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al menos vivir en la tierra que escogimos desde un principio para pasar algunos días felices. Hace dos días que llegué á México, y me informé al instante de tí en la posada, y me dijeron cuanto yo necesitaba saber, añadiendo que tus paseos, eran constantes por este rumbo todas las tardes. Estoy ya en tus brazos, D. Juan, y ahora no temería la muerte si me sorprendiera.

-¡Leonor! ¡Leonor mía! ¡ ángel adorable! dijo D. Juan abrazándola.

Las caricias mútuas se repitieron, y el amigo D. Antonio fué testigo de una de las escenas que causan más envidia.

VI.

EL AMOR Y EL CAMPO.

Nunca se desarrollan tanto los sentimientos de amor, como cuando se vive en la soledad del campo. Parece que el sol radiante, que se levanta diariamente entre celages de púrpura y de oro, rejuvenece nuestro corazón; que el dulce gorgeo de los pájaros, es una sentida melodía, cuyas vibraciones van al fondo del alma. En una palabra, el murmullo de las aguas, el ruido de los árboles, el soplo aromático de la brisa, el quejido de las palomas, esos paisajes siempre espléndidos, pero llenos de suavi

dad y de dulzura; todo, en fin, tiene una influencia tan decidida en nuestra felicidad, que es imposible dejar de preferir la soledad y grato silencio de los campos, al bullicio y corrupción de las ciudades.

D. Juan y Leonor se casaron, y casi inmediatamente se retiraron á una finca, situada en medio de un país fértil y hermoso, por el rumbo donde hoy se halla situado Toluca. D. Juan y Leonor fueron felices, y esto era muy natural, después de tantos sufrimientos y aventuras, y cuando se habían creído separados para siempre.

L

D. Juan estaba ocupado la mayor parte del día, en las labores del campo y en mejorar su hacienda. Leonor estaba encargada del gobierno doméstico de la casa: así es que cuando se reunían para comer ó descansar después de haber tenido muchas horas de actividad y de trabajo, encontraban siempre asuntos agradables de conversación, ó motivos para hablar de su amor y de su felicidad. Los dos jóvenes, bellos, de idénticas inclinaciones, jamás tuvieron ni el más leve motivo de querella.

Una noche que cenaban juntos, D. Juan desvió la conversación que se había entablado sobre el modo de establecer las colmenas, y dijo á Leonor:

Después de mucho tiempo, mè acuerdo ahora de....

-¿De qué te acuerdas? dime.
-De D. Diego.

¿De D. Diego? preguntó Leonor, dan-` do á su fisonomía un aire de tristeza. -Si, de D. Diego, ¿no has oído hablar de él, después de la noche?....

-Ni una sola palabra; ¿pero para qué recuerdas ahora esos tiempos tan tristes y tan fatales para nosotros?

-Tranquilizate, Leonor mía, no volveré á hablarte de eso; ¿ mas qué tienes? Te has puesto triste?

-En verdad, D. Juan, no lo puedo disimular. Al oír el nombre de D. Diego, un calofrío ha recorrido mi cuerpo, y mi corazón ha dado un vuelco.

-Son terrores vanos, Leonor, contestó D. Juan, enlazando con su brazo la delgada cintura de Leonor.

-Acuérdate de mis presentimientos 2 cuando íbamos á bordo del buque, en aqueacontecimiento natural; pero respecto á D. -Bien, una tormenta en el mar, es un lla noche tan serena, tan tranquila... Diego.... ¡ Bah! quizás habrá muerto, nos habrá olvidado.

La conversación terminó, y en muchos meses los esposos siguieron disfrutando de felicidad.

Un domingo, D. Juan propuso á Leonor un largo paseo á caballo. Leonor consintió, y muy temprano se hallaban en camino, seguidos de algunos criados. Después de seis ó siete leguas de camino, entraron en un monte muy espeso é intrincado.

Literatura Mexicana.-Tomo 11-20

Nunca se había presentado á los ojos de Leonor un lugar donde la naturaleza ostentase más gallardía, más vigor y más pompa. Eran sabinos antiguos y altísimos, con sus cabezas llenas de heno; eran fresnos, sauces y ahuehuetes, entrelazando sus ramas, y formando un espeso toldo de follaje. Al pie de estos árboles crecían plantas, flores y arbustos delicados, y para conservar la fertilidad, la frescura y la poesía de este monte virgen, raudales de agua clarísima corrían y se escapaban por todas direcciones, serpeando, jugueteando, escondiéndose por entre las raíces de los árboles, ó bien saltando atrevidos por las grietas de las rocas, y formando pequeñas cascadas de blanca espuma. Una brisa deliciosa movía dulcemente el ramaje de los árboles; y multitud de primorosas y exquisitas aves poblaban aquella soledad y formaban con sus gorgeos un concierto delicioso. Se hubiera dicho que aquel monte, tan desordenado, tan exuberante, y al mismo tiempo tan bello, había sido la memoria de nuestros prime- ~ ros padres.

-D. Juan, dijo Leonor á su esposo, apretándole dulcemente el brazo, qué hermoso y qué magnífico es este monte virgen. Créeme; experimento hoy una felicidad desconocida, unas sensaciones indefinibles.

Don Juan, enagenado con la perspectiva, sólo contestó dando á Leonor un beso en la mejilla.

Los criados y amos pasaron un río cristalino, y del otro extremo, en el centro de un bosque de rosas y campánulas, dispusieron las provisiones que habían llevado. Al caer el sol, todos los viajeros regresaron á la hacienda.

-Sabes, esposo mío, dijo Leonor á D Juan, que desearía vivir ocho días en estet monte virgen. Me parece que en estos si tios tan pintorescos, nuestro amor se había de avivar y nuestros placeres habían de ser infinitos.

D. Juan no respondió una palabra; pero al día siguiente mandó construir en el bosquecillo de rosas del monte virgen una modesta casita, y algunos días después, segui do de algunos criados, se fué á instalar en p ella en compañía de Leonor.

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Dejo á la consideración de los lectores las delicias que disfrutarían los dos esposos, amándose ardientemente y viviendo el uno para el otro. Los reyes más poderosos nome han sido nunca tan felices como lo fueron D. Juan y Leonor, durante los quince días que vivieron en el monte virgen. Las muje res tienen una delicadeza exquisita para sdo disfrutar del amor.

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