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UANDO la nacion española, palpitante de infinito y épico entusiasmo, logró apoderarse del último baluarte de los sarracenos, la oriental Granada, despues de una titánica lucha de ocho siglos, y cuando, apénas llevada á feliz cima aquella Iliada sin ejemplo, pudo contemplarse á sí propia en todo el soberano explendor de su grandeza, por el portentoso descubrimiento de un Mundo hasta entónces ignorado, era muy natural que en aquellos inolvidables dias de valor heróico, de maravillosas hazañas, y de inmarcesible gloria, el genio de la pa

tria concibiese el grandioso ideal de su dominio acatado y de su indisputada supremacía sobre el orbe de la tierra.

Despues de la época gloriosa de los Reyes Católicos, durante cuyo reinado tantas maravillas ejecutaron los españoles, la fuerza colosal, expansiva y civilizadora de nuestra patria, debió racionalmente gravitar y dilatarse sobre las inmediatas costas de África, no sólo para devolver al Islamismo la dura afrenta recibida en Guadalete, sino tambien para iniciar á aquellas indómitas razas en nuestra religion y cultu ra; trasportando así más allá del mar hercúleo su poder y dominio, á imitacion de los Godos, que fundaron allí otra nueva España, cuya capital era Tingis, hoy Tánger, por lo cual recibió el nombre de España Tingitana.

Y es seguro que, sin perjuicio de ejercer en América la misma civiliza dora mision, así habria sucedido, á no ocurrir la prematura muerte del único hijo varon de los Reyes Católicos, el príncipe D. Juan, que al heredar la Corona hubiera continuado la política

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de sus padres, acosando sin cesar á la morisma, y, á lo sumo, terciando alguna vez en las contiendas de Italia, á consecuencia de nuestra dominacion en Nápoles.

Terminada la Reconquista, el natural impulso de los españoles, despues de tantos siglos, durante los cuales se habia manifestado en la misma direccion, no podia ménos de arrastrarlos en idénticas vías, persiguiendo á sus tradicionales enemigos, allende el Estrecho, y continuando el movimiento victorioso de la civilizacion y de las armas cristianas; porque es ley del mundo, que á la superior cultura moral é intelectual de las naciones, acompañe siempre el consiguiente y proporcionado poderío.

Bajo este concepto, las vertientes naturales de la civilizacion europea sobre las costas africanas, están determinadas hasta geográficamente por la posicion de las grandes naciones latinas, con respecto á la parte septentrional de aquel vasto continente, pues que la Es paña gravita como la montaña sobre el

valle hacia la region de Tánger, la Francia sobre Argel, y la Italia sobre Túnez y Trípoli, como si Roma y Cartago, por misterioso decreto de los hados, estuviesen predestinadas á mirarse frente á frente, no sólo bajo el punto de vista geográfico sino tambien bajo el aspecto moral y civilizador, en perpetuo antagonismo.

Algunas de estas naciones, en la época moderna, parecen haber comprendido ya con plena y clara conciencia la mision providencial que les ha sido confiada por el genio sábiamente previsor de la historia.

En cuanto á España, debemos decir que desde muy luégo presintió sus destinos, aportando á sus conquistas y colonias todo el caudal de sus ideas, religion y cultura, con gran desinteres, y ostentándose más desdeñosa ó ménos apta que otras naciones para la explotacion lucrativa de sus establecimientos, por cuyo motivo, no sin razon mereció siempre el glorioso dictado de Caballeresca, supuesto que en todas sus relaciones exteriores y coloniales se ha preocupado

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