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cida y en apariencia disuelta. Hechos tales como la expedición á Roma en 1849; la negociación del Concordato en 1851, la reacción de 1857, manifiestan claramente el prestigio y la fuerza que conservaban las ideas religiosas en la gran masa del partido conservador de aquellos días. Y en realidad el Pensamiento de la Nación no ha muerto aún porque es de esencia perenne. Ayer mismo le vimos renacer con grandes esperanzas de triunfo; y aunque las pasiones humanas contrariaron ó esterilizaron por el momento tal obra, haciendo degenerar en grosero y escandaloso pugilato de injurias soeces y baldones irreparables una polémica nacida de diferencias míniīnas, habría que desesperar de los destinos de España si no creyéramos que las palabras de paz y concordia entre los creyentes, que hoy suenan en labios de nuestro episcopado, dejen de ir labrando hasta en las almas más secas y endurecidas por el rencor y la soberbia.

Si las diferencias en el modo de apreciar las cuestiones político-religiosas no podían ser obstáculo en 1845 para la deseada unión de los católicos, puesto que ni siquiera la malhadada palabra liberalismo daba ocasión entonces, como da ahora, á tantas interminables y sopori

feras discusiones, capaces de entontecer la cabeza más firme, tampoco la divergencia política era tal que impidiese la aproximación. Calificar de absolutista á Balmes sería no menor yerro que considerarle en filosofía como escolástico. Sus tendencias coincidían con las de la escuela histórica, que ya empezaba á tener secuaces entre los moderados, y que era especialmente profesada por un grupo de juriconsultos catalanes, con quienes él, sin embargo, no parece haber estado en relación. Era en verdad poco afecto á las constituciones escritas y á los códigos abstractos y dogmáticos, pero no rechazaba las formas ni aun la esencia del régimen representativo. Baste recordar las explícitas y generosas declaraciones que hay en su Pio IX, declaraciones tales que no sé si se las han perdonado todavía los que indignamente amargaron los últimos días del filósofo, y luego con llanto de cocodrilo lloraron su muerte, y hoy tienen valor para reclamarle como gloria propia después de haberle asesinado moralmente. Y en cuanto á QUADRADO, aunque parece partidario de las cartas otorgadas y enemigo acérrimo del principio de la soberanía popular (como era consecuencia forzosa de su tradicionalismo), no insiste mucho en la discusión de

los títulos de legitimidad y origen de la ley constitucional; y no sólo reconoce y acata la entonces vigente de 1845, sino que inculca en casi todos sus artículos la necesidad de que el régimen representativo, que bueno ó malo era ya el único posible, llegue á ser una realidad en la práctica. «No venimos á destruir la obra, dice, sino á completarla y ensancharla. No queremos retroceso de ninguna especie. Queremos el trono de Isabel II, y deseamos verle robustecido, nacional, rodeado del amor y respeto de todos los españoles..... Queremos la ley fundamental del Estado, y tanto, que deseamos verla arraigada, connaturalizada entre nosotros, puesta en armonía con nuestras costumbres y necesidades, y sobre todo observada á la letra, y exenta de ciertas anárquicas prácticas parlamentarias que en vez de explicarla la tergiversan y aniquilan. Queremos el orden pero fijo y con otro apoyo que el de las bayo, netas (1); queremos la libertad, pero verdadera y común á todos; queremos que se acabe con las revoluciones y con las reacciones, previniéndolas á fuerza de prudencia y de equidad, quitando toda ocasión ó pretexto para ellas, y

(1) Eran los tiempos del general Narváez.

ganando los ánimos en vez de exasperarlos.>> Tales artículos políticos son de los que resisten la dura prueba de ser coleccionados. Lo que contienen de personal y transitorio es tan poco, que más parecen escritos en previsión de lo futuro que en crítica de lo presente. Por eso al coleccionarlos en 1871 pudo decir su autor: «En las apreciaciones de hombres y de cosas, después de tantos años, nada tengo que retractar ni que modificar siquiera.» Graves, doctrinales unas veces, otras finamente cáusticos, modelos de habilidad polémica y de fuerza dialéctica, pertenecen, literariamente considerados, á un género de periodismo que pasó y de que hoy apenas queda vestigio ni recuerdo. Hoy la penuria de ideas y de buenos estudios se suple con el énfasis hueco y sobre todo con la abundancia de dicterios; y no es la prensa llamada católica la que ha dado menos procaces ejemplos en este punto, con universal regocijo de los incrédulos. Los que tal hacen dicen que defienden la buena causa, y en cierto modo no puede negarse que la defienden, dando con sus obras continuo testimonio de la excelencia y santidad de una causa que puede resistir á tales defensores. Otros eran los procedimientos polémicos que

usaban los escritores católicos en 1845. No se había descubierto aún el piadoso sistema de atropellar la honra del adversario, tanto más odiado cuanto más próximo en ideas, y cebarse en su buen nombre para llegar á triunfar más fácilmente de sus doctrinas. Todavía no se había canonizado, en nombre de la caridad, el empleo diario de la injuria. Por eso á los paladares estragados de hoy, quizá resulten escasos de pimienta los artículos políticos del SR. QUADRADO, aunque entre ellos hay más de uno que pasó en aquellos tiempos bienaventurados por obra maestra de refinado y sutil maquiavelismo.

Sólo una vez en su vida, y ciertamente con causa grave, y que en parte disculpa este pecado de juventud, faltó á QUADRADO moderación en el ataque. Me refiero á la famosa Vindicación que en el último número de La Palma (1841) publicó contra Jorge Sand, con ocasión del injurioso y fantástico relato que la célebre novelista había escrito de su viaje á la isla. Fué aquella venganza merecida más que licita, según la frase de Moncada que oportunamente recuerda Valera á este propósito; y no hay duda que traspasó con mucho los límites de la justa defensa, acrecentando la gravedad del caso el ser tan grande, aunque extra

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