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bres, los cuales iban dentro, por que con las piedras que nos tiraban desde las azoteas no los pudiesen ofender, porque iban los ingenios cubiertos de tablas, y los que iban dentro eran ballesteros y escopeteros, y los demás llevaban picos y azadones y varas de hierro para horadarles las casas y derrocar las albarradas que tenían hechas en las calles. Y en tanto que estos artificios se hacían no cesaba el combate de los contrarios; en tanta manera, que como nos salíamos fuera de la fortaleza, se querían ellos entrar dentro; a los cuales resistimos con harto trabajo. Y el dicho Muteczuma, que todavía estaba preso, y un hijo suyo, con otros muchos señores que al principio se habían tomado, dijo que le sacasen a las azoteas de la fortaleza, que él hablaría a los capitanes de aquella gente y les harían que cesase la guerra. E yo lo hice sacar, y en llegando a un pretil que salía fuera de la fortaleza, queriendo hablar a la gente que por allí combatía, le dieron una pedrada los suyos en la cabeza, tan grande, que de allí a tres días murió; e yo le fice saber así muerto a dos indios de los que estaban presos, e a cuestas lo llevaron a la gente, y no sé lo que dél se hicieron, salvo que no por eso cesó la guerra, y muy más recia y muy cruda de cada día (1).

Y este día llamaron por aquella parte por donde habían herido al dicho Muteczuma, diciendo que me allegase yo allí, que me querían hablar ciertos capitanes, y así lo hice, y pasamos entre ellos y mí muchas razones, rogándoles que no peleasen conmigo, pues ninguna razón para ello tenían, e que mirasen las buenas obras que de mí habían recibido y cómo habían sido muy bien tratados de mí. La respuesta suya era que me fuese y que les dejase la tierra, y que luego

(1) Una vez preso Muteczuma, el Consejo Tribal, o tlacotan, lo depuso y eligió en su lugar a Cuitlahuac, su hermano. El nuevo jefe de hombres decidió luchar con los españoles hasta expulsarlos. No siendo ya Muteczuma jefe de hombres, los aztecas lo descalabraron por exhortarles quien ya no tenía autoridad para ello.

dejarían la guerra; y que de otra manera, que creyese
que
habían de morir todos o dar fin de nosotros. Lo

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Fig. 3.-Facsímile de la lámina 11 del llamado Lienzo de Tlaxcala, que se conserva en el Museo de México (1).

cual, según pareció, hacían por que yo me saliese de la fortaleza, para me tomar a su placer al salir de la

(1) El facsímile representa la conversación entre Muteczuma y Cortés. El primero dijo al segundo que ya sabía, por profecías de su religión, cómo habían de venir hombres del Oriente, súbditos de Quetzalcoatl, y que él, cediendo a la voluntad de los dioses, se le sometía, así como al rey de España, su señor.

En la parte superior del dibujo se lee el nombre de Tenochtitlán-parte mayor y principal de México-. En el estrado del palacio se ve a Cortés sentado y tras él a dona Marina (con traje maya). Frente a Cortés, y también sentado, está Muteczuma. Tras él, en pie, tres jefes guerreros. Es curioso que los tlaxcaltecas pintasen a estos gue. rreros con los adornos que ellos usaban y no con los propios de los mexicas. Así, se ve a Muteczuma con la correa y plumero tecpilotl en la cabeza y no con el copilli que él usaba-media corona a modo de diadema-. Aun cuando fuese además su signo jeroglífico un copilli-símbolo del mando del señor o teuchtli-pues su nombre quería decir el señor sañudo-, en la pintura se sustituye el copilli por la correa y plumero

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ciudad, entre las puentes. E yo les respondí que no pensasen que les rogaba con la paz por temor que les tenía, sino porque me pesaba del daño que les facía y les había de hacer, e por no destruir tan buena ciudad como aquélla era; e todavía respondían que no cesarían de me dar guerra hasta que saliese de la ciudad. Después de acabados aquellos ingenios, luego otro día salí para les ganar ciertas azoteas y puentes; e yendo los ingenios delante y tras ellos cuatro tiros de fuego y otra mucha gente de ballesteros y rodeleros, y más de tres mil indios de los naturales de Tascaltecal, que habían venido conmigo y servían a los españoles, y llegados a una puente, pusimos los ingenios arrimados a las paredes de unas azoteas, y ciertas escalas que llevábamos para las subir; y era tanta la gente que estaba en defensa de la dicha puente y azoteas y tantas las piedras que de arriba tiraban, y tan grandes, que nos desconcertaron los ingenios y nos mataron un español y hirieron muchos, sin les poder ganar un paso, aunque puñábamos mucho por ello, porque peleamos desde la mañana fasta mediodía, que nos volvimos con harta tristeza a la fortaleza. De donde cobraron tanto ánimo, que casi a las puertas nos llegaban, y tomaron aquella mezquita grande, y

tlaxcaltecas, puestos entre Cortés y Muteczuma, y que ideográficamente significa lo mismo que la corona. Los expresivos ademanes de Muteczuma, de Cortés y de la intérprete doña Marina indican lo interesante de la conversación.

En la parte baja de la pintura se muestran los obsequios de víveres hechos a los castellanos, representados en un montón de granos de maíz, unas aves pequeñas, varios pavos, otras aves en jaulas y un venado atado en el huacal en que era conducido a México. Es notable el naturalismo con que los pavos tienden su cuello queriendo alcanzar el maíz.

Hay otra particularidad en esta pintura. En la parte superior del edificio en ella representado está la figura de un anciano, que nos da el nombre huehuetl; después hay un grupo jeroglifico, compuesto de una piedra, te-tl; de una olla, co-mitl, la cual contie ne barro, zu-quitl, y de una mano, ma-itl. M. Aubin, al estudiar el jeroglífico de Itzcoatl, ha hecho notar que los mexicanos, en su escritura, llegaron a tomar en consideración nada más las dos primeras letras del objeto que pintaban. Pues bien: si procedemos asi con las figuras de este grupo y en su lugar colocamos el prefijo mu, nos dará el nombre Huehue-Muteczuma; lo que demuestra que el palacio donde pasó la conversación fué el del primer Muteczuma, que ocupaba el lugar en donde después se construyeron las casas de Cortés; es decir, en lo que hoy es el Empedradillo, dando vuelta a la calle de Tacuba. El palacio de Axayacatl estaba enfrente de la misma callę.

en la torre más alta y más principal della se subieron fasta quinientos indios, que según me pareció eran personas principales. Y en ella subieron mucho mantenimiento de pan y agua y otras cosas de comer, y muchas piedras; e todos los más tenían lanzas muy largas con unos hierros de pedernal más anchos que los de las nuestras, y no menos agudos; e de allí hacían mucho daño a la gente de la fortaleza, porque estaba muy cerca della. La cual dicha torre combatieron los españoles dos o tres veces y la acometieron a subir; y como era muy alta y tenía la subida agra, porque tiene ciento y tantos escalones, y los de arriba estaban bien pertrechados de piedras y otras armas, y favorecidos a causa de no haberles podido ganar las otras azoteas, ninguna vez los españoles comenzaban a subir que no volvían rodando, y herían mucha gente; y los que de las otras partes los vían, cobraban tanto ánimo que se nos venían hasta la fortaleza sin ningún temor. E yo, viendo que si aquéllos salían con tener aquella torre, demás de nos hacer della mucho daño, cobraban esfuerzo para nos ofender, salí fuera de la fortaleza, aunque manco de la mano izquierda, de una herida que el primer día me habían dado, y liada la rodela en el brazo fuí a la torre con algunos españoles que me siguieron, y hícela cercar toda por bajo, porque se podía muy bien hacer; aunque los cercadores no estaban de balde, que por todas partes peleaban con los contrarios, de los cuales, por favorecer a los suyos, se recrecieron muchos; y yo comencé a sobir por la escalera de la dicha torre, y tras mí ciertos españoles. Y puesto que nos defendían la subida muy reciamente, y tanto, que derrocaron tres o cuatro españoles, con ayuda de Dios y de su gloriosa Madre, por cuya casa aquella torre se había señalado y puesto en ella su imagen, les subimos la dicha torre, y arriba peleamos con ellos tanto, que les fué forzado saltar della abajo a unas azoteas que tenía al derre

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dor tan anchas como un paso. E destas tenía la dicha torre tres o cuatro, tan altas la una de la otra como tres estados. Y algunos cayeron abajo del todo, que demás del daño que recibían de la caída, los españoles que estaban abajo al derredor de la torre los mataban. E los que en aquellas azoteas quedaron pelearon desde allí tan reciamente, que estuvimos más de tres horas en los acabar de matar; por manera que murieron todos; que ninguno escapó. Y crea vuestra sacra majestad que fué tanto ganalles esta torre, que si Dios no les quebrara las alas, bastaban veinte dellos para resistir la subida a mil hombres, como quiera que pelearon muy valientemente hasta que murieron; e hice poner fuego a la torre y a las otras que en la mezquita había; los cuales habían ya quitado y llevado las imágenes que en ellas teníamos.

Algo perdieron del orgullo con haberles tomado esta fuerza; y tanto, que por todas partes aflojaron en mucha manera; e luego torné a aquella azotea y hablé a los capitanes que antes habían hablado conmigo, que estaban algo desmayados por lo que habían visto. Los cuales luego llegaron, y les dije que mirasen que no se podían amparar, y que les hacíamos de cada día mucho daño y morían muchos dellos, y quemábamos y destruíamos su ciudad, e que no había de parar fasta no dejar della ni dellos cosa alguna. Los cuales me respondieron que bien veían que recibían de nos mucho daño y que morían muchos dellos; pero que ellos estaban ya determinados de morir todos por nos acabar. Y que mirase yo por todas aquellas calles y plazas y azoteas cuán llenas de gente estaban, y que tenían hecha cuenta que, a morir veinte y cinco mil dellos y uno de los nuestros, nos acabaríamos nosotros primero, porque éramos pocos y ellos muchos, y que me hacían saber que todas las calzadas de las entradas de la ciudad eran deshechas, como de hecho pasaba, que todas las habían deshecho, excepto una.

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