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diencia, envió por los oficiales del rey y capitanes del ejército, y vinieron Alonso Riquelme, tesorero; Juan de Cáceres, contador; García de Saucedo, veedor; Diego Alvarez Cueto, Vela Núñez, don Alonso de Montemayor, Diego de Urbina, Pablo de Meneses, Martín de Robles, Jerónimo de la Serna, que hubo la bandera de Gonzalo Díez, y Pedro de Vergara, que aun no tenía compañía; a los cuales dijo el virrey su intención y las causas que le movian para dejar a Los Reyes y irse a Trujillo; y mandóles estar a punto para otro día, que sin duda se partirían, él por la mar, y mujeres y Vela Núñez por tierra con la gente de guerra. Ninguno de ellos le contradijo, de pusilánimes, ca si le contradijeran como los oidores, no se determinara a irse tan total y prestamente; y así, ni entonces le prendieran, ni después lo mataran. Fueron, empero, a decirlo a todos los oidores, los cuales se juntaron en casa de Cepeda y se resumieron, después de bien pensado el negocio, en no salir de allí, ni dejar ir a los vecinos, creyendo que Pizarro no traía tan dañadas entrañas como después mostró; y ordenaron un requerimiento para el virrey por que no se fuese, y una provisión para que no le dejasen los vecinos embarcar sus mujeres, ya que él se fuese. Pretendían ellos, estando quedos en Los Reyes, que se iria Blasco Núñez a España a dar cuenta al emperador del negocio, viéndose solo, y que Gonzalo Pizarro desharía su campo otorgándole la suplicación de las ordenanzas; y si no quisiese, qué fácilmente le prenderían o le matarían, pues quedarían ellos con el mando y con el palo. Ordenaron esta provisión Cepeda y Alvarez; escribióla Acebedo, sellóla Bernaldino de San Pedro, que era chanciller, el cual trujo en blanco dos sellos, con Tejada, que fué por ellos; eran amigos y naturales de Logroño. En esto pasaron los oidores aquel día, el virrey en cargar los navíos y aderezar cabalgaduras. Cepeda forneció luego aquella noche una torre

y

que había en su casa de armas y vitualla, con diez o doce amigos y criados, para si menestcr le fuese. Tejada, que tuvo miedo, pidió diez arcabuceros al virrey. En la mañana se juntaron los oidores a casa de Cepeda; y como parecía casa de munición más que de audiencia, fué corriendo un arcabucero de aquellos de Tejada a decir al virrey que se armaban los oidores contra él. Levantóse luego el virrey a tales nuevas y mandó tocar arma por la ciudad. Acudieron a su casa Vela Núñez, Meneses y Serna con sus compañías de infantes, y Francisco Luis de Alcántara con la caballería. De suerte que se juntaron en breve cuatrocientos españoles de los más principales y bien armados de Lima; algunos de los cuales, que les pesaba con la estada del virrey en el Perú, le rogaron que se metiese dentro en casa y no se pusiese a peligro. El se metió, que no debiera, con obra de cincuenta caballeros, de lo cual unos se holgaron y otros desmayaron; y cierto si él no se metiera en casa, que pareció cobardía, no le prendieran, ca su presencia los animara y detuviera. Quedó Vela Núñez con el escuadrón, esperando lo que sería, ca se hundía la ciudad a gritos de las mujeres. Los oidores, que no tenían treinta hombres, se vieron perdidos, y pregonaron la provisión que dije. Francisco de Escobar, natural de Sahagún (que llamaban el Tío), les dijo: «Salgamos, cuerpo de Dios, señores, a la calle, y muramos peleando como hombres, y no encerrados como gallinas. Salieron, pues, los oidores fuera, y caminaron para la plaza. Martín de Robles y Pedro de Vergara acudieron a los oidores, o por no ser con el virrey, o por cumplir la provisión real, o porque, como dicen, estaban de acuerdo con ellos; acudieron asimismo muchos otros a pie y a caballo, y aun apellidando libertad, a lo que oí decir, para levantar el pueblo. Tiráronse algunos arcabuzazos de la boca de la calle que sale a la plaza, y si Vela Núñez acometiera, los rompiera y GÓMARA: HIStoria de las INDIAS.-T. II.

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prendiera. Estando así, salió Ramírez el Galán, alférez de Martín de Robles, y campeó la bandera en la plaza; arremetió delante el capitán Vergara con su espada y adarga; salieron luego todos muy determinadamente. Los capitanes del virrey huyeron a su casa, y los más soldados se pasaron con los oidores, que estaban asentados en un escaño, a la puerta de la iglesia; no hubo sangre, como se temía. Unos ponen la culpa de huir a los capitanes, que tuvieron poca gana de pelear; otros a los soldados y vecinos, que volvían las picas y arcabuces hacia atrás. Combatieron la casa del virrey, que se defendía bien, y algunos con ánimo de hacerle mal y afrenta, según la pasión que sobre esto se hizo después, donde dicen: «Su sangre sobre nos y sobre nuestros hijos, y otras cosas tan verdaderas como graciosas. Ventura Beltrán y otros decían: <¡Al combate!» que se guardaban para aquel día. Antonio de Robles entró solo dentro de la casa, y hizo que abriesen las puertas, diciendo al virrey que se diese. Blasco Núñez, que al no podía hacer, se entregó a Martín de Robles, Pedro de Vergara, Lorenzo de Aldana y Jerónimo de Aliaga, rogando que lo llevasen a Cepeda. Algunos dicen cómo el virrey quería morir antes de rendirse; mas que se dió a ruegos de frailes y caballeros, que lo aseguraron si se iba del Perú. Algunos de los que llevaban a Blasco Núñez iban diciendo: <Viva el Rey». «Pues, ¿quién me mata?», preguntaba él; y Pardave, criado del fator Guillén Juárez, encaró el arcabuz para matarle, y le matara, sino que no soltó ni prendió, aunque ardió el polvorín: otras befas y escarnios hicieron de él por la calle. El virrey, como fué delante los oidores, que muy acompañados estaban, se demudó y dijo: Mirad por mí, señor CeFeda, no me maten; él respondió no tuviese miedo, porque no le tocarían mas que a su vida; y así, lo llevaron a casa de Cepeda, aunque dicen que no le quitaron las armas.

CLXI

La manera cómo los oidores repartieron los negocios.

Grande arrepentimiento mostraron al virrey los oidores de su prisión, y le decían palabras de tristeza, si ya no eran fingidas, jurando que no habían sido en prendelle ni lo habían mandado, y que a qué árbol se arrimarían faltándoles él, y otras cosas tales; mas no que le soltarían; antes le dijo Cepeda delante Alonso Riquelme, Martín de Robles y otros: «Señor, juro por Dios que mi pensamiento nunca fué de prender a vuestra señoria; pero ya que está preso, entienda que lo tengo de enviar al emperador con la información de lo que se ha hecho; y si tentare de amotinar la gente o revolverla más, sepa que le daré de puñaladas, aunque yo me pierda; y si estuviere paciente, servirle y darle su hacienda.» Blasco Núñez respondió: <Por nuestro Señor, que es vuestra merced hombre, y que siempre le tuve por tal, y no esos otros, que, habiéndolo ellos urdido, han llorado conmigo»; y rogóle que vendiese su ropa entre los vecinos, que valía muchos dineros, para gastar por el camino. Diego de Agüero y el licenciado Niño, de Toledo, y otros le dijeron muchas cosas; mas dejando esto, por cosa larga y enojosa, digo que los oidores, para despachar negocios con más brevedad y atender a todo, partieron los oficios desta manera: que Cepeda, como más entendido y animoso, atendiese a las cosas de la gobernación y de la guerra, por donde algunos dijeron que se llamaba presidente, gobernador y capitán; Tejada y Zárate, que entendiesen en las cosas de justicia; y que Juan Alvarez ordenase los despachos para España y la información contra el virrey. Tras esto, luego aquel mismo día que fué preso llevó Juan Alvarez al virrey

a la mar para meterlo en las naos, y tomarlas y tenerlas a su mandado, por que nadie escribiese a España primero que ellos y por que no las hubiese Pizarro. Llevaron también a Vela Núñez, que, como no pudo entrar en casa de su hermano, con la priesa o con el miedo, se acogiera a Santo Domingo, el cual fué a las naves y se quedó dentro sin volver con respuesta. Blasco Núñez dió al licenciado Alvarez por el camino, sabiendo que lo había de llevar a España, una esmeralda de quinientos castellanos, que pidió y no pagó, a Nicolás de Ribera. Cueto y Zurbano soltaron a los hijos del marqués Francisco Pizarro con todos los otros presos, sino a Vaca de Castro, que no quiso salir; mas no quisieron recebir al virrey ni entregar las naos, por concierto que había entre ellos. Voceaban de tierra que diese los navíos; si no, que matarían al virrey; y hacían tantas cosas, que vino Zurbano con el batel bien esquifado de hombres y tiros a preguntar qué querían. Y como le respondieron que las naos o la muerte del virrey, dijo que no se las daría, mas que tomaría al virrey. Reprehendiólos mucho, y soltó un tiro y algunos arcabuces, dando vuelta para los navíos. Ellos entonces le deshonraron tirándole de arcabuzazos, y aun maltrataron al virrey, diciendo: <Hombre que tales leyes trujo, tal gualardón merece. Si viniera sin ellas, adorado fuera. Ya la patria es libertada, pues está preso el tirano. E con estos villancicos lo volvieron a Cepeda, que posaba en casa de María de Escobar, donde le tuvieron sin armas y con guarda, que le hacía el licenciado Niño; empero comía con Cepeda y dormía en su mesma cama. Blasco Núñez, temiéndose de yerbas, dijo a Cepeda la primera vez que comieron juntos, y estando presentes Cristóbal de Barrientos, Martín de Robles, el licenciado Niño y otros hombres principales: ¿Puedo comer seguramente, señor Cepeda? Mirad que sois caballero.» Respondió él: «¡Cómo, señor! ¿tan ruin soy yo que si

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