Imágenes de página
PDF
ePub

S

sacudir la dominación extranjera, ampararse unos á otros, profesando y ejerciendo cada cual su religión libremente; y bajo estas y otras semejantes condiciones admitieron y proclamaron por gobernador al archiduque Matías, dándole por vicario ó segundo al príncipe de Orange; todo hasta que el rey y los Estados ordenasen otra cosa. Con esto hizo el archiduque Matías su entrada en Bruselas, donde le festejaron con comedias, en que le representaban á él como á David, y á don Juan de Austria como á Goliat (1).

En esto fueron llegando á Luxemburgo (diciembre, 1577) los tercios españoles de Italia con el príncipe Alejandro Farnesio, en número de seis mil hombres, contentos por la nueva prueba de confianza que recibían del rey, pero con la pena de haber perdido en Cremona al valeroso y aguerrido maestre de campo Julián Romero, que cayó repentinamente muerto del caballo. Génova y Florencia descansaron con la salida de los españoles de los temores que tenían. Don Juan de Austria que había pasado á Luxemburgo, dejando la plaza de Namur lo mejor guardada que pudo, experimentó un verdadero júbilo al ver llegar á su sobrino el príncipe de Parma, cuyo valor había probado en Lepanto, y cuyas virtudes conocía, de las cuales dió en esta ocasión una nueva prueba, renunciando con el mayor desprendimiento la subvención de 1,000 doblas de oro con que el rey don Felipe su tío había mandado se le asistiese en Flandes. La reina de Inglaterra había pedido á don Juan de Austria que hiciera tregua con los rebeldes, dejando entrever ciertas intenciones hostiles en el caso de no ser complacida. Pero el austriaco le respondió con palabras muy corteses sin condescender con su interesado empeño. Los flamencos por su parte pedían favor á Francia, á Inglaterra, á Alemania, á todos los príncipes vecinos La guerra se había hecho inevitable, y la guerra se volvió á encender.

El primer encuentro de los ejércitos enemigos fué en Gembloux, á tres leguas de Namur (31 de enero, 1578). El de los flamencos era mayor en número: más fuerte por el valor y la larga práctica de los combates el de

(1) Antes de esto había intentado el de Orange robustecer su partido, enviando á Amberes, la ciudad en que contaba con más adictos, á su segunda mujer Carlota de Vandome, abadesa que había sido de un monasterio, que hasta en esto había imitado el de Orange á Lutero. Recibieron los de Amberes con gran solemnidad y regocijo á la princesa-monja, y la aposentaron en la abadía de San Miguel: mandó el de Orange que se demoliera la parte del castillo que miraba á la ciudad, mandato que ejecutaron los ciudadanos con tanto júbilo, que hasta las damas más principales trabajaban en su destrucción de día y de noche. Entonces fué cuando se vió el odio implacable que conservaban los de Amberes al duque de Alba. Como aun estuviese la estatua de bronce del duque, derribada de orden de Requeséns, en uno de los departamentos del castillo, sacáronla los ciudadanos y comenzaron á golpearla furiosamente con todo género de instrumentos, y como si cada herida causase dolor y sacase sangre, dice el jesuíta romano Fr. Famiano Estrada, así se gozaban con aquella muerte imaginaria, queriendo, si pudieran, animar al bronce para matarle. Hubo quien llevó á su casa los fragmentos de las piedras de la destrozada basa, colgándolos como despojos del enemigo quebrantado, y como monumento para la posteridad, de que finalmente se habían vengado de él de alguna suerte.» Déc. I, lib. IX.

[blocks in formation]

don Juan de Austria. En él iban los antiguos capitanes de los viejos tercios españoles, Mondragón, Toledo, Martinengo, Del Monte, don Bernardino de Mendoza, Verdugo, además de Octavio Gonzaga, Ernesto Mansfeld, Berlaymont, el príncipe Alejandro Farnesio, todos bajo la dirección del vencedor de Lepanto, que había hecho inscribir en su estandarte al pie de la cruz estas palabras: Con esta enseña vencí á los turcos, con esta venceré á los rebeldes. Y el pronóstico del emblema se cumplió maravillosamente, «pues rara vez sucedió, dice el autor de las Décadas, que tan pocos, y tan á poca costa, en tan breve tiempo derramasen tanta sangre y diesen fin á la batalla.» En efecto, sola la caballería desordenó y desbarató diez mil infantes enemigos, y fué causa de que huyera todo el ejército, quedando preso su general con algunos nobles, y en poder de los nuestros treinta y cuatro banderas, con sus piezas de campaña y casi todo el bagaje. Muchos no pararon hasta Bruselas, y los que se quedaron en Gembloux se vieron en necesidad de rendirse, no obstante haber hecho de aquella villa su plaza de armas. Entre los capitanes de don Juan de Austria se distinguió y señaló muy particularmente por su decisión y arrojo el joven príncipe de Parma Alejandro Farnesio, su sobrino, que á este mérito añadió el de la modestia de no hablar nada de sí mismo en los partes que dió al rey y á la princesa de Parma su madre, atribuyendo generosamente todo el triunfo y toda la gloria, después de Dios, á don Juan de Austria.

La nueva de este suceso produjo tal consternación en Bruselas, que como si vieran ya al austriaco á las puertas de la ciudad, el archiduque Matías, el de Orange, la corte y el senado, dejándola guarnecida, se trasladaron á Amberes. El ejército vencedor continuó tomando plazas en Brabante. Boubignes, Tillemont y otras fueron rendidas por Octavio Gonzaga, y Lovaina se le entregó voluntariamente, expulsada la guarnición de escoceses. Sichen se resistió al príncipe de Parma, pero asaltada y tomada primeramente la población, y combatido y tomado después el castillo, castigó el de Parma á los vencidos con un rigor terrible, haciendo colgar de día del homenaje de la fortaleza al gobernador y cabos principales, y degollar de noche á unos ciento setenta, arrojando sus cadáveres al río. Usó con ellos de tanta crueldad el Farnesio, porque eran de los rendidos en Gembloux, que acababan de prestar juramento de fidelidad al rey. Así fué, que con los de Diest que se le entregaron luego y no estaban en aquel caso, se condujo con tal generosidad, para que resaltara más la diferencia, que agradecidos ellos á tan hidalgo comportamiento vinieron á servir en las banderas reales. Unióse después el príncipe Alejandro á su tío don Juan de Austria que iba á atacar á Nivelles, en la raya de Brabante á la entrada del Henao. Cuando ya los de Nivelles estaban pactando con don Juan las condiciones de la rendición, amotinóse el tercio de los alemanes, acreedores mal sufridos que no podían tolerar el atraso de unos meses en sus pagas. Don Juan los separó mañosamente del cuerpo del ejército, y ordenó después el castigo de algunos sediciosos sacados á la suerte, redu ciéndose al fin á uno solo que fué pasado por las armas. Nivelles tuvo que darse á partido y rendirse. A la toma de Nivelles siguió la de Philippeville, en cuyo sitio hizo don Juan de Austria alternativamente los oficios de ge

[subsumed][subsumed][ocr errors][subsumed][subsumed]

neral y de soldado. En pocos meses paseaban libremente los españoles las provincias de Namur, Luxemburgo y Henao (1).

Quebrantada la salud de don Juan de Austria con los continuos trabajos y fatigas de la guerra, y obligado á pasar á Namur para procurar su restablecimiento, encomendó la prosecución de la campaña con cargo de general á su sobrino Alejandro. Acometió este príncipe la empresa de Limburgo, capital de la provincia de su nombre, situada sobre una mon

Condado de Henao

[graphic]

FELIPE II

taña de roca á la margen derecha del Vesdre. Merced á la inteligencia, actividad y denuedo con que el príncipe de Parma dirigió el sitio y ataque de aquella ciudad (junio, 1578), entregáronse los limburgueses, salvas sus vidas y haciendas, y los soldados que la guarnecían se alistaron con juramento bajo el estandarte real de España. Distribuyó inmediatamente sus cabos para que se fuesen apoderando de los lugares de la provincia, y sabedor de la resistencia que oponía Dalhem llamó al señor de Cenray y le dijo: Id á Dalhem, y haced que la artillería meta esta mi carta dentro del lugar. El ejecutor de este mandato le dió tan terrible cumplimiento, que batidos y asaltados el lugar y el castillo, á duras penas dejó un soldado y un habitante con vida, cebándose las tropas en la matanza con un furor y una barbarie que deshonró á hombres que iban á defender la re

(1) Estrada, Guerras, Déc. I, lib. IX.-Vander Hammen, Don Juan de Austria, libro VI.-Cabrera, Felipe II, lib. XI.-Osorio, Vita Joannis Austriaci.

[graphic]

ligión católica (1). Con la recuperación de esta provincia cerraba el Farnesio la entrada y paso á los socorros que de Alemania temía vinieran á los rebeldes.

Por un momento logró el de Orange realentar á los suyos, haciendo publicar en Amberes un libelo en que se anunciaba que el príncipe de Parma, Mondragón y varios otros cabos de la milicia española habían quedado sepultados bajo las ruinas del castillo de Limburgo; á cuya fábula dió fundamento el haberse volado la parte superior de uno de los baluartes del castillo, destruyendo una parte de las casas contiguas, y quedando muertos ó heridos unos pocos soldados. Pero los efectos del ardid duraron tan poco como tenía que durar la creencia de la inventada catástrofe.

Llegaron en este tiempo al campo de don Juan de Austria el maestre de campo don Lope de Figueroa con cuatro mil españoles de los vetera

[subsumed][merged small][subsumed][subsumed][ocr errors][merged small][ocr errors]

nos de Italia, don Pedro de Toledo, duque de Fernandina, hijo de don García el virrey de Sicilia, don Alfonso de Leiva, hijo del virrey de Navarra don Sancho, con varias compañías españolas, y llegó igualmente Gabrio Cerbelloni, ya rescatado del poder del turco, con dos mil italianos que había levantado en Milán, lo cual dió gran contentamiento á don Juan

[graphic]

de Austria. Alegróle todavía más el regreso de España del barón de Villí (á quien él había enviado para que llevase al rey la noticia de sus triunfos), con carta de Felipe II en que le decía: que si antes había andado remiso en hacer la guerra á los rebeldes por darles tiempo para reducirse, ya que su clemencia no había servido sino para que le ofendiesen más, quería sostener su autoridad con las armas, y para que pudiese hacerlo en su nombre le enviaba novecientos mil escudos, ofreciendo proveerle en adelante de doscientos mil cada mes, con los cuales había de sustentar un ejército de treinta mil infantes y seis mil quinientos caballos, sin perjuicio de concederle cuanto él creyese convenir. Y le envió además otro nuevo edicto, que le mandó publicar, en que, después de enumerar las ofensas que á Dios y á su autoridad habían hecho los rebeldes, ordenaba que obedeciesen todos á don Juan de Austria como lugarteniente suyo; que los diputados cesasen en sus juntas y se volviesen á sus provincias, hasta

(1) El P. Estrada refiere minuciosamente los abominables excesos y crueldades cometidos por unos soldados alemanes y borgoñones con la hija del gobernador de la plaza, muerto en la refriega, joven de diez y seis años y de singular hermosura, que se había refugiado al templo con el afán de evitar las tropelías y escarnios que al fin cometieron con ella en aquel sagrado asilo.-Guerras de Flandes, Déc. I, lib. X.

que fuesen legítimamente convocados; anulaba todo lo decretado por ellos; prohibía á los del Consejo de Estado y Hacienda usar de sus oficios, mientras no obedeciesen á su gobernador general, y mandaba restituyesen todo lo usurpado al real patrimonio.

Por su parte el de Orange hacía jurar á todos los eclesiásticos defender y guardar la paz de Gante, reconocer al archiduque Matías como gobernador general, poniendo sus haciendas y vidas en su ayuda y defensa, contribuir á arrojar de Flandes á don Juan de Austria y los españoles, declarando enemigos de la patria á los que rehusaran prestar este juramento. Y como el clero católico esquivara jurar este edicto, levantóse una persecución, no menos cruda que las primeras, contra las personas, contra los templos, contra todos los objetos del culto católico, desatándose los herejes en injurias y profanaciones, destrucción de imágenes é iglesias, destierros y muertes de sacerdotes.

Uno de los medios de que se valió el astuto príncipe de Orange para hacer sospechoso á don Juan de Austria y malquistarle con el rey su hermano, y del cual esperaba que había de producir por lo menos su retirada de los Países Bajos, ya que de otra manera no podía deshacerse de tan importuno enemigo, fué propalar y hacer que llegara á su conocimiento las pláticas y tratos que se traían de casamiento, no ya entre don Juan y la reina de Escocia, objeto de sus anteriores proyectos de expedición, sino entre don Juan y la reina de Inglaterra; añadiendo el de Orange, que esto se hacía por su mano, pues su intento y el de sus amigos era hacerle de este modo señor de los Países-Bajos, con que les asegurase su nueva religión y sus antiguos privilegios. Tratábase en efecto lo primero, y no lo ignoraba el rey, y aprobábalo, y aun lo fomentaba el pontífice, con la esperanza de que enlazándose don Juan con Isabel de Inglaterra, el influjo de marido la haría abjurar los errores de la reforma, y permitiría al menos el ejercicio de la religión católica, y tal vez volvería aquel reino al gremio de la Iglesia romana. Aunque en este negocio mediaran cartas y regalos, desistióse de él por parte de don Juan, haciendo ver á la reina, bien que en términos blandos, suaves y corteses, las dificultades de la diferencia de religión, de la voluntad de su hermano y otros inconvenientes y razones; y se volvió al primer proyecto con la desgraciada y oprimida María Stuard, reina de Escocia. Como este plan había sido siempre tan del agrado del pontífice, procedió en esta ocasión hasta á enviarle las bulas confiriéndole la investidura de aquel reino.

Con tales motivos despachó don Juan de Austria á su secretario íntimo, Juan de Escobedo, á Roma, para que besara el pie á Su Santidad en su nombre y le diera las gracias por tan singular favor, y de allí viniera á Madrid á dar cuenta al rey de las plazas que iba ganando, y á suplicarle no se olvidase de lo prometido respecto á la empresa de Inglaterra, pues confiaba en Dios que pronto las provincias flamencas estarían bajo la obediencia de S. M. Recibieron en Madrid á Escobedo muy afectuosamente el rey y su favorito Antonio Pérez: bien que éste no tardó en concebir el designio de vengarse de él por ciertos malos oficios que le hizo en sus amorosas relaciones con la princesa de Éboli, de que en otro lugar tendremos que hablar. El rey sabía bien por sus embajadores y espías todos

« AnteriorContinuar »