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El nuevo derecho canónico produjo grandes bienes á la relijion y al estado. Su estudio empezó á dilatar la esfera de las ciencias eclesiásticas que despues de los felices tiempos de los Ambrosios, Agustinos, Gerónimos, y demás Santos Padres, habian quedado reducidas al breviario, y algunos compendios de los cánones. Preparó la restauracion del derecho romano, en cuyos códigos se encuentran muy apreciables vestijios de la cultura de la nacion mas sábia del universo. Y por otra parte, la sublimacion de la autoridad pontificia, y amplificacion ilimitada de la jurisdiccion eclesiástica no dejó de servir utilmente en varias ocasiones para contener el despotismo de algunos soberanos, sostener á otros, componerlos entre sí y con sus vasallos rebeldes, y tranquilizar los pueblos.

Pero como quiera que estos y otros beneficios eran muy grandes, no fueron menores los males á que dieron ocasion las opiniones ultramontanas apoyadas por el nuevo derecho canónico y sus comentadores.

Los papas se creyeron autorizados por Dios para juzgar á los soberanos, absolver á sus vasallos del juramento de fidelidad, y disponer de sus coronas, lo cual dió motivo á muchas discordias y altercados entre el sacerdocio y el imperio.

Ya se ha visto el empeño que habia hecho San Gregorio VII en agregar toda esta península al estado pontificio, como parte del patrimonio de San Pedro; y si no logró la curia romana enteramente aquella agregacion ó infeudacion, no dejó de infundir, á lo menos en Aragon, ideas muy diversas de las que antes se tenian sobre la dignidad y los derechos de las co

ronas.

Pero lo que la corte romana no pudo lograr por tales medios directos, lo consiguió por los indirectos de cánones y testos apócrifos y de nuevas opiniones religiosas.

Tales eran, por ejemplo las que se leen en un decretal de Inocencio III en el capítulo Novis. de judiciis. «Nadie crea, se dice en ella, que intentamos disminuir la jurisdicion del ilustre rey de los franceses, supuesto que él, ni quiere ni debe impedir la nuestra. Pero el señor dice en el Evangelio: Si pecare contra ti tu hermano, ve y corrigelo en secreto; y si te oyere, lo habrás ganado. Si no te oyere, vuelve á hablarle á presencia de dos o tres testigos, porque en la boca de dos o tres testigos está toda la verdad. Y si no te oyere asi, diselo á la iglesia, pero si no oyere á la iglesia, tràtalo como á un gentil y publicano. Y estando pronto el rey de Inglaterra á manifestar suficientemente que el de los franceses peca contra él, y habiendo procedido segun la regla evangélica, nada ha conseguido, por lo cual lo ha delatado a la iglesia. ¿Como Nos, hemos sido llamados por la suprema disposicion al gobierno de la iglesia universal, podremos no escuchar el divino mandato, ó dejar de proceder contra la forma que ordena, á no ser que el mismo rey de Francia proponga en nuestra presencia, ó la de nuestro legado alguna razon para lo contrario?

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«Porque no intentamos juzgar á cerca del feudo, sobre el cual le corresponde á él la jurisdicion, á no ser que por derecho comun especial, privilegio, ó costumbre contraria esté dispuesto otra cosa, sino rosolver sobre el pecado, cuya censura nos corresponde indubitablemente, y la obligacion de ejercerla contra cualquiera.

risiensem scholam nostra juventus rudi hactenus bonorum studiorum martiales inter fremitus Hispania, confluere sueta. Nicol. Anton. Biblioth. Hisp. velus, tom. 2, pàg, 169.

«No debe, pues parecer injurioso á la dignidad real el sujetarse sobre al juicio apostolico, cuando el inclito emperador Valentiniano se lee, que dijo á los sufragáneos de la iglesia de Milan: procurad constituir en la silla pontificia una persona á quien aun Nos que gobernamos el imperio podamos bajar sinceramente las cabezas, y si delinquiéremos (como hombres) recibamos necesariamente sus consejos, como las medicinas del médico. Ni omitamos la humildad con que decretó Teodosio, y lo confirmó Cárlos, de cuyo linaje desciende el mismo rey de Francia, esto es, que cualquiera que tenga un pleito sea actor ó reo demandado, tanto al principio como en cualquiera de sus trámites, si quisiere litigar ante la Santa Sede, pueda sin la menor duda dirigirse con los autos al juzgado de los obispos, aunque lo repugne la otra parte. Porque como nuestra jurisdiccion estriba, no sobre alguna costumbre humana, sino sobre la divina, habiendo recibido nuestra potestad, no de los hombres, sino de Dios, nadie que tenga el juicio sano ignora que pertenece á nuestro oficio corregir á cualquiera cristiano, y sí despreciare la correccion, obligarlo por la fuerza eclesiástica.

«Acaso se dirá que conviene obrar con los reyes de diverso modo que con los demás hombres. Pero encontramos escrito en la ley divina: al grånde lo juzgarás del mismo modo que al pequeño, y sin acepcion de personas.

«Y aunque podemos proceder de estamanera sobre cualquiera pecado, para reducir al pecador del vicio á la virtud, y del error á la verdad, mucho mas debemos hacerlo cuando peça contra la paz que es el vínculo de la caridad.

«Finalmente, como entre dichos reyes hayan mediado tratados de paz, confirmados por una y otra parte con juramento, los cuales no se han observado hasta el tiempo prefinido, acaso no podremos conocer de la religion del juramento, que indubitablemente pertenece al juicio de la iglesia, para que se observen dichos tratados? Y así para que no parezca que fomentamos con nuestro disimulo tanta discordia, hemos mandado á nuestro legado que si dicho rey no se conviene á una paz sólida con el otro, ó á lo menos no sufre con humildad que el abad y obispo bituriense conozcan de plano si es justa la queja que ha dado contra él á la iglesia el rey de Inglaterra, ó si la escepcion que nos ha propuesto por sus cartas es legítima, no deje de proceder en la forma que hemos decretado.»>

Si los papas tenian derecho de intervenir y conocer de todos los negocios en que hubiera juramento, ó pecado, aun en las quejas y tratados de los soberanos, ¿que cosa podria encontrarse en que no pudiera tener ejercicio su autoridad? Y si en cualquiera pleito podia apelarse á Roma ó reclamarse en cualquiera estado de él la jurisdiccion eclesiástica, ¿que derechos quedaban å la potestad civil?

En los primeros tiempos del cristianismo la jurisdiccion eclesiástica no se extendía á mas que á componer las discordias entre los ciudadanos con oficios caritativos (1). Un pleito era un delito, segun la expresion del Apóstol San Pablo (2).

En tan feliz estado, lejos de encontrarse inconvenientes en extender todo lo posible la autoridad y jurisdiccion episcopal, los mismos soberanos católicos cooperaban á su mayor exaltacion, bien distantes de temer que

(1) Van Esp. Jus ecclesiasticum universum, Part. 3, tit. 1, cap.1.

(2) Jam quidem omnino delictum est in vobis, quod judicia habetis inter vos. Ad corinthios, cap. 6.

la relijion pudiera servir en ningun tiempo de pretesto para perturbar los derechos lejítimos é inabdicables de su soberanía. Mas Inocencio III, no solamente quiso sujetar esta al arbitrio de los papas, sino llegó hasta el extremo de intentar apropiarse todos los bienes raices de los católicos.

«No debiendo Dios, á quien pertenece todo el orbe de la tierra y cuanto existe en ella, ser de peor condicion que cualquiera propietario temporal cuyo cánon se le pague sin deduccion de las espensas ni separacion de la semilla, parece una iniquidad el cometer el fraude en los diezmos que mandó Dios que se le pagáran en señal de su dominio universal.....

» No estando en mano del hombre el producto de la simiente que siembra, porque segun las palabras del Apostol ni el que planta ni el que riegue valen nada, sino Dios, que es quien da el incremento, algunos pretenden defraudar los diezmos muy codiciosamente, deduciendo antes de su pago los censos y las contribuciones. Pero habiéndose reservado Dios los diezmos en señal de su dominio universal como por un título especial, Nos, queriendo evitar los daños de las iglesias y los peligros de las almas mandamos que por la prerogativa del dominio jeneral, el pago de los diezmos preceda al de los demás censos ó tributos. »

Esto decia Inocencio III en una de sus decretales (4), y para mayor ignominia de la potestad civil declaró en otra que esta era mendigada de la pontificia como la luna recibe su luz del sol (2).

Nótese bien el título que pusieron á aquella decretal sus colectores: Imperium non præst sacerdotio, sed subest; vel sic: Episcopus non debet subesse principibus, sed præese; y coléjase esta inscripcion con los testos citados de San Pedro y de San Pablo.

CAPITULO XX.

Resistencia de los antiguos españoles á la nueva jurisprudencia ultramontana.

Tal era la adhesion de los españoles á sus usos y costumbres antiguas que para introducir á D. Alonso VI en Castilla el oficio romano, ó como lo llamaba el arzobispo D. Rodrigo, galicano, fué necesario el duelo de dos caballeros, uno por parte de este, y otro por parte del muzárabe, español antiguo. El duelo, como ya se ha referido, era una de las pruebas judiciales acostumbradas en los grandes pleitos. La justicia se creíó que estaba de parte de quien vencia. Venció el defensor del muzárabe, y que era ya una prueba legal de que Dios queria su preferencia sobre el galicano. Mas no obstante aquella manifestacion de la voluntad divina, refieren algunos autores que D. Alonso quiso aquel negocio á otras pruebas cual fue la de arrojar al fuego los dos misales para que fuese preferido el que saliera ilesó de las llamas. Saltó de ellas el muzárabe y se quemó el romano. Apesar de tales pruebas, el rey mandó preferir el que usaban los franceses. Los castellanos manifestaron bien su descontento por tal violencia con el adajio vulgar que desde entonces empezó á correr: alla van leyes do quieren reyes (3)

Pero aunque con la introduccion de oficio romano y la influencia de los

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monjes franceses empezaron à variar mucho las ideas de la jurisprudencia eclesiástica en esta península, sin embargo de eso no dejaron los españoles de resistir su arraigo y su propagacion muy largo tiempo.

Ya se ha visto el poco caso que hicieron de las cartas y oficios de San Gregorio VII para infeudarla al patrimonio de San Pedro.

Una de sus costumbres habia sido la de elejirse y consagrar á sus obispos sin necesidad de recurrir á Roma para su confirmacion, aun viviendo

sus antecesores.

En la vida de los padres emeritenses, escrita por Pablo Diácono, se refiere que un obispo de Mérida nombró y consagró á un sobrino suyo, y ambos ejercieron á un mismo tiempo la dignidad episcopal; y esto añade aquel autor, que se hizo por inspiracion divina (1)

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San Rosendo fué elegido obispo de la iglesia Dumiense por el clero y el pueblo, no teniendo mas de diez y ocho años. Y la fama de su Santidad movió á D. Sancho 1 á trasladarlo á la mitra de Santiago, poniendo preso, y privando de ella á Sisnando por sus vicios (2).

El mismo Alonso VI, principal autor de la abolicion de la ley toledana, y protector de Gelmirez, que fué uno de los que mas trabajaron para introducir las costumbres de la iglesia galicana en esta península (3); aquel mismo rey por sospechas que tuvo de que D. Diego Pelaez, obispo de Compostela intentaba entregar el reino de Galicia a los ingleses, lo tuvo preso y cargado de grillos tres años, lo privó de la mitra, y puso en su jugar a Dalmicio, monje de Cluni, quien la admitió sin el menor escrúpulo. La curia romana, lejos de haberse opuesto á la disposicion de Pelaez y consagracion de Dalmicio, no solamente la consintió, sino convocó á este obispo al concilio de Clermont, y fué muy favorecido del Papa Urbano segundo (4).

En el año 1113 el clero y pueblo de Lugo elijieron obispo á un capellan de la reina, viviendo su antecesor.

Habiendo enviudado D. Urraca, hija y heredera de D. Alonso VI, este y los grandes la casaron con su pariente D. Alonso, rey de Aragon. Los papas se opusieron á aquel matrimonio, y le intimaron la excomunion si no se separaba de su mujer. Pero el aragonés, lejos de intimidarse ni escrupulizar sobre la lejitimidad de su matrimonio, desterró al arzobispo de Toledo, legado del papà, depuso á los obispos de Burgos y Leon, tuvo preso al de Palencia, privó de la abadía del famoso monasterio de Sahagun á su prelado, y puso otro en su lugar, porque defendian las bulas del Papa, y continuó casado con Doña Urraca, hasta que por su vida escandalosa la repudió voluntariamente.

Es bien notable otra concurrencia del año 1113. Estando separado D. Alonso de Doña Urraca, quería volver á unirse con ella, para lo cual le envió sus embajadores. Se estaba tratando de este negocio en el palacio de Burgos, y casi todos los ministros de la reina se manifestaban inclinados á la reconciliacion, cuando llegó el arzobispo Gelmirez, opuesto á ella y les predicó un sermon en que quiso persuadir que los embajadores del

(4)

De vita PP. Emeritemsium, cap. 5.

(2) España Sagrada, tomo 18, pág. 381.

(3) Aplicuit animum, ut consuetudines ecclesiarum Gallice ibi plantaret. Historia Compost., lib. 2, cap. 3.

(4) Ibid. cap. 1 et 2.

rey los engañaban, poniéndoles cosas muy contrarias á su salvacion eterna. «Yo, hermanos, les decia, que soy ministro y embajador de Dios omnipotente y su intérpetre armado para defender los derechos de la Santa iglesia, os manifestaré el partido saludable que debeis seguir en este negocio. Ya sabeis, hermanos carísimos, que el señor y nuestro Redentor en la ley antigua creò las pontífices para presidir á su pueblo y enseñarle sus preceptos. Tambien en los principios de la ley nueva el mismo Señor elijió sus Apóstoles, y los ordenó para que fueran sus ministros. «Les encargó los sacramentos, y les dió la potestad de atar y desatar en el cielo y en la tierra, diciéndole: Quodcunque ligaveritis super terram, erit ligatum et in cœlis; et quodcunque solveritis super terram, erit solutum et in celis. Nos, aunque indignos hemos sucedido en su lugar, hemos recibido la misma potestad, y ascendido á la cumbre del oficio pastoral. Nosotros, siendo los dispensadores de los ministerios del sumo Dios, somos llamados pontifices. Nosotros somos sus hijos mas predilectos. Así dice la verdad: Qui vos tangit, pupillan oculi mei tangit. A Nos encargó Cristo su esposa, esto es, la iglesia, y nos entregó sus hijos para enseñarlos. ¿Que mas? Lo que al rey de los reyes hay de mas estimacion y de mas precio en este mundo lo entregó á nuestro cuidado, esto es, el de las almas, y el defender sus ovejas de la rabia del lobo carnicero, y si se estraviasen y cayesen en el precipicio de una vida relajada, el volverlas al camino de la verdad, y apacentar con la buena doctrina su ganado. A nosotros estan subyugados los reyes de la tierra, los duques, los príncipes y todo el pueblo cristiano, y de todos cuidamos. Por lo cual carísimos hermanos, os ruego y os amonesto que no permitais que el rey de Aragon y la reina Urraca, siendo parientes de consanguinidad, vuelvan á unirse en ilícito matrimonio, porque es detestable y muy horrendo tal delito. Y si respondeis que habeis jurado el contrato hecho entre el rey y la reina, y que no quereis incurrir en el pecado del perjurio, sabed tambien que tales juramentos deben anularse porque dice la Escritura: Non est conservandum juramentum, cum malum incauté promittitur; como si uno jura que ha de cometer un homicido, ó promete á una adúltera perpétua fidelidad. Porque es mas tolerable no cumplir el juramento qué cometer un homicidio ó continuar en el adulterio. Amonestados pues ya, enmendaos y no consintais en el territorio español tal maldad. A cualquiera que contraiga tales matrimonios ó los consienta, lo excomulgamos, por la autoridad de Dios padre Omnipotente, lo anatematizamos, y lo separamos de las puertas de la santa iglesia »

Para dar mas fuerza aquel arzobispo á su sermon presentó una bula del Papa Pascual II, por la cual exortaba á los obispos y príncipes de España á la paz, amenazando con la excomunion pontificia a los invasores de los bienes eclesiásticos y perturbadores del órden público (1).

¿Cual se pensará que fué el fruto de aquel sermon y de aquella bula? El pueblo, no acostumbrado á oir tales doctrinas, se amotinò, apedreó al arzobispo, y si sus guardias no lo defendieran, hubiera sido arrastrado y asesinado (2).

Las escomuniones no eran tan terribles á los poderosos, mientras no fueron apoyadas con las armas de la potestad civil. Véase lo que escribia

(4) Historia Compostelana, lib. 1, cap. 89. (2) Historia Compostelana, lib. 1, cap. 89.

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