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La Esposa del Insurgente.

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Por los años de 1809 y 1810, el virreinato de la Nueva España presentaba un aspecto de bienestar y tranquilidad tan grande, que nadie en el mundo se hubiera atrevido á pronosticar que después de algunos meses, esos pueblos pacíficos del Bajío, se habían de convertir en lizas y palenques, donde la sangre correría á torrentes, y los hombres se destrozarían como fieras, impulsados por ese ciego y doble fanatismo político y religioso.

El pueblo de Chamacuero, en el Departamento, entonces provincia de Guanajuato, pueden figurárselo las lectoras poco más ó menos como todos los pueblos que no son México y las capitales, es decir, con la mayor parte de las casas maltratadas y sin

aseo, con unas calles empedradas y otras no, y con su iglesia y su cura, que cada ocho días enciende dos velas delgadas de cera á la hora de la misa, y con un reducido número de personas cultas y civilizadas. Chamacuero, no obstante, era menos feo, y más civilizado que otros pueblos; y vivía en él una jovencita con un talle delgado, una sonrisa melancólica y unos ojos llenos de ternura. Manuelita (que así se llamaba la joven) era además muy virtuosa, y de un talento superior, tal vez á la educación que entonces se daba á las mujeres, y de una alma apasionada: tenía entre los mozos del pueblo algunos novios, á quienes no había desdeñado, á causa de su natural amabilidad; pero tampoco les había correspondido con muecas y coqueterías, á causa de su natural virtud y juicio. Por fin fijó su elección en uno, en quien reconoció más juicio y buenas cualidades, y lo amó también porque así se lo ordenaba su corazón. Ya verán, pues, mis hermosas lectoras, que después de lo que va dicho, nada tenía de extraño que procuraran los dos amantes tener aquellos ratos de dulce conversación, aquellos momentos en que en la soledad y silencio de la noche, se comunican dos jóvenes sus temores, sus celos, su amor, su aliento, su vida, su alma entera... ¡Oh! esos suspiros que se pierden con el soñoliento ruido de los árboles;

esas dulces palabras que van á morir con el susurro de un arroyuelo; esos besos castos que apenas vibran, y se escuchan en el augusto silencio de las altas horas de la noche; esos temores y sustos de ser descubiertos, por el padre ó el ama de la casa; esos latidos del corazón, que explican la dulce y desconocida sensación del amor, son otros tantos placeres que circundaron los primeros días de la juventud de Manuelita, y que vosotras, mis amables lectoras, sentiréis una sola vez en vuestra vida.

Una noche Manuelita estaba debajo de un árbol del patio de su casa, y con una voz suplicante y los ojos llenos de lágrimas, le decía á un joven que permanecía á su lado:

-En nombre del amor que me has tenido, dime: ¿qué motivo ha podido hacerte cambiar de resolución?

-Te he dicho, Manuelita, que es un secreto que sólo Dios y yo debemos saber.

-Es decir, contestó, rechazando la mano del joven, que yo no merezco tu amor, ni tu confianza; que has jugado con mi corazón, y con mis sentimientos, para abandonarme después, por la simple razón de ¿Y es disculpa que tienes un secreto. honrosa para un hombre, faltar á sus juramentos, sólo porque dice que tiene un secreto? Dime que no me amas ya, que te has cansado de mi conversación, de mi

Literatura Mexicana.-Tomo II.-29

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