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que le había dado una bala en los dedos, que no parecía cosa de cuidado. Ricardo quiso subir á la azotea á instar personalmente al capitán á que bajase; pero como caía materialmente un aguacero de balas, Clarencia se lo impidió.

El tercer día el fuego fué horrible. No hubo tiempo ni de bajar los heridos, ni de arrojar los muertos á la calle. A las cinco de la tarde un sargento bajó á decir que el capitán estaba gravemente herido.

-Dios mío! ¡ Pobre capitán! exclamó Clarencia. Haga vd. que lo bajen irmediatamente, sargento; quizá podremos salvarlo.

-Si, sargento, interumpió el coronel, ¡ pronto, pronto! Que lo bajen á miestra recámara, á nuestro lecho.

El sargento regresó á poco acompañado de. dos soldados que traían en los brazos al capitán envuelto en su capa. Colocáronle en el mismo lecho de Clarencia.

-Vaya, hija mía, dijo el marido, es menester ver dónde tiene la herida.

Clarencia se acercó temblando, descubrió al capitán, y al verlo arrojó un lastimero grito y cayó de espaldas.

El capitán era Antonio.

A poco rato Clarencia se levantó con los ojos fijos y desencajados, desordenó y arrancó sus rubias trenzas de pelo, corrió de un lado á otro de la habitación, y por fin se acercó al lecho y depositó un beso

en los labios moribundos del capitán, el cual pudo mirarla por la postrera vez con unos ojos ya empañados con el soplo de la muerte, y exhalar el último suspiro, como si el beso de la que amó desde niña hubiera sido el beso de un ángel que sorbió su alma.

Clarencia, así que lo vió muerto, golpeó contra el lecho y las paredes su hermosa frente, comenzó á articular palabras sin coherencia alguna. ¡Cuánto hubieran las lágrimas aliviado el intenso dolor de Clarencia. Pero no podía llorar. ¡Estaba loca!

Ricardo se hubiera también vuelto loco, pues estaba inmóvil, silencioso y frío como una estatua de mármol; pero su hijita, á quien tenía una criada, le gritó con su voz ingénua é infantil: ¡ Papá! ¡ Papá! Esta voz fué la de un serafín. Ricardo abrazó á su niña, y la cubrió de besos y de lágrimas, exclamando:

¡Ya no tienes madre, hija mía! ¡Está loca!¡ Loca!

Dos meses duraron los sufrimientos de Clarencia. Una mañana se limpió los ojos, arregló su peinado, y recorrió con la vista la alcoba como quien despierta de un letargo causado por una horrible pesadilla. A poco rato tocó una campanilla y ordenó á una criada le trajeran á su hija, y llamaran á su marido. Hiciéronlo así; y apenas divisó á la niña con su rosada faz

y sus cabellos rubios, cuando la arrancó de los brazos de la criada, la estrechó contra su corazón y la cubrió de besos.

-Carmelita, hija mía, ¿no conoces á tu mamá? La niña, asustada, pugnaba por desasirse de los brazos de Clarencia.

- Hija, exclamaba ésta, un solo beso! ¡El último beso quiere tu madre!

La niña aproximó sus pequeñitos labios á los de Clarencia. Aquel beso fué solemne; la madre que se hundía en la tumba, y la hija que salía á la vida, se despedían para siempre.

El esposo, fijo é inmóvil en el marco de la puerta, contemplaba esta escena: en cuanto Clarencia lo percibió, le dijo:

Ricardo, en nombre de la inocente que tengo en mis brazos, ¿me perdonas? -¿Perdón, hija mía? contestó el esposo: bendiciones, bendiciones á tu pureza; lágrimas á Dios por tu salud.

-Gracias, gracias, Ricardo. Clarencia cayó desfallecida en el lecho: á poco rato la chiquilla se acercó gritándole :

-¡ Mamá, mamá! Ricardo también exclamaba :

-¡ Clarencia, Clarencia, bien mio! ¡Clarencia no existía ya!

Mayo de 1843

EL MONTE VIRGEN.

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