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Habríais sentido latir de espanto el corazón al ver cómo recorría el cadaver, cómo se inclinaba sobre él, cómo escuchaba con ansiedad para desengañarse quien había ganado la terrible apuesta, si el médico ó la muerte,

TADEUS EL RESUCITADO

I.

Antes de partir para Durango-me dijo el Doctor-pasé á despedirme de mi antiguo amigo N.*** el cual tenía dos hijas. Ūna de ellas era aún pequeñita, tierna y linda, como los primeros botones de rosa que se abren en la primavera. Después de las expresiones de amistad, y ofrecimientos y protestas que son consiguientes en tales casos, me retiré de la casa para montar en el carruaje que me aguardaba. Había bajado tres escalones, cuando me acordé que no me había despedido de las dos niñas, que como unas magas, frescas, juguetonas y alegres, llenaban de ventura la vida de mi amigo. Retrocedí en efecto, y sólo encontré á la más pequeñita, besé su frente rubo

rosa é inocente, y estreché sus manecitas torneadas. Tres días llevaba de camino y aun se me presentaba en mis sueños esa niña, tan linda, tan risueña y tan inocente.Cuando llegué á Durango apenas tenía ya un vago recuerdo; á los tres meses se me había borrado enteramente.

Cuatro años después volvía á mi país, y en una hacienda del camino se me presentó mi amigo N*** y me dijo echándome los brazos al cuello: Doctor, sin duda el cielo envía á vd. para que salve á una de mis hijas.

-¿Qué tiene? le interrumpi con agitación.

-No lo sé, Doctor: no come, no duerme; cada día se pone más extenuada y más pálida.

-Vaya, veo que no es cosa de cuidado, le interrumpi sonriendo: esa enfermedad es amor; curaremos á esa niña casándola, si el novio es bueno.

-Ni lo imagine vd. : ni ama, ni jamás ha amado á nadie. Es una enfermedad física y terrible la que padece.

-Bien, la veremos, y entonces le diré á vd. mi opinión. ¿Y cuál de las niñas es? -Cecilia, Doctor: pero vd. ve con indiferencia el asunto.

La más joven? le interrumpí.

-Si señor: Cecilia, la más joven.

Un calofrío extraño recorrió todo mi cuerpo. La niña pequeñita, cuya casta fren

te había yo besado hacía cuatro años, era la misma que sufría.-La cosa era muy interesante ya para mí; así es que continué diciendo á N.:*** Se equivoca vd. en creer que yo tengo poco interés en la curación de la niña; al contrario, es menester que la vea breve, que la asista, que ponga mis cinco sentidos en volverle la salud.

-Gracias, Doctor, gracias: vd. volverá también la vida á su padre. No sé por qué causa tanto dolor el que las gentes mueran en el Abril de su vida, sin haber gozado de nada, sin.... ya se ve, es mi hija, y yo de todas maneras debo sentir que se muera!

-Tiene vd. razón, amigo; pero no hay que desconsolarse.

-Cecilia está muy mala, Doctor, me contestó con la voz demudada.

-Haremos todos los esfuerzos posibles por salvarla. N*** me estrechó la mano.

II.

Como Cecilia vivía en una hacienda con una parienta, fué menester conducirla hasta el lugar de mi residencia, y en efecto, á los dos días me avisaron que la enferma me aguardaba. Con toda precipitación me vestí, y á los cinco minutos estaba ya junto de Cecilia. Eran las facciones delicadas de la niña que yo había conocido; pero alteradas por el sufrimiento; sus ojos negros y

Literatura Mexicana. -Tome 11.-5

rasgados no brillaban con la alegría de la niñez; sus mejillas estaban encarnadas; pero no era el color de la juventud, sino el efecto de la calentura y agitación del camino. Por lo demás, Cecilia extenuada, con las mejillas hundidas, con los labios sin color, y con un tinte de melancolía indefinible, era á mis ojos más interesante que lo había sido en otro tiempo, en que no podía tener para ella más que una afección pasajera.

Cecilia, le dije con una voz dulce: ¿Se acuerda yd, cuando me despedí de vd. antes de irme á Durango?

Si señor, me contestó con una voz lánguida.

-Entonces estaba vd. tan contenta, tan llena de vida y de salud, y ahora.... déme vd. el pulso. Cecilia me abandonó su

mano.

-Me acuerdo, continué, que me volví de la mitad de la escalera sólo por abrazar á vd.

Cecilia fijó en mí sus negros ojos, y se puso más encendida : yo saqué mi reloj para eontar las pulsaciones, y evitar el que los circunstantes conocieran la turbación que me causó su mirada. Dos minutos pasaron y no pude contarlas: por fin adverti con desconsuelo que la calentura estaba muy alta'; pero con voz muy tranquila le dije:Vaya, Cecilia, es menester valor: hay una poca de calentura, pero es efecto del ca

mino y del sol. ¿Tiene vd. apetencia de comer?

-Ninguna.
¿Y sed?
-Mucha.

-¿Y siente vd. dolor de cabeza?

-Por las tardes.

Qué más le duele á vd.?

-El pecho.

Al oír esta palabra me puse pálido; fingí tos, y me cubrí la mitad de la cara con mi mascada. Cecilia tosió también, se puso pálida, y exclamó :-¡ Jesús mío! qué ardor tan terrible.

-¿Ardor, Cecilia, y dónde?

-En el pecho, Sr. Doctor; parece que tengo una llama. Agua, por Dios; una gota de agua.

-Si, agua es menester: pero le mezclaremos una poca de goma, le dije. No tenga vd. cuidado: todo eso es á causa del camino y de la agitación.

-¿Y el corazón duele?

-Si señor; y me late con tal violencia que me ahoga. Doctor, agua. Cecilia entrecerró los ojos, y su respiración era trabajosa. Me acerqué y oí los latidos de su corazón, como los sonidos de la péndola de un reloj de sala.

Pedí papel y tinta, y escribí una receta. Al retirarme, Cecilia me preguntó con una triste sonrisa:- Doctor, cree vd. que sanaré?

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