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trato, de mis modales, y que quieres escoger otra joven de más talento, de más viveza, de más hermosura. Sí, de más hermosura, continuó con la voz ahogada por los sollozos; pero que te ame más que yo, ninguna, ninguna encontrarás.

Manuelita lloraba como una niña; Alberto abrazaba su hermosa frente.

-Me has de volver loco con tu llanto, y tus celos, Manuelita. Yo tengo mi secreto; pero realmente es un secreto que no está nada bien en poder de las mujeres; pero en cuanto á otra novia, ni pensarlo; ¡bah! Había de quercr á otra cuando te tengo á tí tan tierna y tan amable?

Manueía reclinó su cabeza en el hombro de Alberto, y su pelo delgado ondeaba con la brisa de la noche.

-Vaya, muchacha, continuó Alberto, levanta ese rostro de virgen, tan apacible y tan hermoso, y enjuga el llanto. No amo á otra, á tí no más, á tí.... ¡ celosa!

¡Alberto! respondió Manuela, acariciándole la mejilla, no seas injusto, dile ese secreto á tu Manuela, que te juro que no saldrá de mi pecho: diciendo esto, echó el brazo al cuello de Alberto.

-Manuela, eres capaz de quebrantar con tus mimos el carácter más duro: bien, te voy á decir ese secreto, mas que nos lleve el diablo á todos si lo descubres...... chist..... cuidado con decirlo, ni al confesor, ni á tu nodriza, ni á tu mamá....

-Si desconfías de mí, no me lo digas, ni me vuelvas á ver, interrumpió Manuela, quitando con desdén el brazo del cuello del mancebo.

-Es incomprensible esta criatura, exclamó Alberto; pero al fin ha de hacer de mí cuanto quiera.... Pues bien, Manuelita, sabe que antes que el amor y que los placeres, hay una sagrada obligación que cumplir. -¿Cuál ?

-La de defender, á la patria.

-¿La patria, Alberto?.... interrumpió Manuelita asombrada, ¿pues no tienes tu casa, tus amigos, tu hacienda, tu familia, sin que nadie te moleste ni interrumpa tu tranquilidad? ¿De qué patria hablas?

Niña, pobre niña que no piensas más que en el amor, no sabes que somos víctimas de la codicia y de la tiranía de los españoles. Sí, Manuelita, te repito que es una obligación librar á la patria de la esclavitud en que está, ó morir en la lucha.

-Morir! y por qué piensas en eso? ¿Por qué me asustas con esa voz sepulcral? No, tú no te apartarás de mi lado, nunca, ¡nunca! y al decir esto, estreché al joven contra su pecho.

-Esta muchacha es un serafín, murmuró Alberto á media voz, y después, alisando la delgada cabellera de Manuelita, continuó: no quiero decir que sea preciso morir,

es una disyuntiva que pongo, y cabalmente la parte de mi secreto consiste en declararte que voy á tomar partido en la revolución que va á estallar, y que yo no puedo casarme contigo para hacerte infeliz.

-No sé lo que quieres decir: y mujer como soy, no puedo calcular la justicia que tendrás para entrar en esa revolución; pero como yo me fío en tí, lo mismo que en el santo de mi nombre, que en el ángel de mi guarda, cualquiera que sea tu suerte, quiero participar de ella: ¿lo rehusarás?

-Mi vida va á ser llena de amargura, contestó Alberto. Unas veces andaré prófugo por los montes, otras dormiré en los bosques, ó en el borde de los torrentes; otras el silbido de la metralla, el rugir de los cañones, y la luz del incendio, serán mi única distracción. ¿Quiéres ser mi esposa?

-Si.

-Una vida sin descanso, sin hora segura, continuamente agitada, llena de alternativas y penas, es lo que te puedo ofrecer.

-¿Y no hay remedio, preguntó Manuela, de evitar esas desgracias?

-No lo hay.

-¿Y las pasarás solo, si yo rehuso el ser tu esposa ?

-Sin duda alguna, contestó Alberto, pues estoy resuelto á sacrificar mis bienes, mi vida..... ¡qué digo mi vida! mi amor

por ti, Manuela, que eres mi vida, mi mundo, mi Dios.

-Alberto, muy justa debe ser la causa que tú vas á abrazar, puesto que te resuelves á esos sacrificios.

-Es la causa de nuestra patria.

-Pues entonces, aquí está mi mano, seré tu compañera en todas las aventuras de tu vida, y, quiera el cielo que lo sea también en tu muerte. ¿Cuándo nos casamos?

-Manuelita, eres un tesoro que no conocía, un ángel á quien no había adorado. -¿Cuándo nos casamos?

-Dentro de ocho días, contestó Alberto, estrechando á Manuela contra su corazón.

II.

-Hace una hora que aguardo las órdenes de V. E.

-Muy exigente y un si es no es altanero, es el maestro Cayetano. Los asuntos de Estado exigen más detención de la que te parece, maestro, y no es lo mismo matar un toro en la plaza, que matar un hombre que tiene alma que perder.

-Vea V. E. lo que yo creo, respondić Cayetano.

-Vaya, di lo que crees, y por primera vez te oiré decir que crees en algo.

-Creo, en Nuestra Madre Santisima de Guadalupe, y en la Virgen de Zapopan, y ́en ́la............

-Omite tu relación, maestro, ya sé que crees en todas las Vírgenes....

-Y creo también, señor cura ó señor ge'neralisimo, en que más lástima da matar un toro que un gachupín, y yo tengo mis razones. El toro al fin se domestica, y sir've para arar la tierra y estirar una carreta, y los gachupinės no se han de domesticar en toda su vida. En cuanto á su alma, creo que no tienen alma.

El cura sonrió, y Cayetano advirtiéndolo, prosiguió:

-Tienen alma, puesto que manejan la espada lindamente contra nosotros; pero será una alma de demonio. La verdad, yo los veo hasta con cuernos, como los diablos de las pastorelas; y creo que la Virgen de Zapopan, me ha de agradecer lo que hago en' honra y gloría suya. Al acabar de decir estas palabras, besó una medalla que tenía colgada al cuello.

El cura dijo entre dientes: Estos hom'bres son ignorantes é idiotas "al' extremo. No obstante, con este fanatismo y estas preocupaciones, se ha de hacer la independencia.

-Cabal, le contestó Cayetano, que no había oído más que la última frase; la independencia se ha de hacer matando á todos los prisioneros que se agarren.

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