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cuanto á Manuelita, delicada como un lirio, tímida como una gacela, no vaciló en abandonar la dulce paz de su hogar, y seguir á su esposo en una campaña terrible y sangrienta, y en donde, como habían pensado, tenían que vagar muchas veces por las espesuras de los montes, y por las fragosidades de las sierras. Esta corta digresión se aclara más en el diálogo que va á seguir, pues mientras que hemos dicho lo expuesto, los dos esposos han entrado á la sala, y tomado asiento en aquellos toscos y recamados camapés de cedro.

-¿Hay alguna cosa de nuevo? preguntó Manuelita á su esposo con una voz timida.

-Dicen que Calleja se aproxima con fuerzas muy considerables.

-En ese caso será menester nueva sangre y nuevos desastres.

-Es probable, hija mía. Una vez que un pueblo ha dado la voz de libertad, me atrevería á decir, si no fuera una blasfemia, que ni Dios mismo puede sofocarla.

-¡Alberto!!

-Es una suposición. Sé muy bien que sólo la sombra del brazo de Dios, es bastante para hacer desaparecer un pueblo de la faz de la tierra; pero esa misma razón, me hace concebir una íntima convicción, de que la espada de los buenos patriotas está guiada por la mano de Dios. Los hom

bres, Manuelita, viven en el mundo con ciertas cargas, que Dios mismo les impuso; pero en medio de su misma cólera, jamás dijo que el hombre se sujetara á sufrir la esclavitud de sus semejantes. Dios crió igualmente á los hombres, y él solo los manda y los gobierna. Quizá estas serán preccupaciones y errores; pero sea lo que fuere, esto me ha obligado á dejar mis bienes, la dulce tranquilidad que gozaba á tu lado, y traerte á tí, débil y tímida criatura, en medio de la sangre, de las balas y del incendio....

Te había dicho, continuó Alberto, que Dios guía la espada de los insurgentes: pues me equivoqué; la guía algunas veces el demonio más cruel y más sanguinario del averno. Escucha: Se ha supuesto que hay entre algunos españoles, inteligencias con Calleja.

—¿Y qué?

-Inocentes ó culpados se han mandado asesinar. He visto salir á Cayetano, de la casa de Hidalgo, con una espada, un par de pistolas, y un puñal al cinto, y brillando en sus ojos una alegría indecible.

A poco entramos Allende y yo á pedir á Hidalgo, mandara suspender esas ejecuciones bárbaras, que desacreditaban con Dios y con el mundo nuestra causa....

-¿Y qué respondió?

-Que nunca acostumbraba revocar las

órdenes que daba. Que el pueblo quería víctimas, y que era preciso darle sangre hasta que se saciara.

-¡Dios mío! ¡ tened misericordia de esos desgraciados! dijo Manuela.

-En efecto, hija mía, sólo á Dios pueden pedir misericordia, porque los hombres, ciegos con ese fanatismo político, han cerrado su corazón á la piedad.

-¿Y no hay esperanza de salvarlos?

-Ninguna, ninguna! Allende y yo hemos tenido larga y acalorada conferencia con Hidalgo, y no hemos conseguido más que reñir y dividirnos. Lo que siento, hija mía, que la sangre de los inocentes caerá sobre nuestras cabezas.

No, no caerá, porque Dios es más justo que los hombres.

-Dices bien, hija mía, y si algún castigo mereciera yo, estoy seguro que tus ruegos y tu virtud me librarían de él. Sí, niña, tú eres el ángel que me ha defendido de los golpes de los enemigos, y la tierna y desinteresada amiga que me ha seguido sin xhalar un queja, sin derramar una lágrina de despecho, al través de los barrancos y breñales, en medio de los soles abrasadores y del frío de las noches del invierno. Mientras estés á mi lado, podré desviar mi vista de esos espectros ensangrentados, para contemplar tu rostro juvenil; podré cerrar mis oídos un momento á esos doloro

sos clamores de los heridos en el campo de batalla, para escuchar tu dulce y consolado

ra voz.

Dos lágrimas rodaron por las mejillas de Manuela, y su esposo, besándole amorosamente la frente, le dijo: Descansemos ya, es muy tarde. Hija mía, estás muy fatigada; ven, y descansemos.

IV.

Se estaban disponiendo los dos esposos á tomar el sueño y olvidar con él tantas emociones y agitación, cuando un doloroso gemido se escuchó en la calle. A poco tocaron fuertemente la puerta y Alberto acudió á abrirla: una mujer se arrojó hasta la sala, gritando: ¡ Perdón! ¡ misericordia! y cayó desmayada en el pavimento. Manuelita y las criadas, que habían acudido sobresaltadas, se apresuraron á socorrerla, y en brazos la llevaron á la cama. Las esencias y unas gotas de agua con éter que la hicieron tomar, la volvieron al uso de sus sentidos.

Entonces separaron los cabellos rubios que caían sobre su rostro, y con la luz de la vela vieron sus grandes ojos azules fijos y sin movimiento como los de un demente, sus mejillas pálidas y hundidas, sus labios entreabiertos y temblorosos.

—Esta niña va á morir, exclamo Manuelita; ese rostro tan lindo y tan juvenil, parece ya el de un cadáver. ¿Qué tienes, hija mía? le dijo con mucha dulzura, sentándose junto de ella; habla, por Dios: si te persiguen, aquí tienes un asilo seguro.

-Señora, quiero llorar y no puedo.

-Llora, llora, niña; también tengo yo lágrimas en los ojos y penas en el corazón. Manuelita colocó en su seno suavemente, la rubia y linda cabeza de la muchacha, y comenzó á acariciarla con la ternura de una madre.

La niña lloró amargamente.

-Está bien, niña, le dijo Manuela, llora: así aliviarás tu corazón, y tendrás fuerza para decirnos lo que deseas, y por qué has venido á estas horas de la noche sola y abandonada á morir casi á nuestra vista.

-Señora, mi padre y mi.... no pudo acabar, porque los sollozos la ahogaban.

-Ya comprendo, dijo Alberto en voz baja su padre, su esposo, su amante tal vez, estarán prisioneros, y mañana....

-Mañana, señor, no existirán, si vd. no los salva: exclamó la niña, desprendiéndose del seno de Manuelita, y abrazando las rodillas de Alberto.

-¿Salvarlos, niña?.... A todos los hubiera salvado por mi voluntad. Cada infeliz tendrá una madre, una esposa, una hija.

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