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-Venía yo

á saber si su merced tiene siempre cariño á mi hija Pepita.

-Ya sabes que la adora, mujer, y que sus desdenes no han hecho más que encender mi amor.

-Pues entonces su merced me dirá... -Ya te he dicho: proporcióname una entrevista, y estos doscientos pesos son tuyos.

El viejo sacó una bolsita con oro, y la sonó á los oídos de Gregoria.

Gregoria dejó ver en sus ojos colorados una expresión de una avaricia infernal, y luego dijo:

-Se conoce que su merced no tiene maldito el cariño á mi hija.

-¿Por qué?

-Porque ese dinero es poco.
-Bien; doblaré la parada.
-Es poco.
Doblaré la parada.

-¡Ochocientos pesos! contestó la vieja después de un momento de reflexión. -Ochocientos, vieja de Lucifer, contestó el viejo animado de un gozo siniestro. -Está concluído el trato, repuso Gregoría, inclinándose á la oreja del viejo. Mañana á las doce de la noche, hora en que el capitán Castillo estará recogido, aguardo á usted.

-¡Y ese maldito capitán Castillo !

-Ha protegido á mi hija en su enfermedad, y aunque casi no la ve, tal vez....

-Convenido; á las doce.
-Dos palmadas muy suaves.
-Corriente.

-Ahora necesito algún dinero.

-Toma, miserable, toma, dijo el viejo arrojándole en el seno una bolsita de seda con oro. Si me engañas, te hago emparedar.

La vieja salió; y el sátiro, riéndose á sus solas y restregándose las manos de júbilo, se dejó caer en una enorme butaca de cue

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IV

LA PROVIDENCIA.

El simple relato de la conducta de la madre de Pepita, habrá hecho á los lectores llenarse de cólera. Este es un género de moral, expresado, por decirlo así, de un modo nuevo y que se le debe al romanticismo. Basta presentar sencillamente una escena de esta clase para llenarse de indignación contra esas almas pervertidas, que chocando contra la moral universal, contra las máximas de la religión cristiana y hasta contra las costumbres establecidas en la sociedad, labran la desgracia eterna de las criaturas que tienen á su cuidado. Gregoria, entregada á un vicio detestable, trató de matar la existencia física

Literatura Mexicana.-Tomo II.-23

de su hija, y no habiendo podido hacerlo, trataba de matar su existencia moral. Como queda dicho, por una desgracia estos acontecimientos horrorosos son frecuentes en el mundo, y mis lectores no encontrarán nada de inverosimil. Gregoria era necia, idiota, no tenía en el fondo de su alma más que un resto de superstición, y un instinto para hacer el mal. Así, cuando salió de la casa del viejo sátiro, ni un solo remordimiento ni un solo pensamiento triste le vino á la mente. Pensó simplemente que encendiendo unas velas á la Virgen, y mandando decir unas misas al cura, purificaba de su crimen; y por otra parte, pobre como era su hija, nadie se había de casar con ella, y no se había de quedar para "vestir santos;" palabra sacrilega y profundamente horrible en boca. madre.

Eran las doce de la noche; reinaba en el pueblo un profundo silencio, y como las calles estaban sin alumbrado, la obscuridad era completa. Un hombre embozado se deslizó entre las sombras, tocó suavemente una puerta. A la tercer palmada se vió brillar por la abertura una luz; el hombre entró, y la puerta se volvió á cerrar tras él. Todo quedó de nuevo en silencio.....

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La perdición de Pepita estaba decretada, y se hallaba entre dos verdugos, que no le tendrían compasión.

El capitán, contra su costumbre, había permanecido en el cuartel entretenido con sus eternas disputas con su teniente Dávalos, y poco después de las doce de la noche se retiraba á su casa, soñoliento, cansado de tanta charla del valentón. Acaso un presentimiento le hizo pasar por la puerta de la casa de Pepita; oyó gemidos, sollozos ahogados, blasfemias y juramentos proferidos con una rabia concentrada por una voz masculina. Empuja.... la puerta cede... Pepita en cuanto lo reconece arroja á sus pies, y abraza sus rodillas.

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-La Providencia, exclama llorando, envió á usted la otra vez para salvarme la vida; la Providencia también manda á usted ahora para salvarme el honor. ¡ Capitán, capitán, han querido hacer una infamia conmigo!

El capitán comprendió al momento todo, y dijo á Pepita:

-¿Te fías en mi honor y en mi probidad?

-Sí, haced lo que queráis.

-Pues bien; levántate y ven conmigo, abandona esta casa donde se te ha querido cubrir de vergiienza y de infamia; y vos, miserable viejo, salid al momento de aquí: en cuanto á usted, señora, continuó dirigiéndose á la madre, olvide que ha tenido una hija.

El viejo había permanecido petrificado con la súbita aparición del capitán; más recobrándose un poco le asaltó un rapto de cólera, y sacando un puñal, de un salto se puso al alcance del capitán. Este, protegiendo con un brazo á Pepita, con el otro asió la muñeca del viejo y la apretó fuertemente, de manera que le hizo soltar el arma, y hacer horribles gestos á causa del dolor.

-¡ Infame seductor! le dijo, tened cuenta con que esta criatura es ya mi hija; si volvéis á maquinar contra su inocencia, no dejaré ni escombros de vuestras casa ni de vuestra hacienda. Salid.

El capitán condujo al viejo hasta el umbral de la puerta, y allí lo empujó violentamente, de suerte que fué á caer en medio de la calle: luego tomó del brazo á Pepita, y se dirigió á su casa con ella, dejando á la madre encerrada con llave.

V

LA CENA.

El capitán Luis Castillo, á pesar de lo que va expresado, no era hombre de la mejor moral en punto á mujeres. Joven, soldado y con algún dinero, siempre estaba metido en aventuras y escenas amorosas; pero la influencia que Pepita ejercía sobre él, era increíble.

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