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muerte sin temblar. Quizá el fogón de la cazoleta sacó las lágrimas de los soldados que hicieron el vil oficio de verdugos.

Al trueno de las armas, y al sordo clamor que se escuchó en la plaza, todas las personas que estaban en la casa ya dicha palidecieron y exclamaron: ¡ Jesús !

María apenas entreabrió los ojos, sonrió, y todo quedó en profundo silencio.

V.

EL SEPULCRO.

Un sepulcro siempre mueve al alma á meditaciones tristes y profundas. El que mira un lugar de esta clase, casi nunca deja de considerar atentamente lo poco que vale el hombre. El sepulcro es el último asilo que la tierra le concede: la puerta colocada al fin de la mísera existencia mundanal, y en el principio del campo grandioso, incomprensible, infinito de la vida futura: la barrera donde se estrella la ambición y el orgullo: la playa donde mueren los cálculos avanzados y atrevidos del hombre político: el puerto donde el infeliz, después de haber luchado á brazo partido en el mar de la adversidad, arroja, triste y solitario, el áncora de su frágil barco. El sepulcro es la muerte y la vida, el fin del ser, el principio del ser; el todo, la nada; el olvido, los recuerdos.

Pero el pequeño circuito del sepulcro nunca encierra con el cuerpo del hombre la virtud y la gloria; porque la virtud es grande; la gloria es grande, y ambas no caben en el sepulcro.

El de Iturbide despertaba melancólicas reflexiones. El mármol, las inscripciones, el oro, no indicaban el lugar donde yacían los despojos de un hombre, como se fuere, grande: ningún monumento ni estatua señalaba su sepulcro. En un pequeño espacio de tierra, solitario, sombrío, se depositaban los restos del hombre de la libertad. Una modesta cruz y el recuerdo indeleble, grabado en el corazón de los buenos mexicanos, eran los monumentos consagrados á su memoria: ninguno de los arteros cortesanos que otra época le doblara la rodilla, venía con un corazón sincero á dirigir una súplica al Eterno.

Pasado algún tiempo, una muchacha vestida de blanco, con el cabello suelto, y el rostro marchito y pálido, venía todas las tardes á derramar flores sobre esta tumba, y á regar con lágrimas el pie de una cruz, hasta muy entrada la noche. Era María, todos ignoraban dónde habitaba, y nadie se atrevía á interrumpirla en sus largas meditaciones. Los habitantes caritativos de Padilla y los pescadores que venían de Soto la Marina, tenían cuidado de ponerle por allí algunas viandas para que se mantuviese. Mucho tiempo vino María á orar sobre el

sepulcro de Iturbide: después se dijo que se la había visto en Soto la Marina aparecer por las rocas de la orilla del mar, y que una ola había terminado la aciaga existencia de la joven, y otros aseguran que se la veía ya en las playas de Soto la Marina, ya en el sepulcro de Padilla, aparecer en las noches como una luminosa visión.

Sólo puede asegurarse que la infeliz Dorotea sucumbió bajo el peso del dolor y de los años, poco después que aconteció la catástrofe horrorosa del infortunado caudillo de la libertad mexicana.

UN DOCTOR.

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