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bido Felipe II de noche la noticia de la toma de Amberes, se levantó, se dirigió al dormitorio de su hija Isabel, y tocando á la puerta dijo sólo estas palabras: Nuestra es Amberes: con lo cual se volvió á acostarse. Asegúrase también que lo celebró más que el triunfo de San Quintín y que la victoria de Lepanto (1).

Quedaba, pues, sobremanera menguada la parte insurrecta en los Paí

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ses-Bajos, y nunca desde el principio de la guerra se habían hallado los rebeldes en situación tan crítica. Porque la fama y prestigio que daban al príncipe de Parma sus maravillosos triunfos se hacía más formidable por la moderación y equidad con que trataba las ciudades sometidas. Sin em

(1) Van Meteren, lib. XII.-Van Reyd, lib. IV.-De Thou, lib. LXXXIII.—Bentivoglio, p. II, lib. III. - Estrada, Déc. II, libs. VII y VIII. Este historiador, que dedica muchas y largas columnas en folio á la relación del memorable cerco de Amberes, trae curiosos pormenores, incidentes y particulares casos que nosotros no podemos detenernos á referir.

bargo, parecióle conveniente asegurar la sujeción de Amberes, la ciudad más fuerte, populosa y rica, y también la más orangista y la más antiespañola de los Estados, y muy mañosamente, para no exasperar al pueblo, hizo reedificar la ciudadela y castillo, ideados por su madre Margarita. construídos por el duque de Alba y derribados por el príncipe de Orange.

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En Frisia continuaba ganando ventajas y terreno el maestre de campo Verdugo; y aunque en Güeldres el tercio español de Bobadilla se vió en bastante aprieto y conflicto, contando ya el conde de Holak con que, sin remedio, ó habían de perecer todos de hambre ó rendírsele á discreción, un cambio repentino de temporal que obligó á retirarse las naves enemigas que los cercaban, y que pareció providencial, los salvó á todos, y se incorporaron al ejército del príncipe en Brabante.

Ya antes de la rendición de Amberes habían conocido los Estados que les era imposible sostenerse solos y sin el auxilio de alguna gran potencia extranjera. Y como de Enrique III de Francia, á quien primero habían acudido, no hubiesen sacado otra cosa que palabras muy corteses y espe

ranzas que no vieron cumplidas, apelaron á la reina Isabel de Inglaterra, protestante como ellos y que continuamente les había estado suministrando auxilios, y enviáronle embajadores ofreciéndole la soberanía de los Estados (junio, 1585). Sucedió en Inglaterra lo mismo que antes había sucedido en Francia. Dividiéronse en opuestos pareceres los consejeros de Isabel; representábanle los unos el peligro de excitar el enojo de Felipe II de España y de provocar una invasión de españoles en su propio reino: decíanle otros que la mejor manera de contener los ímpetus del monarca español era distraer sus fuerzas en los Países Bajos, y que la Inglaterra con la posesión de las provincias marítimas de Flandes se haría la potencia naval más poderosa de Europa. Entre los prelados mismos, á quienes se consultó, había la misma divergencia en el modo de ver y aconsejar; y mientras el uno opinaba que no había derecho para arrancar un país de la obediencia á su legítimo soberano, otro declaraba que la protección á los flamencos y la aceptación de su soberanía no sólo era legal, sino que la reina no podía rechazarla en conciencia. Daba calor á los que así pen. saban el consejero predilecto y favorito de la reina, conde de Leicester. Durante estas consultas llegó la nueva de haberse entregado Amberes. Entonces Isabel, acosada con más vivas instancias por los embajadores de Flandes, importunada también por su favorito, y acaso con temor de que las provincias en su angustiosa situación no se sometieran otra vez al dominio de España, determinóse, no á aceptar la soberanía, que aun le faltó resolución para dar este paso, sino á ofrecer eficaces auxilios á las provincias flamencas bajo las siguientes estipulaciones (setiembre, 1585): la reina enviaría un ejército auxiliar de seis mil hombres mantenidos á su costa durante la guerra, y de cuyos gastos, terminada que fuese, le indemnizarían los Estados; los flamencos le darían en prendas la ciudad de Flesinga y el fuerte de Rammekens en Zelanda y la de Brielle en Holanda; se mantendrían á las Provincias Unidas sus derechos y privilegios; el general y dos ministros ingleses serían admitidos en la asamblea de los Estados; no se podría hacer tratado alguno de paz ó alianza con España sin consentimiento de ambas partes, con otras menos importantes condiciones hasta el número de treinta y una (1).

Fué nombrado general en jefe de esta expedición el conde de Leicester, Roberto Dudley, que aunque hermano del duque de Northumber land, marido de la famosa Juana Grey, la competidora de Isabel al trono y degollada por ella como su marido en un cadalso, había no obstante el Roberto hallado tal gracia y favor en el corazón de la reina, por cierto atractivo natural y por ciertas prendas de espíritu y de cuerpo, que no sólo obtuvo rápidamente las mayores distinciones y los más altos puestos de la corte, sino que fué el más íntimo y el más duradero privado de los muchos que sucesivamente estuvieron en intimidades con aquella reina. Si entre los muchos pretendientes á la mano de Isabel, y á quienes ella sabía entretener tan mañosamente, ya con halagos, ya con esperanzas, ya con

(1) Rymer, Fæder., t. XV. - Samden, Anales de Inglaterra en el reinado de Isabel, ad ann.-Estrada, Guerras de Flandes, Década II, lib. VII. Bentivoglio, p. II, libro V.

formales palabras de matrimonio, y de los cuales no menos diestramente se iba después descartando, á tantos prometida y con ninguno casada; si entre los varios personajes que más ó menos tiempo alcanzaron la privanza y los favores de aquella singular señora, sistemáticamente voluble, y mudable por constancia, hubo alguno de quien fundadamente se creyera que al cabo habría de ser su esposo; si alguno hubo á quien diera de un modo durable, ya que no el nupcial anillo, un lugar preferente en su corazón, fué sin duda el conde de Leicester, y de su cariño y de su privanza en los consejos continuaba gozando cuando fué nombrado general en jefe del ejército de Flandes, cargo para el cual no tenía ni todo el valor ni toda la capacidad necesaria, pero cuyos defectos encubrían en parte otras cualidades más brillantes que sólidas (1).

(1) La extraña conducta de la reina Isabel de Inglaterra con sus pretendientes y favoritos merece que demos aquí alguna noticia acerca de este singular manejo. La belleza, el talento y la ilustración de Isabel, á quien un elocuente escritor llamó «tan gran reina como mala mujer,» le atrajeron multitud de adoradores y de aspirantes á su cariño y á su mano. Sea que prefiriera el celibatismo al matrimonio, sea que no quisiera sacrificar su independencia á ningún hombre y á ninguna razón política, sea que le sirviese cualquiera de los dos pretextos para desligarse de pretendientes ó de enamorados perseguidores que no amaba, es lo cierto que después de entretener con esperanzas y aun con formales promesas á muchos, no llegó á dar su mano á ninguno; y en cuanto á su corazón, obtuvieron sus preferencias los que y por el tiempo que ella quiso, en lo cual no ganó fama de escrupulosa. Entre sus pretendientes y favoritos se cuentan: 1.o Felipe II de España. En otro lugar dijimos la manera cómo se había concertado y cómo se había deshecho este matrimonio, luego que enviudó Felipe de la reina María.

2. Carlos de Austria su primo, hijo del emperador Fernando. Lisonjeaba la vanidad de Isabel esta boda, pero deshízose por diferencias en materia de religión, diciendo, sin embargo, Isabel, que no se sentía con deseos de casarse.

3.o El rey Enrique de Suecia, en cuyo nombre fué á Inglaterra á hacer su pretensión su hermano Juan, duque de Finlandia. Con éste no tenía motivo de religión que alegar, porque era protestante como ella, pero apuró su paciencia con evasivas y dilaciones, hasta que Enrique desistió por desengañado.

4. Adolfo, duque de Holstein. Joven, bello, soldado y conquistador este príncipe, agradó á Isabel, de quien fué tratado con particular distinción. La amó, y fué amado de ella, pero no se resolvió á darle su mano.

5. El conde de Arran, escocés, y cuyo padre era el presunto heredero de la corona de Escocia. Solicitaban con empeño este matrimonio los diputados del parlamento de aquel reino. El príncipe lo merecía por sus relevantes prendas, pero la acostumbrada respuesta de Isabel, «que Dios no la había dado inclinación al matrimonio,» hizo desistir á los embajadores escoceses; el conde de Arran cayó en una profunda melancolía, que acabó por hacerle perder la razón.

6.o William Pickering, inglés y súbdito suyo, de no muy elevada alcurnia, pero notable por su buen continente, su talento y su gusto por las bellas artes. Los cortesanos miraban ya á este inconcebible favorito, como le llama un historiador inglés, como el futuro esposo de la reina, mas no tardaron en verle caído, y aun olvidado.

7. El conde de Arundel, también inglés; con mejores títulos al favor de la reina, gastó una inmensa fortuna en festejos y en galanteos, sacrificó á Isabel sus opiniones y su tranquilidad con admirable perseverancia, pero desde que dejó de servir á su política ó á sus caprichos, le rechazó, y le trató hasta con dureza.

8. El duque de Alenzón y de Anjou, hermano de Enrique III de Francia. Los

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A principios del año siguiente (1586) partió el ejército auxiliar inglés, acompañando al de Leicester hasta quinientos nobles de aquel reino. Recibiéronle las ciudades flamencas como al restaurador de su vacilante Estado, con inmoderada alegría y con una pompa inusitada. En su fervoroso entusiasmo fueron más adelante de lo que debían, y creyendo lisonjear á la reina Isabel y obligarla más en su favor, nombraron al de Leicester gobernador supremo y capitán general de los Estados, contra las cláusulas estipuladas en el contrato. Mostróse al pronto la reina grandemente ofendida de que se hubiera investido á un súbdito suyo de más vastas atribuciones y colocádole en más elevada categoría que la que ella le había dado; tratábale de presuntuoso y vano, y todos los días amenazaba deponerle con expresiones de cólera y enojo; mas la facilidad con que la desenojaron los flamencos hizo sospechar que todas aquellas demostraciones tuviesen menos de ingenuas que de artificiosas.

El duque de Parma, que cuando creía poder reposar algo de tantas fatigas para terminar la obra de su reconquista se encontró con un nuevo ejército enemigo que tanto aliento volvía á los confederados, se preparó no obstante á obrar con energía aprovechando la superioridad que todavía conservaba sobre el enemigo. Mandó, pues, á Mansfeld que pusiera cerco á Grave, plaza sobre el Mosa que conservaban aún los rebeldes. Acudió el de Holak á su defensa: españoles y flamencos levantaron fuertes cerca de la ciudad y á las márgenes del río; pelearon unos y otros con vigor y con encarnizamiento, saliendo alternativamente vencidos y vencedores. Una copiosísima lluvia que acreció extraordinariamente las aguas del río, proporcionó á Holak emplear el recurso usado tantas veces por los flamencos de romper los diques é inundar los campos enviando las aguas

tratos de matrimonio con este príncipe llegaron hasta donde era posible que llegaran, menos á la realización. Ella puso su anillo en el dedo del duque en presencia de los embajadores extranjeros y de la nobleza inglesa en señal de futuro enlace, y aun hizo extender un acta de la fórmula y ceremonias que se habían de observar por ambas partes en la celebración de la boda. Y sin embargo, una mañana que el duque fué á ofrecer sus respetos á la que suponía ya su esposa, le recibió pálida y triste, y le dijo llorando que las preocupaciones de su pueblo ponían una inquebrantable barrera á su unión, y ella estaba resuelta á sacrificar su felicidad á la tranquilidad de su reino.

9. Roberto Dudley, conde de Leicester. Este favorito tuvo tanta intimidad con Isabel que dió lugar á que públicamente se dijera que vivían en una criminal unión. Después de haber enviudado Dudley, se creyó que pasaría á ser esposo de la reina, y aun se citaba quien había sido testigo de la solemne promesa de matrimonio. Para que no se extrañase tanto ver á un súbdito esposo de su soberana, negoció la boda de Leicester con la reina de Escocia María Stuard, sabiendo que no había de realizarse; pero una vez aceptado por aquella reina y por aquel reino, y descompuesto después el enlace, ya no había por qué admirarse de que una reina compartiera el trono y el tálamo con el que antes otra reina no se había desdeñado de admitir. Esto parecía indicar una resolución determinada de hacerle su consorte. Y sin embargo, continuando por muchos años la privanza de Leicester, las esperanzas de boda fueron alejándose poco á poco hasta disiparse enteramente, y la reina Isabel murió sin casarse, y Leicester tuvo el fin que luego veremos.

Haynes, Memorias.-Camden, Anales del reinado de Isabel.-Hardwicke, Memorias. -Nevers, Daniel y otros historiadores ingleses.

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