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Dos meses después del suceso que acabamos de referir, D. Juan, para asuntos de su comercio, vino á México y dejó á Leonor en la hacienda, prometiéndole regresar pronto. Un día se encontró con sorpresa en-brazos de D. Diego.

-D. Juan, le dijo, ¿es posible que ya no os acordéis de mí, y me guardéis rencor?.. -D! Diego!

-El mismo soy en cuerpo y alma. He venido de ministro de la audiencia. Sabía que estábais aquí, ya casado con Leonor, rico, considerado feliz, y me alegro de encontrar un amigo.

¡Cómo, D. Diego! interrumpió Don Juan; ¿me dáis sinceramente el nombre de amigo?

-Toma, y por qué no, contestó D. Diego sonriendo. Fuisteis más diestro que yo, y me disteis una ligera estocada. La muchacha os quiso más que á mí, y se fugó con vos después de naufragios y aventuras os habéis casado. En cuanto á mí, sané, me casé, se murió mi mujer, y yo, fastidiado en España, solicité venir á México, y ya me tenéis aquí. Ningún rencor os conservo, lo juro, todo lo he olvidado: y no quiero más que vuestra amistad.

-D. Diego, exclamó D. Juan enagenado

por la franqueza de su rival, sois muy generoso, y de veras os doy mis brazos.

-Bien joven, bien; sois muy caballero. -Y vos de un excelente corazón. -Dejad á un lado los cumplimientos, y decidme dónde estáis establecido.

-A menos de veinte leguas de aquí. Es una bonita hacienda de campo, y os la ofrezco á vuestra disposición.

-Gracias, D. Juan...

-Sin ceremonia; cuento con que vendréis á pasar unos días con nosotros, cuando vuestras ocupaciones lo permitan.

-Con efecto, lo desearía; pero me será imposible. Con todo, tengo que excusarme ante la bella Leonor, y pedirle que me perdone, como á vos os lo he suplicado. Fui necio é injusto...

-D. Diego, callad, y no tratéis de avergonzarme.

-Bien, no hablaremos más de eso.... -Con esa condición os admito en mi hacienda, D. Diego.

-Y decidme, ¿tendréis por allí abundante caza?

-¡Oh! muchísima, y un sitio delicioso en el Monte virgen, veréis..... venid lo más pronto.

-Bien, os prometo estar dentro de quince días con vosotros. La caza es mi pasión favorita. Haremos algunas expediciones. -Todo lo que queráis haré por compla

ceros.

Los dos antiguos rivales se separaron

más amigos que nunca, y dándose mutuas seguridades. D. Juan partió al día siguiente para su hacienda á contar á su mujer lo ocurrido, y hacer algunos preparativos para la recepción de D. Diego.

VIII

LA VENGANZA.

D. Juan llegó lleno de gozo y de buena fe, á anunciar á Leonor la reconciliación con su antiguo rival; Leonor se llenó de tristeza y de negros presentimientos; pero D. Juan la tranquilizó, y no pensaron sino en recibir dignamente al huésped.

El día fijado llegó en efecto, y fueron tan lisonjeras y al parecer tan llenas de sinceridad sus palabras, que Leonor se tranquilizó, hasta el grado de avergonzarse de sus sospechas y temores.

Fijóse el día para la cacería del Monte virgen, y muy de madrugada se pusieron en camino los tres personajes de nuestra historia, seguidos de multitud de sirvientes. La comida se verificó en la casita del bosque de rosas, y en seguida D. Diego propuso á D. Juan el que fueran á perseguir á los venados.

D. Juan aceptó; y apenas se hubieron separado, cuando un venado salió de unos matorrales y se encumbró por las lomas.

El venado contenía su carrera á cada momento, y los cazadores, con la esperanza de poseer un buen tiro, lo seguían.

Los que conocen y tienen afición por la caza, no creerán inverosímil que nuestros cazadores gastarán en esta ocupación muchas horas, seducidos por la esperanza y el deseo de apoderarse del animal.

Eran las seis de la tarde cuando llegaron á lo más alto de la serranía. De un lado había enormes peñascos, y por el otro se formaba una profunda barranca, en cuyo fondo corría el arroyo que ya conocen nuestros lectores, pues ya hemos hablado de él. No había más espacio en este estrecho, que el indispensable para que pasara un hombre.

-Es imposible que aquí se escape el venado, dijo D. Diego, á no ser que se arroje al precipicio.

-Seguramente, dijo D. Juan. Nos pondremos detrás de esta peña y estaremos alerta. El venado, en efecto, pasó velozmente cerca de nuestros cazadores; pero encontrando el precipicio, dió un enorme salto, y lo salvó con felicidad, pues el barranco era, si bien profundo, muy poco ancho.

Los dos cazadores dispararon sus escopetas, pero sin causar daño al venado.

-Astuto animal, dijo D. Diego; se nos ha escapado. Véamos el precipicio por

donde saltó.

Los dos cazadores se acercaron.

-Es muy profundo, y da pavor el verlo, contestó D. Juan, desviando la vista.

-¿Y qué diriais, D. Juan, interumpió D. Diego, si acordándome ahora que me habéis arrebatado á la mujer que amaba, me habéis dejado agonizando en una calle, quisiera vengarme y os arrojara en este abismo?

D. Juan, sorprendido, miró fijamente á D. Diego.

-Es una chanza, D. Juan; pero sería muy gracioso que Leonor os viniera á contemplar despedazado en el fondo de este precipicio.

—D. Diego, no os burléis....

-Es una chanza, D. Juan; no os asustéis.

D. Juan, fascinado, se quedó mirando el sol que se ocultaba detrás de los montes, los pájaros que cantaban, la brisa que enviaba sus ráfagas perfumadas, los árboles que, felices, balanceaban sus copas verdes y pomposas. Luego bajó la vista á la profundidad, v un vértigo se apoderó de su cabeza. El naufragio, la felicidad que había gozado con Leonor, todo junto, indefinido, confuso, se agolpó en su mente. D. Diego, con su mirada, lo había fascinado como la serpiente á la paloma.

D. Diego entonces sonrió sardónicamente, y con su escopeta impulsó ligeramente á D. Juan por la espalda.

D. Juan vaciló un momento, quiso asir

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