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ja Gregoria que martirizaba á su hija. ¡Ojos de bruja! Con razón nunca la he podido ver!....

Los quejidos continuaban, en tanto que José, el asistente, charlaba, y el capitán no pudo evitar el ir á la casa, movido ya por la compasión, ya por la curiosidad. Apenas hizo un leve esfuerzo, cuando la puerta, que sólo estaba detenida con una escoba, cedió, y el capitán se encontró en un cuarto ámplio, con las paredes de adobe cenicientas y llenas de telarañas é insectos; el suelo sin enladrillado, y los únicos muebles que había era una gran caja pintada de encarnado, algunas sillas pequeñas amarradas con mecate, un tinajero con algunos platos y una tinaja de agua, de barro ordinario: una vela de sebo pegada á la pared alumbraba débilmente esta estancia y le daba un aspecto más lúgubre, de suerte que el capitán se asustó al contemplar tal habitación. Una ojeada le hizo descubrir una mujer acostada en un rincón del cuarto que roncaba como un lechón, y otra en el otro extremo que se quejaba dulcemente.

El capitán tomó la vela y alumbró á una de las mujeres: era de rostro grueso amoratado, de sus labios aún destilaba el licor, y su sueño inquieto y sus ronquidos procedían de los espiritus que habían trastornado su cerebro. El capitán apartó la vista disgustado.

La otra mujer era una niña de dieciseis

años á lo más. Estaba acostada en un petate, tenía un banco y unos harapos de cabecera, y la cubría una tosca frazada. Su rostro era bello, aunque encendido por la calentura; sus pequeños labios amoratados, y al derredor de sus ojos, sobre los cuales estaba tendido su párpado, sombreado de negras y rizadas pestañas, había una línea cárdena. Se quejaba dulcemente y sus manos encrespadas y cadavéricas, como en actitud de rogar al cielo, se habían quedado enclavijadas sobre su pecho de alabastro: un pequeño pie, aunque algo descarnado y amarillento, sobresalía de las ropas y reposaba sobre la tierra fría del pavimento. La niña hacía ocho días que en aquella situación sufría una fiebre nerviosa.

-Esta debe ser la hija, y aquella infame la madre, dijo el capitán limpiándose una lágrima que le arrancó la contemplación de la pobre criatura. Véamos; ó no hay justicia en el cielo, ó esta vieja la debe pasar muy mal en la otra vida.

El capitán salió, y á poco regresó acompañado de José, que traía un catre, ropas limpias de cama, y almohadones. Con mucho cuidado levantaron á la enferma, là colocaron en la cama, le aplicaron unos sinapismos en los piés, la abrigaron mucho, conduciendo á la vieja á otro cuarto que había en la casa. Retiróse el capitán ya más tranquilo y resuelto á prestar á la moribunda en cuanto amaneciese el siguiente día, todos los auxilios necesarios.

De hecho; en cuanto amaneció, el capitán envió á buscar un médico, y una mujer que se encargase de asistir cuidadosamente á Pepita. Luego que vinieron, el capitán se dirigió á la casa, y tuvo el gusto de encontrar á la enferma un poco mejor. La vieja, á quien se le habían disipado los humos del licor, se hincó ante el capitán, lloró, pidió perdón á Dios, y prometió asistir á su hija con todo esmero. En efecto, vigilada por el capitán, cumplió su palabra, y el médico, por su parte, se portó bien, pues al cabo de diez días la enfermedad hizo crisis, y Pepita se vió fuera de peligro, aunque si extremedamente débil y extenuada.

Cuando la muchacha volvió al uso de sus sentidos, su sorpresa fué grande. Recordaba, aunque vagamente, que su único lecho había sido una miserable estera, y despertaba, por decirlo así, en una magnífica cama, y se veía rodeada de cuidados y atenciones. La cuidadora le hizo entender que todo lo debía al capitán Castillo: así es que la primera vez que éste fué á informarse de su salud, Pepita quiso manifestarle su reconocimiento; pero no pudo, porque la voz se le anudó en la garganta, y el llanto nubló sus grandes y negros ojos.

-No hay que hablar de esto, Pepita, le contestó el capitán conmovido. Lo que he hecho con usted lo haría con todo el mundo. ¡ Voto á Dios! ¿ había yo de acostarme

tranquilo en mi mullido colchón, mientras una linda muchacha se moría en el duro suelo? Guarde usted lo que le he dado, pues su salud está delicada y necesita cuidarse. ¡ Eh! y no hablar más de eso, ni llorar, porque le hará á usted mal.

El capitán no omitió ningún gasto, ningún género de cuidado para asegurar el completo restablecimiento de la niña, y empleó para esto tantas atenciones y cuidados, que Pepita no tenía palabras con que darle gracias, y sólo cuando lo veía se le encendian sus mejillas de rubor.

III

OTRA INFAMIA,

Dos meses después de la fiebre, Pepita era un serafín, la enfermedad bastante cruel y peligrosa sirvió para que después se desarrollaran sus proporciones físicas. Creció y se puso erguida, ligera, esbelta y flexible como una palma; sus mejillas İlenas de salud y de vida, eran redondas, y de ese blanco trasparente y delicado que se asemeja á las hojillas que están en el corazón de las rosas; sus ojos tomaron un brillo y expresión indefinibles, y sus pies y manos pequeñitas se tornearon perfectamente y llenaron de primorosos hoyitos, que también se le formaban en los carrillos,

cuando abría para sonreirse sus labios aterciopelados y dejaba ver dos hileras de dientecitos blancos, incrustados en sus frescas encías de nacar. Pepita, Pepita, repito, era más bella que los primeros lampos de luz de la mañana, que los jardines de flores, que el crepúsculo de la tarde que... solamente un angel del cielo podía ser comparado á esa pura é inocente criatura.

De paso sea dicho, que el capitán teníamucha parte en esta alegría y belleza de Pepita, pues no limitándose á cuidarla cuando se hallaba enferma, le había continuado enviando ropa y dinero, y eso con tal delicadeza, que en los dos meses apenas la había saludado dos ocasiones desde la puerta de su casa.

Una tarde de esas brillantes y diáfanas; estaban sentadas en la puerta Pepita y enfrente la vieja Gregoria: calculó á todas sus anchas lo hermosa que era su hija, y concibió un proyecto infernal, que no deja de ser frecuente en la clase baja de la sociedad, que no tiene ideas ningunas de moral. Gregoria resolvió vender á su hija.

Al día siguiente, muy de mañana, se dirigió Gregoria á casa de un rico hacendado, viejo de esos inmorales y disolutos que compran sus placeres con el oro.

-Buenos días, Gregoria; ¿qué vientos te traen por acá? ¿Estás ya más humana? le dijo el rico sátiro, soltando una carcajada que dejó ver su boca con sólo dos dientes negruscos y temblorosos.

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