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que todo lo demas se perdiera. ¿Qué le parece al Sr. Navarrete? Hay tan lindas cosas en África.

Navarrete. ¿Como ésta? ni áun en Europa, aunque en África hay muchas cosas destas y de consideracion, porque los reyes de allá gustan mucho de algunas destas lindezas, como lo más del tiempo están en sus casas.

Mendoza. Parece que era ayer cuando salistes del estudio.

Navarrete. No tan poco como eso, pues fué el año de cuarenta y dos. Mendoza. ¡Jesus! ¿aquel año fué? Navarrete. Cuando el rey de Francia vino á tomar á Perpiñan salí yo de Córdoba para ir allá, y como se retiró, quedamos por ahí todos perdidos, y entonces hacia gente el conde de Alcaudete, Don Martin, para ir á Tremecen, y fuíme con aquellos capitanes que se embarcaban en Cartagena.

Mendoza. ¿Qué en esta jornada os hallastes? Hartos trabajos pasaríades con un hombre como aquel, que nos decian acá que robaba y mataba á los soldados.

Navarrete. Ello es muy gran mentira, y yo sé deso mucho, y así lo puedo bien decir tan claro.

Mendoza. Holgaré en extremo que

nos digais eso más en particular, porque acá se tiene muy creido.

Navarrete. Pues yo os quiero desengañar á su tiempo, estad atento á todo, que, como testigo de vista, lo contaré sin faltar

cosa.

Salidos de Orán con los bastimentos á cuestas por la falta de bagajes, fuimos la vía de Tremecen, y peleamos muchas veces en el camino con los moros, venciéndolos siempre. En el año de cuarenta y tres, dia de Sancta Agueda, que es á los cinco de Febrero, estando el Conde junto á Tremecen, salió el Rey moro con todo el poder que pudo juntar de su Reino y de los comarcanos; y fué tanto, que dicen los que se habian hallado en Túnez cuando el Emperador fué allí, que no habia habido allí más moros; y es cierto, que se podian aquel dia contar las yerbas del campo, á nuestro parecer, ántes que á los moros, porque no habia cerro ni valle que no estuviese cubierto dellos, y tan apiñados, que era espanto; con tantas banderas y estandartes que era hermosísima cosa de ver.

Guzman. Y áun temor hubiera de haber.

Mendoza. No me espanto que lo hubiese, habiendo tanta gente contra tan poca.

Navarrete. Yo os diré que tan poca, que no llegaban á 8.000 hombres y á 200 caballos, y desarmados; y de los moros decian ellos mismos que habian más de 150.000.

Mendoza. ¿Pues el Conde qué hizo entónces, viendo su vida y honra puesta tan en aventura?

Navarrete. Lo que hizo fué ordenar la gente y andar por allí, con tanto ánimo, que parecia era él el que llevaba los muchos.

Mendoza. Grande era su valentía, pues eso no le turbaba.

Navarrete. Era tanta, que yo creo no ha nacido español que tanta haya tenido, ni es posible, pues que eso le era á él arremeter solo con 1.000 hombres que con uno solo; fué tan grande la valentía del Conde, que si no es viéndola, apénas se creyera; y de verlo nosotros andar así tan animoso, parecia que éramos cada uno él mismo. Segun nos ordenamos presto con grandísimo deseo de la batalla. El órden de la batalla fué éste: que el Conde puso á su hijo mayor, D. Alonso, en la delantera, y con él á sus primos, D. Martin de Córdoba y Diego Ponce de Leon, y á Don Juan Pacheco y á D. Juan de la Cueva, el Negro, y á otros caballeros principales,

como era Alonso Fernandez de Montemayor, hijo de Diego Ponce de Leon, y á Juan Ponce, su hermano, y á D. Juan de Villaroel, y á D. Alonso, que era Maestre campo; en conclusion, á todos los más principales que allí estaban: á D. Francisco de Córdoba, su hijo, encargó el escuadron de la retaguardia, y fué menester bien su estada allí. Estando ya todos en órden, se arremetió muy ordenadamente con los estandartes del Rey; Diego Ponce fué el primero que llegó á los moros, y hubiérale pesado de haber llegado tan presto, porque dió tanta gente sobre él, que por muchas partes fué acometido de todos aquellos caballeros que guardaban los estandartes, con infinitos golpes que le dieron, y su caballo pasado con lanzas, y él fué herido en la pierna por un tobillo; él derribó ántes desto uno muerto que tenia un estandarte de los del Rey, y tambien cayó el estandarte en el suelo, que era colorado, con flecos verdes y una manzana dorada encima; á D. Martin de Córdoba derribaron, habiéndole muerto el caballo, habiendo él derribado y muerto á otro moro que llevaba otro estandarte. Fué la batalla bien reñida, y quiso Dios que se venció sin haberse rescebido otro daño más de lo sobre dicho; y áun aquel se reme

dió bien, porque fueron luégo socorridos aquellos caballeros y sacados de la priesa: fué socorrido Diego Ponce de Leon por su hijo Juan Ponce, que, como vió á su padre tan mal herido, le sacó la lanza del tobillo, que por medio del hueso la tenia que pasaba, y tambien el caballo, sin otras muchas lanzas que tenia el caballo, con que estaba atravesado sin poderse menear; y díjole su padre: «hijo, seguid la victoria, que yo ya he acabado;» y Juan Ponce, dejándolo en poder de sus criados, se juntó con su hermano Alonso Fernandez que andaba peleando, y como le dijo el peligro en que dejaba á su padre, pareció que cada uno era un muy feroz leon, segun con la braveza con que entraron por la batalla, matando tantos moros, que cuando se acabó de vencer estaban cubiertos de sangre. No habia cosa más de ver que al Conde cómo andaba por la batalla, como un rayo, en un caballo rucio, con la espada alta hiriendo á todas partes, que era miedo mirarlo, era de manera su ferocidad, que á bandas huian dél como palomas del halcon que anda por el aire. Su pasar siempre delante era con tanta furia, que los que lo aguardábamos, no podíamos alcanzar moro, que tanto como esto se apartaban de donde él andaba.

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