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Oradores he dicho, y tal vez parezca extraña la palabra; pero ¿cómo llamar á esos hombres, que fingiendo hablar en nombre de un dios, tenían que vencer el desaliento y la desconfianza de los que veían alargarse indefinidamente la hora de llegar al deseado término?

Obstáculos por donde quiera, fatigas y vejaciones, la esclavitud ó la muerte á cada etapa: esto era cuanto se ofrecía á los errabundos viajeros. No nos asombremos, pues, de que como en las antiguas campañas de griegos y romanos, existieran seres que lograsen hacer olvidar el peligro con la elocuencia de su palabra y con la fuerza de sus razonamientos; y esto, cuando más oprimido y más débil se sentía el pueblo, cuando hombres y elementos se volvían en su contra, para oponerse á su paso y exterminarle; cuando el hambre y la guerra le diezmaban, haciéndole recordar con tristeza aquellos países en que durante algún tiempo se había hallado al abrigo de penalidades y miserias.

Y sin embargo de estas aflictivas circunstancias, vemos que la imaginación de los aztecas no permanece inactiva: preñada de poesía-poesía salvaje, si se quiere-explica los acontecimientos que la afectan más vivamente, forjando mil fantásticas leyendas que después se transmiten de generación en generación y ocupan por siempre un lugar en su historia.

Pero una existencia así no podía prolongarse mucho: como todos los demás, el pueblo azteca debía, por fin, hallar también su definitivo asiento. Cumplida la tradición legendaria y vencidos los que le hostilizaban, sus ambiciones de poderío se realizaron: sintióse libre y constituyó su gobierno; comprendióse fuerte y dictó sus leyes. De esto á la creación de las bellas artes, no había más que un paso.

Momento es éste digno de que se le consagre alguna atención; en efecto, tanto entre los náhuatl como entre las otras razas que podían competir con ellos, en la civilización naciente de que disfrutaban, el arte debió hacer su aparición, y así la hizo, como en el universo entero: informe, tosco, desprovisto aún de la finura de líneas, de la belleza de conjunto, que sólo después de muchos siglos de ensayos pudo, sin duda, apreciar el hombre.

En esta infancia de las artes tenía que presentarse en los primeros términos la literatura; y en vano es que se sonrían con mo

fa los escépticos: dichas naciones iban, repito, por las mismas sendas de progreso que pisaron las más cultas. Como estas, mancháronse con inhumanos sacrificios; pero cuando el arte, agregaré con el autor que antes citara, se encargó de mostrarles á sus dioses, sintieron todo el horror de su crimen y compusieron leyen das para justificarlo.

Como los antiguos griegos, fijaron primero los antiguos mexica nos los sucesos principales de su agitada y turbulenta vida é hicieron pasar á la posteridad, valiéndose de cantos en que pintaban sus acciones de valor y civismo, el nombre de sus más esforzados héroes; dueños de una tierra en que la naturaleza prodigaba sus ricos dones, en que para recreo de la vista tenían el mismo cielo y en él los mismos crepúsculos, las mismas noches incomparables que inspiran hoy á nuestros poetas, supieron amar la hermosura; y entre sus meses, consagrados á diversas divinidades, solemnizadas todas con fiestas sangrientas, en las que los fúnebres cantares y los sones de los instrumentos músicos se unían á los desgarradores lamentos de las víctimas, dedicaban uno al amor, á los dulces placeres, y en él versaban sus cantares sobre las ha zañas de caza y montería, y eran sus relatos de agradables historias y acaecimientos.

Como ocurría entre los galos, los sacerdotes de los náhuatl eran al principio depositarios de cantos misteriosos y de enseñanzas ocultas, y no teniendo escritura para propagarlos, perpetuaba su recuerdo la memoria de los que en ellos se iniciaban. Después tuvieron también sus trovadores, y con estos, canciones en que se traducían los sentimientos generales del pueblo y que, sin embargo de la monotonía que á primera vista pudieran ofrecer, atentamente examinadas indicarían, por su variedad de formas, la diversidad de pasiones é intereses de su tiempo.

Y no es mi débil y desautorizada voz la que esto afirma: es la de todos aquellos hombres que consagraron sus años á desentrañar los misterios de tales épocas; es la que se levanta de las páginas de esas historias á las cuales se concede crédito, para decirnos que tales pueblos conocían la astronomía, la mecánica, las artes manuales; que sabían legislar, que tenían comercio é industria, y que se rechazan con desprecio, cuando se trata de probar que esos mismos pueblos podían también entregarse á la vida del pensamiento.

No os traeré citas en mi apoyo, porque no es mi objeto alardear de una erudición de que carezco; tampoco os mencionaré aquellas historias: vosotros las habeis leido y estudiado mejor que yo; y quizás haga mal en recordar esto, porque comprendo que nada os he dicho que no supiérais ya, y si nunca presumí de enseñaros algo, acaricié, á lo menos, la esperanza de que no os pareciera completamente inútil este discurso.

Con el temor que acaba de asaltarme, apenas si me atrevo á continuar el cuadro que hace pocos instantes bosquejaba. Así es que ya no os diré cómo aquel pueblo, tachado por muchos de salvaje, pudo asistir á las academias y á los concursos literarios que sus monarcas y señores celebraban; no os hablaré de aque llos consejos en que se discutían los más importantes asuntos del reino y de los cuales salían, las más veces, nombrados los embaja dores, escogidos entre los que se distinguían por la elocuencia de la frase y por el bien decir; no os citaré el hecho de que los reyes y los grandes tenían, á semejanza de los grandes y los reyes de la antigua Europa, sus truhanes y graciosos, cuya misión era la de divertirlos con sus bufonadas y agudos dichos, y á quienes en la muerte de su señor sacrificaban para que les hicieran compañía durante el viaje eterno, contándole entretenidas novelas; tampoco os recordaré cómo se instruía á la juventud que se consagraba al servicio de los templos, ni cómo en estos había chantres á cuyo cargo estaba lo que en ellos debía cantarse, ni cómo, por último, para estos cantos y para los bailes con que amenizaban sus fiestas, existían compositores á quienes se buscaba que fuesen de buen ingenio, á fin de que pudieran aprender y emplear los metros y las coplas de que gustaban tanto los aztecas y las demás naciones.

Con nada de esto ni de lo que aún podría agregar, cansaré vuestra atención, limitándome á indicaros que todos esos detalles dan claramente á entender que no sería tiempo perdido el que se empleara en juntar esos datos dispersos, para conocer bajo otro aspecto que el actual, la historia de vuestros antepasados.

Yo, señores, tengo la convicción de que esto se hará, porque si en aquellas épocas remotas apenas se empezaba á avanzar por el terreno de la crítica, en la presente hemos entrado de lleno en él; porque, como con su acostumbrada galanura de estilo lo dice Me

néndez Pelayo, «todo se ha renovado en menos de cuarenta años: el extremo Oriente nos entrega sus tesoros: las esfinges del Valle del Nilo y los ladrillos caldeos nos han revelado su secreto: las raíces aryas, interpretadas por la filosofía, nos cuentan la vida de los patriarcas de la Bactriana: donde quiera se levantan, del polvo que parecía más infecundo, dinastías y conquistadores, ritos y teogonías; y empiezan á seruos tan familiares las orillas del sagrado Ganges como las del Tiber ó las del Ilysso, y la leyenda del Sakya-Muni tanto como la de Sócrates.»

Y ahora, señores, que creo haberos demostrado en qué me fundo para no calificar de utopia la opinión de que los antiguos mexicanos poseían una literatura, me ocuparé, como os lo manifestaba antes, en hacer algunas breves consideraciones sobre la influenciaque su estudio podría tener en nuestra historia.

No creais que ofenda vuestra reconocida ilustración, repitiéndoos que la literatura de todo pueblo nos enseña, mejor que cualquier otra cosa, su grado de cultura; pero hay en nuestro caso un punto de radical importancia, que no podría dejarse pasar inadvertido.

Vencidas y dominadas las razas del Anáhuac por los guerreros que anhelosa de gloria enviara España al suelo americano, detúvose en aquel tiempo su civilización para dejar libre el paso á la civilización europea: terminaron los sacrificios humanos: la dulce y consoladora religión cristiana vino á sustituir á la cruel y bárbara religión india: las costumbres todas se modificaron, y hasta el idioma de aquellos pueblos quedó postergado al de sus vencedores.

Al reflexionar en esto, ocurre desde luego preguntarse si fué la civilización de las naciones conquistadas completamente absorbida por la de la nación conquistadora; y de la resolución que se dé á este problema, depende indudablemente el que tenga ó no para nosotros algún interés, llevar á cabo una minuciosa investigación sobre cuanto se refiera á la literatura azteca. Porque natural es suponer que sería trabajo sin frutos de valor real, aquel que se emprendiera para descubrir los restos que quedasen aún de una civilización muerta para siempre. Sin duda que el anticuario sacaría provecho de esa tarea, pero poco ó ninguno obtendría el crítico que no va á caza de objetos con que enriquecer una colección,

sino de materiales que le permitan estudiar al hombre, seguirle en las distintas fases de su existencia y asistir á las transformaciones á que le someten el transcurso de los siglos, su contacto y unión con los demás hombres, y, en una palabra, los numerosos é importantes incidentes ocurridos tanto en su propio medio como en el extraño.

Os hablé, aunque ligeramente, de la vida propia de los pueblos de Anáhuac: habían llegado á cierto grado de ilustración, que les hacía acreedores á no ser ya calificados con el título de salvajes; instituidos bajo el amparo de gobiernos conformes con sus inclinaciones naturales; agrupados en sociedades unidas por estrechos vínculos y exentos de la penosa obligación de estar constantemente en guerra con el vecino, cada uno de aquellos pueblos no constituía solamente una familia ó una tribu, sino una nación organi zada en que el individuo tenía conocimiento de sus derechos y, por consecuencia, salía de la mísera condición del bruto ó del esclavo.

El patriotismo no era ya para ellos el simple temor de verse arrebatar el pedazo de tierra, en que encontraban pan y abrigo: era el inefable sentimiento del hombre á quien extraña fuerza liga á ese suelo cuyas glorias son las suyas, al que ama con afecto indefinible y por el que, cuando está lejos de él, suspira y llora, aunque sólo en su más tierna edad haya disfrutado del aroma de sus campos y de las caricias de su cielo. También habían sentido despertar en su alma las nobles pasiones del amor y de la gloria: buscaban en el hogar las alegrías de lo presente, y en las lides las dichas de lo futuro. Su teogonía, á pesar de los monstruosos ritos que nos la hacen tan horrible, estaba, en cambio, llena de mitológicas creaciones que no podían menos que ser el reflejo de pensamientos que se entregan á la contemplación y que meditan en el más allá de las cosas de esta vida, y para expresar esos pensamientos y esos afectos, tenían un lenguaje completo del que algunos han dicho que superaba al griego y al latín.

Tal era, á grandes rasgos, el pueblo conquistado por los españoles. Estos debían encontrarse, pues, con mucho nuevo de que asombrarse y mucho nuevo también tenían que enseñar; pero les hubiera sido imposible destruir de un golpe aquella raza con la cual iban á mezclar la suya.

Cierto es que traían la civilización de más de quince siglos; mas

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