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ticos ó andaluces llegaron á competir en literatura, y aun en la elegancia del idioma latino, con los habitantes de la capital (4).

La historia española de aquella época pertenece a la de Roma. Toda la península estaba dividida en provincias, gobernadas por legados, procónsules ó presidentes, nombrados unos por el senado, y otros por los emperadores, con las leyes é instrucciones que estos les dictaban.

No obstante el duro despotismo de la mayor parte de los emperadores, las provincias españolas no dejaron de prosperar, mientras sus ciudades fueron consideradas como unas repúblicas pequeñas, y atendidos y considerados sus gobiernos municipales.

En tiempo de la república habia habido mucha diferencia entre las colonias, municipios, ciudades confederadas y estipendiarias. Los provinciales que no gozaban los derechos de ciudadanos romanos por privilegios particulares eran reputados en la capital como peregrinos o estrangeros; carecian de voto en los comicios, y de opcion á los empleos. Aun entre los mismos ciudadanos romanos el vulgo preferia á los naturales de Roma á los nacidos fuera de ella. Ciceron fue motejado por haber nacido en el municipio de Arpino (2).

Los emperadores fueron estendiendo los privilegios de ciudadanos romanos, hasta que últimamente lo concedieron á todos los provinciales, con cuya gracia fue desapareciendo la diversidad antigua entre las ciudades, y constituyéndose en ellas gobiernos municipales muy parecidos al de la metrópoli.

Cada ciudad tenia su curia, sus decuriones, duumviros, ediles, defensores y otros oficiales; semejantes al senado, cónsules, pretores, ediles y otros tales de la capital.

Los decuriones debian ser propietarios, á lo menos de veinte y cinco yugadas de tierra (3), ó de un caudal de 100,000 sestercios (4). Los romanos consideraron siempre la riqueza como necesaria para obtener y conservarse los hombres en los empleos y clases distinguidas. Ninguno podia ser senador sin poseer un caudal de 800,000 sestercios, ni caballero sin 400,000. Los censores á cuyo cargo estaba la estadística de la república, y la correccion de las costumbres, cada cinco años renovaban el catastro, ó descripcion de las familias y sus bienes; y á los senadores y caballeros que hubieren menoscabado los caudales necesarios para conservarse en sus clases respectivas, los removian de ellas, y los pasaban á las inmediatas ó de meros ciudadanos (5).

Cada ciudad tenia tambien sus propios ó rentas públicas, administradas con separacion de las del estado, procedentes de tierras, bosques y otras fincas pertenecientes á sus comunes, de impuestos sobre los consumos, y otros arbitrios.

En cada ciudad habia su registro público, en donde estaban notadas las familias y bienes de todos sus vecinos, y las cuotas de las contribuciones á que estaban obligados. Los oficiales á cuyo cargo estaban aquellos registros se llamaban censitores ó tabularios.

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L. 33. C. Theod. De decurionibus.

(4) Plinius. Ep. 19.

(5) Gravina. De ortu et progressu juris civilis, cap. 3.

Las elecciones de duumviros, ediles y otros empleados municipales se hacian por las curias (). Los decuriones eran todos nobles y gozaban muchos privilegios (2). Ninguno podia ser condenado por los jueces á penas graves, sin dar parte al emperador (3). Ninguno podia ser atormentado ni sufrir penas infamatorias (4). Gozaban varias exenciones de algunas cargas de los demás vecinos (5). Los que hubieran obtenido los primeros empleos eran distinguidos con los honores de condes, y con el privilegio de besar á los jueces y de sentarse á su lado (6). Finalmente, los decuriones que llegaran á la pobreza, por haber hecho gastos estraordinarios en beneficio de sus ciudades, debian ser mantenidos á costa de estas (7).

Aunque el gobierno municipal estaba principalmente à cargo de los nobles, los plebeyos no estaban privados del derecho de concurrir con sus votos á muchos actos públicos, y de obtener algunos empleos de grande importancia. Uno de estos era el de defensores de las ciudades, los cuales gozaban la autoridad competente para juzgar causas civiles hasta la cantidad de cincuenta sueldos, sin apelacion á los presidentes de las provincias; eran los protectores del pueblo contra las injusticias de los magistrados, las insolencias de sus subalternos y la rapacidad de los rentistas; y los encargados de la persecucion y aprehension de los facinerosos, y de solicitar su castigo (8). Los nombramientos de tales defensores debian recaer en personas que no fueran ni decuriones, ni militares; hacerse por todo el pueblo, y despues de la conversion al cristianismo, con intervencion del clero (9).

Además de esto ningun plebeyo estaba privado del derecho al decurionato, como llegára á adquirir los bienes necesarios para obtenerlo (10).

Entre las inscripciones de España que se encuentran todavía hay algunas que manifiestan la concurrencia del pueblo á muchos actos de sus curias. La ciudad de Arcos de la Frontera levantó una estatua à Gala Calpurnia, por decreto de los decuriones y del pueblo (41).El senado y pueblo de Sagunto dedicaron otra estátua al emperador Claudio (12). El orden de los decuriones de Marchena decretó otra á un vecino suyo, populo imperante (13).

Cuando en Roma se habian abolido ya los comicios, ó apenas quedaba mas que una sombra de los antiguos, las provincias gozaban el derecho de congregarse en concilios ó juntas generales, por medio de sus diputados, para deliberar sobre sus intereses comunes, y representar á los emperadores sus necesidades. (14).

) L. 2 r. De decurion, et filiis eorum.

(2) L. 6. D. eod. tit.

(3) L. 27. D. De pœnis.

(4) L. 9, ibid.

(5) L. 14, c. De susceptoribus.

(6) L. 109. C. Th. De decur.

(7) L. 8. D. decur. et fil, eorum.

(8) L. 1 et 4. C. De defensoribus civitatum.

(9) L. 2 et 8 ibid.

(40) L. 33. C. Th. De decurionibus.

(44) Masdeu, Historia critica de Españu, t. VI, inscrip. 703. (42) Ibid., inscr. 823.

(43) Ibid., inscr. 824.

(44) L. 4 et 3, C. Th. De legatis, et decretis legationum.

Aquellos concilios no deben confundirse con los conventos jurídicos, ni menos compararse estos con las cortes españolas de la edad media, como los comparó el obispo de París Pedro de Marca (1).

Los conventos jurídicos eran las sesiones que tenian los presidentes de las provincias, acompañados de algunos consejeros ó asesores ciertos dias del año para juzgar pleitos, y ordenar la administracion civil. Las ciudades en donde se solian tener aquellas sesiones se llamaban conventos jurídicos. En España habia catorce, Cádiz, Córdoba, Ecija y Sevilla en la provincia bética; Tarragona, Cartagena, Zaragoza, Clunia, Astorga, Lugo y Braga en la tarraconense; Mérida, Bejar y Santarem en la Lusitania (2). Tampoco deben confundirse los concilios provinciales del imperio romano con los de la Germania, de donde procedieron los bárbaros que lo arruinaron. En aquellos se reunia, deliberaba y votaba toda la nacion, no para rogar ni presentar humildes peticiones á un monarca absoluto, sino para acordar y decretar por sí misma los mas conveniente al bien comun, como se esplicará mas adelante,

Si no se meditan bien las instituciones fundamentales de las grandes sociedades, y los principales carácteres que las asemejan ó distinguen, es muy fácil incurrir en los errores mas absurdos.

Pero aunque los concilios provinciales de los romanos no eran tan libres, ni tan autorizados como los de los gérmanos, sin embargo de eso no dejaban de proporcionar á los pueblos algunos medios de reclamar sus derechos, y de refrenar la arbitrariedad de los agentes del gobierno.

Aquellos concilios se celebraban en las ciudades mas populosas y mas ricas; en algun edificio público, ó en la plaza, y á presencia de todo el pueblo, para que, dice una ley, el interés de pocos no oscurezca lo que ecsige el bien comun (3).

Los primates ó vecinos mas honrados tenian el privilegio de enviar sus procuradores ó diputados á aquellos concilios, cuando no podian concurrir personalmente (4).

Masdeu reimprimió varias inscripciones, en las que se encuentran algunas noticias de legaciones y concilios españoles de aquel tiempo, puramente civiles, y diversos de los eclesiásticos (5).

Además de los derechos que gozaban los plebeyos de concurrir á las elecciones de ciertos oficios y otros actos públicos de sus ciudades, á los concilios provinciales, y de aspirar á la nobleza, adquiriendo los bienes necesarios para el decurionato, los artesanos tenian tambien el de asociarse en colegios ó gremios de sus oficios, y de celebrar juntas privadas para acordar lo mas conveniente á sus intereses.

Juan Heineccio pensaba que aquel derecho fue solamente un privilegio particular de los artesanos de Roma, y que se les concedió para contener su emigracion de la capital (6). Es bien notable tal error en un tan sabio jurisconsulto, cuando una ley del código Teodosiano dice claramente que aquel privilegio se estendió á los artesanos de treinta y cinco gremios en

Marca hispánica, lib. II, cap. 4.

Plinius, Hist. natur., lib. III, c. 4.

LL. 12 et 13, C. Th. De legatis, et decretis Jegationum.

(3)

4

Ibid.

5) Inscrip., pág. 68, 772, 777, 784, 846.

(6) De collegiis et corporibus opificum.

todas las ciudades del imperio, y que el motivo de su concesion fue el de estimularlos mas á perfeccionar sus oficios y á enseñarlos á sus hijos (4). Mientras duró aquella tal cual sombra de republicanismo en el gobierno municipal, aunque las contribuciones y demás cargas públicas se aumentaban incesantemente por la corrupcion escandalosa de la corte im→ perial; como los pueblos abundaban de riqnezas, y los tributos se imponian con igualdad, á proporcion de las facultades de los vecinos, no eran insoportables; habia patriotismo, y todo prosperaba (2).

Nunca se habia visto España tan poblada, tan industriosa ni tan rica como en los primeros siglos del imperio. Los preciosos y admirables vestigios que se conservan todavía en esta peninsula de puentes, acueductos, caminos, templos, anfiteatros, baños, estátuas, monedas y otras antigüedades de aquel tiempo, manifiestan bien la perfeccion á que llegaron entonces las artes y la opulencia de sus pueblos. Algunos de estos eran tan famosos, que los primeros personages de la capital, y aun los reyes de otras partes, no se desdeñaban de ser sus duumviros. Marco Antonio, Caligula, Germánico y Druso lo fueron de Cartagena y Zaragoza (3), y Juba, rey de Mauritania, creyó que podria añadir algun honor á su persona, siéndolo de Cádiz ( 4 ).

Si las antiguas tribus españolas habian perdido su amable independencia, por otra parte habian ganado mas sociabilidad, mas luces y facilida des para enriquecerse, y gozar innumerables placeres y comodidades de que antes carecian, una libertad menos espuesta á los ataques y violencias de los mas osados y mas fuertes, y la opcion á las mas altas dignidades del imperio. El gaditano Balbo fue el primer cónsul estrangero que vió Roma. Otro Balbo, sobrino suyo, y natural tambien de Cádiz, el primer estrangero distinguido con los honores del triunfo en aquella capital. Sus mejores emperadores Trajano, Adriano y Teodosio el grande fueron españoles.

Pero causas muy semejantes á las que habian oprimido la libertad en la metrópoli, fueron abatiendo tambien la de las ciudades y provincias. Los nobles y privilegiados hacian recaer todo el peso de las contribuciones y demás cargas públicas sobre los plebeyos y los pobres. En vano mandaban las leyes que se sufrieran por todos igualmente, y con proporcion á sus facultades. En vano se solian enviar á las provincias inspecto→ res ó igualadores para reimprimir y reformar tales agravios. Varias leyes del código Teodosiano manifiestan el poco fruto que se sacaba de tales comisiones (5).

Oprimidos los pueblos por los ricos y por los agentes del gobierno, ya no encontraban los pobres otro consuelo que el de acogerse á la proteccion de algunos señores poderosos, obligándolos á su defensa con algunos obsequios ó servicios.

(1) L. 2, C. Th. De excusationibus artificum.

(2) Novel. 38, in præfat.

(3) Masdeu, Historia critica de España, t. VIII, § 24, y en la coleccion de lápidas y medallas, índice 44, ilustracion 6.

(4) Avienus, Ora maritima. Vers. 282.

(5) L. 4. C. De censibus, et censitoribus, et peræquatoribus. LL. 1, 2 et 40, ibid. De muneribus patrimon. L. 10. C. Th. De censoribus, peræquatoribus, et inspectoribus. L. 1, ibid. Ne damna provincialibus inferantur.

Tal costumbre no era enteramente nueva. El patronato y la clientela habian sido una de las instituciones de Rómulo, dictadas por la sabia política que refiere Dionisio Halicarneseo, y que realmente habia contribuido mucho para la buena armonía entre los nobles y plebeyos en el largo espacio de algunos siglos (1). Mas aquella institucion, tan útil en sus principios, ó habia cesado, ó se habia corrompido con el tiempo, como ha sucedido con otras muchas religiosas y civiles.

Vease como describia los patronatos Salviano, presbítero de Marsella en el siglo V. «Los pobres, decia, se entregan y esclavizan á los ricos, para que los defiendan y los protejan. No tendria yo esto por un gravamen, ni por bajeza, antes bien celebraria la grandeza de los poderosos, si estos no vendieran sus patrocinios; si los dispensáran por humanidad, y no por codicia. Pero es muy doloroso el ver que no defienden á los pobres, sino para robarlos; no protejen á los miserables sino para hacerlos mas infelices por su proteccion. Los padres se ven forzados á comprar la seguridad de sus familias, despojándose de sus bienes, y dejando á sus hijos por herencia la mendicidad (2).»

No fué menos horrorosa la pintura que nos dejó Libanio de los patro cinios (3). Ello fué que los emperadores tuvieron que prohibirlos no muy graves penas tanto á los patronos como á los clientes que lo solicitaran (4): prohibiciones por cierto bien inútiles, como suelen serlo todas las reformas que chocan contra los intereses de personas demasiado poderosas para resistirlas ó paralizarlas impunemente.

¿Pero no habia leyes para acontecer la prepotencia de los ricos? ¿No habia autoridades públicas instituidas para velar sobre la observancia de aquellas leyes? ¿No habia defensores de los pueblos para sostener sus derechos, y solicitar sus desagravios? ¿Los obispos no estaban tambien obligados por su ministerio pastoral, y autorizados por el gobierno para la proteccion de los miserables, y para la amonestacion y correccion de los malos jueces, y demás administradores públicos (5)?

¿Y que valen las leyes, cuando los legisladores y sus ministros son sus primeros infractores? Si algun emperador quiera dedicarse personalmen– te á la administracion de la justicia, oyendo por sí mismo las apelaciones y quejas contra los magistrados, sus ministros procuraban retraerlo de aquel noble ejercicio, pretestando que no era decente á la magestad imperial ocuparse en juzgar pleytos, no porque así lo creyeran realmente, sino porque dando sus amos audiencias por sí mismos, tendrian ellos menos arbitrariedad para obrar, y robar impunemente (6).

Horrorizan las pinturas que nos dejó Libanio de la magistratura de aquel tiempo. «¿De donde pensais, escribia Teodosio el grande, que di̟-mana el que algunos de estos, que habiendo salido de las casas de sus pobres padres á pié, con los zapatos rotos, y aun sin zapatos, venden ahora trigo, fabrican casas, comercian y dejan á sus hijos grandes heredades?

1) Antiquit. roman., lib. II, c. 4.

(2) De vero judicio, et providentia Dei, lib. V.

(3) In oratione de patrociniis.

(4) L. 4. C. Th. De patrociniis vicorum. L. 1, c. Ut nemo ad suum patrocinium suscipiat rusticanos, vel vicos eorum.

134,

(8) Novelnus Marcellinus, rerum gestarum, lib. XXX, c. k.

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