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tenía vd. vestida con un castor lleno de canutillo y lentejuelas, un rebozo de seda y unos zapatos blancos. Era preciosa, señora generala, y si vd. la hubiera visto andar en la calle con un salero natural, y dejando ver un pie muy chico y una pierna redonda y lustrosa, la habría llevado á su casa para ponerla bajo un nicho, porque la muchacha parecía de cera.-Yo la quería como á las niñas de mis ojos, y por consiguiente, pensaba que casándome con ella tendría unos hijitos tan bien plantados y guapos como la madre, y que no pensaría más que en trabajar, en ser hombre de bien, y en adornar y requebrar á mi Lucesita. En efecto, junté algún dinero, y dispuse mi casamiento; pero la antevispera, como iba yo tan precipitado á ver al señor cura, acerté á tropezar casualmente con un señor de uniforme y bastón, y lo derribé en el suelo. Conociendo que esto me podría traer perjuicio, corrí; pero al fin de la calle los alguaciles me detuvieron, y dándome bofetadas, palos y empellones, me llevaron á la cárcel, á pesar de que yo les manifesté que no había yo tropezado sino por una casualidad. A los ocho días, fui condenado á recibir veinticinco azotes, y justamente el día en que debía yo haberme casado, fui sacado de la cárcel á la picota, seguido de una multitud de muchachos y de gente que me burlaba y escupía. Si hubiera tenido

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un puñal, créalo vd., señora generala, me lo habría metido en el corazón.-Representé al juez que era una contingencia la que había sucedido; pero él, volviéndome la espalda, dijo:

Esta canalla insolente, está muy alzada, y es necesario enseñarla á respetar á la gente decente. Si habla este pícaro una palabra, que le den cincuenta azotes en lugar de veinticinco.

No hablé ya más palabra, y colgado de las manos y casi desnudo, recibí veinticinco azotes terribles delante de la casa de Lucesita. Desmayado me condujeron al hospital, y á los cuatro días que salí volé, infamado, ultrajado injustamente, como estaba, á casa de Lucesita, porque no pensaba más que en ella. La encontré pálida, con los ojos saltándosele, la boca llena de espuma, y desgarrado todo el vestido.-Lucesita estaba loca.

Entonces, yo también desgarré mi vestido, golpee mi cabeza contra las paredes, arrojé maldiciones contra los hombres y.... yo no estaba loco, tenía todo el infierno dentro de mi corazón, y quería venganza.-Fué menester renunciar á la esperanza de vivir feliz con esa muchacha tan linda, y que me amaba tanto: fué menester renunciar á tener hijos, y á ser hombre de bien. Yo no tenía de esto la culpa.-Me metí á torero, porque la sangre tenía para

mí cierto atractivo, y me despertaba la esperanza de derramar así, la de los infames que me habían quitado la felicidad.-Cayetano virtió una lágrima, que se mezcló con las gotas de sangre que tenía en el rostro, y dijo con una voz infernal: Señora generala, he acabado. Saque vd. pronto á esos hombres, porque puedo arrepentirme dentro de un minuto.

Manuela entró á la prisión, y salió acompañada de dos hombres. Teresa estaba en el umbral de la puerta, yerta, y sin dar señales de vida. Uno de los hombres la tomó en sus brazos sin hablar palabra, y todos tres se encaminaron fuera de la ciudad. Detrás de una casa arruinada estaba un criado con tres caballos, que Manuela había mandado preparar antes de salir de su casa: los dos hombres montaron, y uno de ellos colocó á Teresa en la silla, y él montó en la grupa. Antes de ponerse en camino, dijo el que llevaba á Teresa: Señora, las bendiciones de un padre, hagan á vd. feliz en medio de estas escenas de sangre. La obra que vd. acaba de hacer, si no dá á vd. fruto en la tierra, le reservará un alto lugar en el cielo.-Manuela les hizo seña de que partieran, y ellos, dando espuela á los caballos, desaparecieron en breve.

Manuela llegó á su casa, y un momento después Alberto, pálido y desalentado. Na

da he conseguido, hija mía. Los prisioneros estarán ya muertos. Y la niña, ¿dónde está?

-Los prisioneros, respondió Manuela, van ya en el camino; pero la niña murió de dolor, y sólo llevan su cadáver.

Aventura de un Veterano.

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