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Esta contestación, dada con mucha sencillez por el soldado, llegó á los oídos de Teresa, la que iba á dar un grito; pero Manuela le estrechó la mano, y le dijo:

-"Acuérdate que me has prometido tener valor."

Teresa estuvo quieta, estrechando solamente con una fuerza convulsiva la mano de Manuela.

Manuela se dirigió al soldado, y le dijo: -¿Quieres ganar una onza?

-Sí, señora.

-¿En cuánto tiempo puedes ir á dónde está Cayetano y decirle que dos mujeres hermosas desean hablarle?

El soldado reflexionó, y contestó:
-En una hora.

-Pues como vayas y vuelvas en media hora, tendrás dos onzas. Toma una, y la otra te la daré cuando vuelvas.

-Esto es cosa de morir ahogado de fatiga; pero no importa, voy.

El soldado echó á correr.

Las dos jóvenes se sentaron en el quicio de una puerta, delante de un fogón, y pasaron veinte minutos en una agonía mortai. Antes de la media hora vieron voltear la esquina dos hombres: uno era el soldado y el otro Cayetano.

-Te prometo darte más de cien cuchilladas si me has engañado, le decía Cayetano al soldado.

-Señor, juro á usted que dos mujeres me han mandado que lo busque, y estaban aquí hace un rato.

Las dos muchachas, que oyeron esto, se pusieron en pié, y el soldado alegrísimo, dijo:

-¡Eh! ¿ve usted cómo le decía la verdad?

-¡Eh! replicó Cayetano, parecen unas fantasmas con esos túnicos y esos rebozos negros. Con mil diablos, caigo en la cuenta que han de ser algunas lloronas que vienen á pedirme que perdone á esos gachupines. ¡Eh! ¡errr!.... al diablo, mujeres, largo de aquí, no vengan con lloros y gritos á interrumpir la justicia. No hay perdón, ¡ fuera! y sobre todo, al generalísimo y no á mí, tienen que llorarle.

Entre tanto, Cayetano se acercó á las lumbres, que por intervalos dejaban asomar una llama amarillenta, y las jóvenes vieron un hombre alto, nervudo, de rostro tostado, con un ancho sombrero, un sable, y dos pistolas en el cinto, y un largo puñal en la mano. El puñal, la camisa, la cara, las manos, todo el cuerpo de Cayetano estaba salpicado de sangre.

Teresa cayó desvanecida, y Manuela se acercó con un paso firme. Cayetano levantó el puñal para amenazarla, y con una voz de trueno dijo:

-He dicho que no hay perdón: ¡atrás!

Manuela se descubrió, y Cayetano, asustado, abrió la boca y dejó caer lentamente el brazo que había levantado.

-Cayetano, le dijo Manuela, te vengo á pedir un favor.

-¡Señora generala! Su compasión ha de perder á vd. Tonto de mí que iba á herir á la más completa mujer que anda en las filas de los insurgentes. Pero, señora, digame vd. ¿qué anda haciendo sola y á estas horas de la noche?

-Te buscaba, Cayetano, para pedirte un tavor, que no me rehusarás.

-No, por cierto, señora generala. Si exige vd. que me parta el corazón con este puñal, lo haré al momento.

-Gracias. Sé cuánto me estimas, y de ahí viene que yo tenga la idea de que me entregues dos prisioneros.

-¿Dos prisioneros? ¿Y para qué?

-Para devolvérselos á una niña de dieciseis años, hermosa y pura, como la Virgen de Zapopan.

-¡ Ta ta! murmuró el baladrón. Eso está malo; pero si trae vd. una orden del generalísimo, se los entregaré.

-No traigo orden ninguna y sólo fio en tí.

-¡Eh! ¡Eh! Pues señora generala, yo no puedo hacer lo que vd. me dice. Ya ve vd. que tengo orden de matarlos á todos, y además, yo digo á vd. que no puedo, por

que he hecho voto á la Virgen de Zapopan de no dejar uno de esos con hueso sano, y la Virgen me castigará.

Manuela sonrió amargamente. Luego, con una voz persuasiva y halagando la superstición del verdugo, prosiguió:

-Es verdad que la Virgen podría enojarse contigo; pero antes de venir le he rezado, y ella me inspiró la idea de que te viniera á ver á tí, y no á otro, y en ese caso ves que la Virgen, lejos de enfadarse, te lo agradecerá.

-Vd., señora generala, es una santa, y debo creerlo así....

-Si, creelo, y además yo te lo agradeceré, y te lo recompensaré; al decir esto le puso en la mano una bolsa llena de

oro.

—¿Oro, señora generala? Por la Virgen que tengo bastante. No busco oro, sino sangre, venganza.

¡Infame! ¡ asesino! murmuró Manuela á media voz.

-Señora generala, he dicho á vd. que quiero sangre, y que no puedo dar á vd. á los presos que me pide.

-Mi esposo te castigará."

-Poco me importa, respondió con desdén Cayetano, alejándose; Manuela corrió á él, tomóle las manos sangrientas, diciéndole con la voz ahogada por el llanto:

Literatura Mexicana.-Tomo II.-3

รา

སྨན་

Piedad, concédeme el único favor que te he pedido.

-Por la Virgen, señora generala, que se levante vd. Todo lo que quiera vd. le concederé, porque tendría miedo de atraerme la cólera y el enojo de una santa y valiente insurgenta.

-Dios te perdone tus culpas por esta buena acción que haces, Cayetano. Cayetano se santiguó.

-A una condición entrego á vd. á esos hombres.

-La que tú quieras.

-Que le he de contar á vd. mi vida. Probablemente si después de mi muerte se acuerdan de un pobre diablo como yo, será para decir que fuí un verdugo infame. Poco me importa que lo crean; pero sí deseo que vd., señora generala, vea que algún motivo he tenido para andar con el puñal en la mano, y el rostro teñido de sangre. ¡Hola, una silla!

Un soldado trajo un banco, y Manuela, sin decir palabra, se sentó en él: Cayetano prosiguió.

Pues, señora generala, yo tenía una muchachita de quince años, se llamaba Lucesita, sus ojos eran negros como un azabache, su cabello delgado, sus labios encarnados, su rostro morenito, con unos colores como la rosa de Castilla. La muchacha era muy guapa, pues continuamente la

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