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-Y después, señora, cuando pasaron rápidos como un meteoro los días de la niñez; cuando se rasgó el velo que nos encubría las miserias é inconsecuencias del mundo; cuando á la luz de la realidad se desvaneció el prisma dorado de las ilusiones de amor, entonces....

-¿Pero la historia? interrumpió Clarencia algo conmovida.

-Entonces, señora, cada hombre tiene que contar una historia lastimosa que pocos comprenden, historra lúgubre, toda compuesta de martirios, de lágrimas, de sangre que destila el corazón, y que sólo una mujer es capaz de adivinar. Parece que me he explicado, Clarencia? Al decir esto se quitó la careta.

- Antonio!! ¡¡ Antonio!!

-

E

-Ya ves, Clarencia, que mi palidez, continuó Antonio con la voz agitada, no deja mentir á mi boca; ya ves que estas mejillas hundidas y que esta frente amarilla indican una cadena de sufrimientos morales.

-¡Antonio, huye de aquí por piedad! ¿De qué te servirá arrancarme la felicidad y la paz del corazón? Déjame, déjame ir, sácame por Dios de esta reunión loca, donde la música y la alegría me martirizan.

-Clarencia, es imposible; la noche está tempestuosa, y por otra parte deseo tener una explicación corta contigo. Después, Clarencia, te conduciré donde quieras, me

separaré de ti.... para siempre.... te dejaré en el seno de la dicha.

En efecto, la lluvia azotaba con fuerza las vidrieras, y sólo se veía en la calle al pobre sereno sentado en una puerta delante de su farol, arrebujado en su capote y parecido á un ídolo antiguo.

Clarencia, sin embargo, se levantó de la silla; pero Antonio la tomó una mano, y la obligó á que volviese á sentarse.

-¿Y te ibas, te apartabas sin preguntarme qué ha sido de mi existencia en los años que he estado separado de tí? ¡Oh! ¡esto es atroz! ¿Ningún interés te causa mi suerte?

Antonio, toda explicación es excusada ya entre nosotros. Si quieres envenenar mi vida; si intentas convertirme en una de tantas mujeres perjuras; si deseas despertar en mi corazón un recuerdo que debe serme: amargo como la hiel, entonces habla, habla, Antonio.

¡Oh Clarencia! discurres tú como discurre quien no ama, como discurre quien es dichosa; pero yo, Clarencia, cuya vida está envenenada con un recuerdo: yo que he visto de un golpe desaparecer violentamente todas mis esperanzas: yo que tengo un vacío horrible, eterno, en mi corazón; yo, Glarencia, que te adoraba como á un ángel del cielo, puedo hablar como tú? Antonio lloró.

La sociedad, el honor, Dios mismo ha

cavado un abismo profundo que nos separa á tí y á mí, Antonio. Era menester despreciar la sociedad, abandonar el honor, renegar de Dios, y entonces unirnos para experimentar, no placeres, sino sinsabores, oprobio, vergiienza.... ¡Antonio, soy casada! ¡Esto no tiene remedio! Clarencia sintió que debajo de la careta de burla y de farsa corrían dos gruesas lágrimas que habían brotado de lo más íntimo de su corazón.

-Clarencia, no deseo perturbar tu tranquilidad; no deseo degradarte al rango de mi querida.... nada, nada que te ofenda, Clarencia; pero al menos quiero tranquilizar mi corazón; quiero me digas que me amas como una niña.... como una hermana.... Ya ves, Clarencia, cinco años de fatigas, cinco años de una constancia sostenida por tu amor; cinco años de pensar día y noche en tí, merecen que pronuncies una palabra que haga de mi vida un largo día, triste y sin sol; pero no una noche lóbrega y desesperada.

-Antonio, espero que no abusarás de mí: te voy á hablar como hablaría á Dios. Con ninguno hubiera sido más feliz que contigo: mi juventud se hubiera deslizado sin sentirlo por un camino de rosas, y en mi vejez partiría mi tiempo en acariciar á nuestros hijos y en recordar los tiempos de los primeros amores; pero Dios lo ha dispuesto de otra manera. Me casé creyendo

que me habías olvidado, y tenía razón: tres años de silencio me persuadieron que aquellos amores habían sido un juego; procuré ahogar, pues, unas memorias inútiles y vagas; separé totalmente mi niñez de mi juventud, y pensé una que otra vez en tí; pero lo mismo que se piensa en esos cuentos fantásticos con que nos arrullan las nodrizas; hoy, Antonio, un pensamiento que pase de esta clase, es un crimen. Hoy, te lo repito, tengo deberes y obligaciones que cumplir, y nadie en el mundo me separará de ellos. Las pasiones son terribles, impetuosas; pero es menester sobreponerse a ellas y dominarlas. Te he dicho cuanto podía, Antonio: bastante me ha perjudicado esta entrevista casual: en lo de adelante, Antonio, si me amas, es necesario que me prometas dos cosas: la primera no procurar verme más, pues esto te perjudicaría; la segunda, respetar á mi esposo, pues un lance ruidoso me quitaría inútilmente el honor:

-¡Es verdad, Clarencia, es verdad! No ha quedado para nosotros en el mundo ni una gota de consuelo; nuestros pobres corazones que se unieron en la niñez, ha sido forzoso dividirlos en la juventud; pero lo que te pido, Clarencia, es un cariño de hermano; dime que no me olvidarás, que mi nombre será grato á tus oídos, que te complacerás cuando veas ensalzadas mis proezas en los diarios, y que si muero honrosa

mente en los campos de batalla, derramarás una lágrima y elevarás á Dios un ruego. -¡Antonio! interrumpió Clarencia con-movida es menester separarnos; esta conversación no debe prolongarse más.

-Sea como lo mandas, Clarencia.¡Adiós! ¡Adiós !—Antonio tomó una mano de Clarencia, y la iba á acercar á sus labios, cuando un dominó negro que salió del cortinaje, como si Lucifer lo evocara, arrebató del brazo á Clarencia. Antonio, forprendido, permaneció un corto tiempo. inmóvil; después se levantó del asiento, recòrrió la sala, pero en vano, pues los dos máscaras habían desaparecido.

IV

GUERRA CIVIL

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El dominó negro se abrió paso por entre la multitud de gente que ocupaba la sala, y oprimiendo convulsivamente el brazo de Clarencia, la condujo hasta su casa, sin decirle una sola palabra. Ella, por su parte, se dejó guiar maquinalmente por el máscara, ó más claro, por su esposo, que previsor ó suspicaz había seguido á su mujer al baile, sin que ella pudiese ni aun sospecharlo; pero luego que se halló sola en su alcoba, se arrojó al lecho y virtió un torrente de lágrimas; después se puso en pié, y

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