vd. bien?

-Excelente, Doctor. ¿Pero Cecilia se

alivió?

-Cuatro días tuve de placer, porque el mal terrible del pecho que destruía á es

ta criatura tan hermosa y tan resignada, desaparecía rápidamente. Si viera vd. cuán orgulloso y satisfecho salía yo después de haber observado que mi enferma estaba alegre, que saboreaba con gusto su pequeña porción de sopa de leche, y que dormía tres ó cuatro horas de cada noche? Cecilia me daba las gracias por todo esto, y yo en ese momento no me cambiaba por el monarca más poderoso del mundo. Estas son las compensaciones que tiene nuestra profesión; al menos digolo por mí, que no he podido acostumbrarme á ver con el semblante sereno los sufrimientos y agonías de la humanidad: así que, cuando un enfermo vuelve á la vida, cuando el médico ha corrido hasta el borde de la tumba para arrebatar á la muerte su presa, con el poder de la ciencia, entonces es el momento más delicioso que pueda tenerse en este mundo.

-Pero vamos, Doctor, ¿en qué quedó Cecilia Se murió, ó siguió adelante el alivio?

-El quinto día, continuó el Doctor, amaneció el cielo cubierto de nubes: un viento frío del Norte comenzó á soplar, y una ligera llovizna caía por intervalos. Abri la ventana de mi cuarto, y dije para mis adentros: Estas malditas nubes y este aire frío, van á destruír todo mi trabajo. Cecilia no debe pasarla por hoy muy bien. Tomé un libro y me puse á estudiar: pasé

ocho hojas sin comprender nada, porque no pensaba yo más que en el sol, no se asombre vd., pensaba que si el sol no salía, Cecilia debería tener un ataque fuerte. ¿Vd. sabe lo funesto que son estos días fríos y nebulosos para los que padecen del pecho? En estas reflexiones estaba sumergido, cuando tocaron fuertemente la puerta. Abríla, y una criada me dijo asustada: Señor, la niña se muere. Cinco minutos permanecí sin movimiento como una estatua de mármol: después mis nervios se crisparon, y como por medio de un resorte, dos brincos me puse en casa de Cecilia.

III

La fuerza del mal la había hecho meterse en la cama. Su rostro estaba trasparente, los labios sin color, los ojos negros y rasgados que brillaban como dus luceros, estaban opacos con el viento de la muerte, y sombreados por una línea morada que casi formaba un círculo con la ceja. Le toqué la frente, y ardía como un volcán. Le toqué los pies y las manos, y eran de nieve. Observé su respiración, y era trabajosa y agitada, como que la llama de la vida apenas animaba ya el cuerpo tierno y virgen de Cecilia, y pocas horas le quedaban de existencia. Antes de que yo pudiera arti

cular palabra, Cecilia clavó en mí sus ojos, y me dijo:

-Doctor, no debe vd. apurarse ya, porque mai mal no tiene remedio: siento que muy pronto va á volar mi alma quizá al cielo, porque me he confesado antes de que vd. viniera, y pronto vendrá el Santísimo. Estas eran las únicas medicinas que me convenían.

Hubo un instante de silencio; luego prosiguió con una voz pausada y melancólica : Doctor, ¿y qué será posible que me muera? Oh qué terrible es morir tan joven y cuando contaba yo con tener muchos años de vida! Mándeme vd. algún remedio, es muy terrible la muerte. Doctor, ¿qué no hay esperanza?

Una lágrima brillante y solitaria, rodó por la mejilla pálida y hundida de Cecilia.

Yo estaba á punto de prorrumpir sollozando; pero recobré mi serenidad, acordándome que de ella dependía la vida de Cecilia, que en lo más florido de sus días, en lo más risueño de sus esperanzas iba á ser sumergida en la tumba. En un momento puse á toda la casa en movimiento, y apliqué á la enferma medicinas tras de medicinas. Eran las cuatro de la mañana y el mal no cedía; á las cinco me retiré á mi casa, y despechado me arrojé en mi lecho sin concebir la menor esperanza. A las diez volví, y la enferma hacía cinco minutos que se había dormido. Este es buen sín

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