consuelo de cerciorarse que la devoraba la calentura. Comenzó á pasearse á grandes pasos por la estancia, á golpear las paredes con los puños y á proferir, ya maldiciones, ya plegarias á Dios. -No hay tiempo que perder, Luis, exclamó Pepita con una voz débil. Mañana no estaré ya con mis sentidos cabales y es fuerza pensar en mi alma. -Es verdad, es verdad, exclamó con despecho Luis.. -Búscame un confesor. -Un médico. -El médico servirá de poco; un sacerdote: Luis, mañana ya no será tiempo. Luis corrió por un confesor y José por un médico; entretanto quedó Pepita al cuidado de unas buenas gentes que vivían frente á su casa. José llegó con el médico, el cual la pulsó, la examinó minuciosamente y salió meneando la cabeza. -¿Qué le parece á vd., señor doctor? le preguntó José. -Que se disponga, porque mañana se declara una fiebre nerviosa y no tiene remedio. El capitán llegó con el sacerdote al tiempo mismo que se acababa de marchar el doctor. Luis se retiraba para dejar sola á Pepita con el médico del alma; pero ésta dijo: -Mi confesión está dicha en dos pala bras. He amado mucho á Luis, y no tengo otro pecado. -Y yo, padre, el no haber legalizado con el matrimonio el amor de este ángel. Pepita tendió su mano, Luis se la estrechó, y el sacerdote bendijo esta unión. Después escuchó la confesión de Pepita, y salió diciendo: -En efecto, esta niña era un modelo de virtud. A los tres días Pepita expiró, y su hija Matilde, como había mamado la leche de la enferma, murió también en el seno de su madre. Luis regaló á José los caballos y el dinero, y se encerró en el convento de San Diego de Tacubaya, de donde no salió sino al cabo de mucho tiempo. |