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do al punto de religión se hacía imposible todo acomodamiento, y se rompieron las ruidosas pláticas, y se disolvió el congreso de Colonia á los siete meses de reunido (octubre, 1579), sin tomarse deliberación alguna, y sin otro fruto que la resolución del duque de Arschot y otros diputados, especialmente del orden eclesiástico, de no seguir la causa de los rebeldes,

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y haberse unido á los walones las ciudades de Bois-le-Duc y Valenciennes. El duque de Parma ni por atender al sitio de Maestricht había dejado de tomar parte en todas las pláticas de paz, ni por mezclarse en las negociaciones había dejado un punto los manejos de la guerra, y ayudándole los católicos se había apoderado de Malinas y de Villebrock. De estas pérdidas se indemnizaron los protestantes con algunas ciudades que en la Frisia tomó en su nombre el conde de Renneberg Mas este mismo conde se pasó luego á la obediencia del rey de España y entregó toda la provincia,

mediante tratos y ventajosas condiciones para su persona que el príncipe Farnesio y el duque de Terranova le otorgaron.

Cuando de esta ma or armas y por tratos á un tiempo, se iba reduciendo y desmemb > las provincias rebeldes, aunque á costa de transacciones no muy brosas ya para España, vióse el duque Alejandro

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detenido y embarazado por la falta absoluta de dinero, que todo se invertía en los preparativos para la guerra de Portugal. Lo peor era que habiendo de evacuar á Flandes todas las tropas forasteras, con arreglo al tratado de Arrás con los walones (que después fué ratificado solemnemente por los estados de aquellas provincias congregados en Mons), no había de qué satisfacerles ni las pagas de salida, ni las que tenían devengadas, y se les debían desde el tiempo del duque de Alba; y si de los sufridos españoles podía esperarse algún disimulo, no así de los borgoñones é italianos, y menos de los tudescos, que ahora como siempre protestaban

r, y al abatir las picas un indo al general una bolsa idó el acero, y dando una jo, á inclinarme la lanza

á voces que no moverían el pie de Flandes si no recibían sus pagas de contado. Amotinábanse como de costumbre, y era no poco trabajo el reprimirlos. Al entrar el duque Farnesio en cuerpo de coraceros, un soldado lo hizo pre colgando de la punta de la lanza. El duque de. cuchillada al soldado en el rostro: Aprende, le con más respeto, y no levantar bandera con este linaje de burlas para alborotar á los que están quietos. Y no satisfecho con la reprensión, le mandó ahorcar. Tantos fueron los disgustos que esta situación ocasionó al de Parma, que con instancia pidió al rey su retiro del gobierno, cosa á que Felipe II no quiso de modo alguno acceder. Al fin con algún dinero que llegó de España, y con lo que él puso de sus propias rentas y sueldo, se pudo dar algunas pagas á las tropas, y por segunda vez salieron de Flandes á Milán los tercios veteranos españoles, no sin despedirse con lágrimas del príncipe Alejandro, besándole la mano de rodillas y llevando al cuello su retrato en medallas como la joya para ellos de más precio. No menores dificultades tuvo que vencer para levantar dentro del país mismo un ejército que correspondiera á la necesidad y que sobrepujara á las fuerzas de las provincias rebeldes, bien que también éstas habían quedado harto flacas, y entre sí muy divididas desde que se marcharon los auxiliares extranjeros. Así es que la guerra continuaba floja mente, y sin cesar de combatir no se daba acción decisiva, ni vencía nadie, esperando cada parcialidad que vinieran mejores tiempos, reduciéndose todo entretanto á disturbios y á tomarse alternativamente plazas y fortalezas que solían volver á recobrarse pronto, y á defecciones frecuentes de uno y otro campo, como acontece comúnmente en tiempos revueltos.

Ya no sabía Felipe II, ó al menos parécelo así, qué expediente tomar para domar la envejecida rebelión de los Países-Bajos, y por consejo del cardenal Granvela y de Juan Idiáquez, presidente del consejo de Flandes, se resolvió á encomendar otra vez el gobierno de aquellos Estados á su hermana Margarita, duquesa de Parma y madre de Alejandro, muy querida de los flamencos por los gratos recuerdos que conservaban de su antiguo gobierno. Pero hízolo dividiendo la autoridad entre la madre y el hijo, dejando á aquélla el gobierno de lo civil y á éste el de las armas, como quien buscaba la suma de la perfección uniendo al talento y prudencia de una mujer el valor y la energía de un hombre, y esperando que no podría haber rivalidad ni discordia entre una madre y un hijo que tanto se amaban. Complació Margarita á su hermano, á pesar de su edad y de las fatigas y sinsabores que antes habían quebrantado su espíritu, y recibieronla los flamencos con el aplauso y regocijo de quienes por mu chos años habían experimentado su prudencia y la dulzura de su carácter (1580).

Mas pronto surgieron dificultades de donde menos se había creído que nacieran. El amor de hijo no fué bastante para que el duque Farnesio dejara de sentirse de aquella disminución de autoridad, y escribió á Granvela, de quien sabía haber sido el consejo, quejándose de que cuando las circunstancias exigían que la autoridad se concentrara y robusteciera, se

la debilitara con aquella partición de gobierno, y le rogaba intercediera con el rey para que le desembarazara del cuidado de Flandes.

Por su parte Margarita, en vista de lo turbados y revueltos que encontró los Países, rehusaba tomar sobre sí el gobierno, é instaba á su hijo á que no dejara el cargo hasta saber la respuesta del rey. Como Felipe insis tiera en su determinación, Margarita se allanaba ya á ejercer la parte de mando que se le encomendaba, con tal que su hijo no se desprendiera de la suya. Pero Alejandro se mantenía inflexible, considerando aquella distribución de poderes como dañosa á las provincias, y perjudicial á los intereses del rey por los conflictos á que daría lugar, y como ofensiva al crédito de su nombre y al prestigio de su persona. «¿Qué he hecho yo hasta ahora, le decía en una larga carta á Granvela, para no haber merecido aumento en vez de disminución en la gracia del rey?» Recordaba sus hechos, y añadía: «Después de todas estas cosas, ¿se podrá tolerar con resig nación que se haga de ellas la misma cuenta que si hubiera dado motivos de disgusto al príncipe?» Y concluía encareciendo interpusiese su mediación, para que, ó se le volviese su autoridad, ó se le permitiese venir á Es paña, ó servir como simple soldado á su madre. Tampoco estimó demasiado este escrito ni atendió á esta demanda Felipe II. ¿Habría, como algún autor sospecha, en aquella resolución y en estas negativas de Felipe algo de intención y propósito de no permitir un excesivo engrandecimiento á su sobrino Farnesio, como había procurado impedirle en su hermano el de Austria? Sin que nos parezca inverosímil, no nos atreveríamos á afirmarlo.

Lo cierto es que cundiendo entre los walones el rumor de que Alejan dro los dejaba, se alarmaron los nobles y caudillos, en términos que públi camente y sin rebozo decían que si así se abandonaban las provincias, dejarían las banderas del rey, y cada cual miraría por sí. Obligó esto á Margarita á suplicar al rey que no hiciera innovación en el gobierno de Flandes, mientras Alejandro le instaba y apretaba más por su partida. Ocupado en Portugal entonces Felipe II, hostigado con tantos mensajes y ruegos, creyó que no podía sin exponerse á graves riesgos insistir más, y restituyó al duque de Farnesio su doble cargo de gobernador y capitán general, enviándole nuevos despachos, expresando en ellos la circunstan cia honrosa de que lo hacía á petición de las provincias, y diciéndole par ticularmente de su puño, «que estaba satisfecho de él, y que sólo le advertía lo que otras veces le había ya encargado, que en adelante fuera más cauto de su vida y no expusiera tanto su persona, no haciendo oficios de soldado y contentándose con las artes de general.» Aunque mirando por el decoro de la princesa Margarita la rogaba que permaneciera en Flandes para que fuese como un tribunal de clemencia al que pudieran acudir los arrepentidos, la prudente duquesa, viendo que allí todos apelaban á las armas y nadie á la piedad, no descansó hasta que logró permiso para volverse otra vez á Italia.

Y no era en verdad ni muy agradable ni muy seguro residir entonces en Flandes. Además de la guerra, los disturbios, las defecciones, los levantamientos, los manejos tenebrosos del de Orange, que no había ciudad, villa ni aldea de las que obedecían al rey á que no alcanzase algún hilo de su trama, pudiendo decirse que el de Parma vivía sobre un volcán,

atentábase también á su vida por medios alevosos, como se había atentado á la de don Juan de Austria, que todo cabía en la política de aquel tiempo entre hombres que se hacían guerra de religión. Por fortuna Alejandro Farnesio, como don Juan de Austria, avisado de la traición, acertó á apoderarse del jefe de los conjurados, que lo era el señor de Hez, el cual confesando su delito, fué degollado de orden del rey dentro de la fortaleza de Quesnoy, lo mismo que se había hecho con Recleff, el que intentó asesinar á don Juan de Austria. Desgraciadamente estos reprobados y abominables medios no los empleaban sólo los orangistas y herejes contra los gobernadores de España. Ambos campos corroía la gangrena de la inmoralidad, y á su vez corría los mismos peligros el de Orange. En otro capítulo hablamos del proyecto que hubo de asesinar al príncipe flamenco. Ahora se trataba de acabarle por medio de un filtro; y aunque creemos que ni el monarca español ni el duque de Parma participarían, ni tal vez tendrían conocimiento de esta iniquidad, los autores y los ejecutores del crimen lo comunicaban con el embajador de España en Inglaterra, y éste, si no lo apadrinaba, tampoco lo impedía. La conciencia del hombre honrado se subleva contra tan ímprobos manejos, de cualquier nación y de cualquier creencia que fuesen los que los usaban (1).

Al tiempo que pasaban estas cosas, verificábase en Flandes una gran novedad, que dió un nuevo aspecto á aquella revolución. El de Orange, viendo que no marchaban prósperamente para él los sucesos, y temiendo que el rey don Felipe, una vez hecho dueño de Portugal, cargaría con todo su poder en los Países-Bajos y acabaría de oprimirlos, discurrió tomar una resolución radical y atrevida. Hallándose reunidos los estados

(1) De la manera como se tenía tramado y fué descubierto el plan de asesinar al de Parma, da circunstanciadas noticias el jesuíta Estrada en el libro IV de la Década II. Del proyecto de envenenar al de Orange nos informa una carta que tenemos á la vista del embajador español en Londres don Bernardino de Mendoza al secretario Gabriel de Zayas. Da cuenta en ella de cómo se le había presentado un saboyano, que era el que lo había de ejecutar, con carta de un mercader español de Calés llamado Baltasar de Burgos; dice haberle respondido que un rey tan poderoso y tan cristiano como el de España no necesitaba de tales artes para acabar con los herejes sus enemigos; mas no parece haber desechado el Mendoza el pensamiento cuando añade: «Y concluyendo con él, partí un real español y de columnas en tres partes, dándole las dos, que serían contraseña de que yo no le podía negar el haberme significado lo que quería hacer; con que se fué, pidiéndome que por lo que podía suceder escribiese al príncipe de Parma, que si un hombre que tenía dos piezas de un real partido le enviase á pedir por aquellas señas un hombre fiado, y se viniese á favorescer dél, le entretuviese hasta que yo pudiese conoscer por las señas que daría, si era el mismo que me había hablado.»> Hasta dónde había llegado en aquel tiempo el refinamiento del arte de en venenar lo manifiesta el párrafo siguiente de la misma carta: «El tósigo (dice) con que pensaba acaballe me dijo que era cierta cosa que había en París, con lo cual poniéndose en la gorra ó sombrero, viene á secarse el celebro, de manera que acaba á un hombre en diez días, y si es cresciente la luna mucho más presto, y que aunque les abran no hay señal ninguna. Que con esto sabía bien haberse despachado algunos en Francia; y de lo que he tratado con él no puedo pensar que fuese su designio engañarme, sino que otros lo han de hacer, y quiere ganar por la mano... Aseguróme que el de Orange había atosigado á Bossu, por entender que se quería declarar con los de Artoes, etc.>> Archivo de Simancas, Estado, leg. núm. 832.

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