Imágenes de página
PDF
ePub

do contra la frivolidad y el vacío que reinan en estos tiempos. Yo me persuado (y esta es mi humilde convicción) de que por esta prenda inmarcesible de la fe, manantial de generosos sentimientos donde vislumbra la verdad eterna desde los horizontes de la inmortalidad, vino á suceder á la lengua clásica la lengua de los ángeles en nuestra literatura de oro, la divina literatura que ostenta los nombres de Cervantes, Fray Luis de Granada, Fray Luis de León, Lope de Vega y Santa Teresa de Jesús.

¿Significa otra cosa que la lengua vibrante de los ángeles ese lenguaje inmortal que llevó la Iglesia á todas las regiones de América, al frente del manual de la fe, siendo raudal riquísimo y fuente inagotable de que brotaba entonces la luz divina?

Nosotros vemos con gran satisfacción que todos esos pueblos de América quieran estrechar más sus vínculos de fraternidad con la madre patria; que hayan desechado los ídolos franceses y restauren los altares patrios; y que, mediante esas corrientes castizas, florezca y se desarrolle la grande literatura en esos pueblos americanos; que para ello, podemos contar, contamos gloriosamente, y permítame el Congreso que cite algunos nombres de entre los mil que acaso yo tenga que dejar en silencio, pero que son prueba y abono de lo que estoy diciendo, nombres que serán inmortales, como el del autor de Cumandá y el de los filólogos Caro y Cuervo, y también citaré, aunque quizá esté presente, y acaso haga salir el rubor á sus mejillas, al autor de Tabaré. Esto significa, señores, que América está siguiendo el curso de la misma ley que nos presidió en España. Por fortuna, aquí esos nombres significan mucho para la religión, al mismo tiempo que significan también mucho para la lengua, así como allí, en América, donde la llama de la fe es más ardiente y más viva, es donde mayor esplendor y florecimiento ha de encontrar también el habla castellana.

Yo no soy para dar consejos. ¿Quién soy yo aquí? Lo que había de decir en consejo, lo convertiré en dulcísima esperanza. Abrigo la convicción de que este Congreso ayudará á esas corrientes castizas, y se llegará á la cumbre del habla castellana en esas mismas Repúblicas, porque es ley de naturaleza, y bien sabida, que el crecimiento se encuentra allí donde se halla la existencia, y que se bebe la leche más rica y substanciosa de aquellos pechos en donde se halla la vida. (Grandes y prolongados aplausos.)

El Sr. Cruz (D. Fernando): Pido la palabra.

El Sr. Presidente: La tiene S. S.

El Sr. Cruz: Señoras, Sr. Presidente, señores: ¿Para qué disimular que en estos instantes me siento conmovido como nunca, y

que tiembla en mis labios la palabra? Me sobrecoge la solemnidad de la ocasión; me inspira respeto indecible la presencia de tantos y tan ilustres ingenios, astros de primera magnitud en el cielo de las letras, y cuyos nombres, envueltos en atmósfera de gloria, ha llevado la fama á los más remotos confines de la tierra; y me abruma con su peso la responsabilidad de que mi débil y descolorida palabra sea hoy la palabra de amor y bendición, el acento de gratitud y de ternura con que viene á saludar á España su joven y cariñosa América. La viene á saludar con el nombre que resume todos los amores y toda la ternura; que seca todas las lágrimas, redime todos los desvíos y borra el recuerdo de todas las ingratitudes; que los hombres solamente damos á la que es personificación de todos los ideales, á la mujer bendita, que, entre dolores y sacrificios, nos trajo un día á la existencia; y que las dieciséis Repúblicas americanas, que llenan una superficie mayor que toda Europa, sólo dan, y sólo pueden y quieren dar, á una nación, á España, la única que puede decir de aquellos pueblos que son pedazos de su sér, sangre de su sangre y vida de su vida. (Muy bien, muy bien. Aplausos.) Viene á celebrar con España aquel acontecimiento extraordinario, cuya gloria no tiene par en las glorias de la humanidad; aquel hecho para el que el libro de la historia no tiene todavía página bastante grande, y que las unió para siempre con vínculo indisoluble, que nada ha podido y nada podrá jamás romper: el vínculo entre la creación y el aliento de amor y la fuerza poderosa que crea. (¡Bravo! Aplausos.)

Todos conocéis la sublime locura de aquel marino genovés, que, sin hipérbole, llevaba en su cabeza todo un mundo, y que aguijoneado, así por los sacudimientos de su inspiración, como por las estrecheces de la miseria, recorría las Cortes de Europa, ofreciéndolo en vano á los magistrados de su patria, al Rey de Portugal, á la Corona de Inglaterra y á los Soberanos de Castilla. Después de penalidades sin cuento, de días horribles de negra desesperación y de largas y agitadas noches de insomnio; después de continuas luchas, desaires, humillaciones y desengaños, llegó por fin la hora en que parecía que iba á tomar cuerpo y realidad la aspiración suprema de su vida, la idea gigantesca que la ignorancia cándida del vulgo y la ciencia ignorante y mentirosa de los sabios calificaba de visiones de un soñador, de delirio de un cerebro enfermo, de peligrosa alucinación de su espíritu exaltado. Y no fueron muchos, no, los que creyeron en la luz de su destino.

Cuando al alborear el 3 de Agosto de 1492 una flotilla de sólo tres carabelas, en que apenas se contaban 120 tripulantes, dejó

las bellísimas costas de Andalucía, y arrancándose del puerto de Palos para emprender el misterioso viaje, se lanzó á las olas desconocidas del mar tenebroso, que siempre habían puesto espanto en los corazones más resueltos, todos los espectadores temblaron al henchir el viento aquellas velas. Todos creyeron que arrojarse á aquella inmensidad era precipitarse en el abismo de la muerte, y todos derramaron lágrimas, porque en el adiós de los marinos á las hermosas riberas de su patria creían escuchar el eterno y desgarrador adiós á la existencia.

Aquel puñado de valientes, aquellos hombres, más audaces que los héroes mitológicos de las edades de la fábula, que realizaron lo que hoy, después de cuatro siglos, todavía nos parece fantástica leyenda, tuvieron pronto que cambiar el entusiasmo y el ardor de los primeros días por la duda, la desconfianza y la desesperación. Sólo está en pie la figura severa del Almirante, que, pensativo, pero sereno y majestuoso, se ostenta fuerte todavía, porque, fiado en el porvenir, puede dominar las tormentas que el mar agitado le levanta y las olas de las pasiones que una tempestad más violenta todavía levanta en el corazón de sus marinos. La atrevida empresa había de triunfar porque era acometida por un hombre de fe; había de triunfar porque, como de otra columna de fuego, iba precedida de la divisa de Colón: «Adelante», y adelante ha de ser la palabra que haga siempre despertar á América, la palabra que, como por encanto, hace brotar todas las maravillas de la industria y todos los milagros del arte y de la ciencia, la inspiración inmortal con que se arrebatan todas las victorias del progreso, todas las conquistas del derecho, todos los tesoros de la civilización y todas las grandezas, las libertades y las glorias de la humanidad. La atrevida empresa tenía que triunfar porque para realizarla conspiraban dichosamente unidas las dos fuerzas más grandes del mundo moral, las dos representaciones más gloriosas de la cabeza y del corazón: el genio y la mujer; Cristóbal Colón y la magnánima Isabel. Y triunfó, á despecho de la cobardía, del escepticismo y de la envidia. (Aplausos.)

Un día, era el 12 de Octubre de 1492, Colón, sobre la cubierta de su navé, ve aparecer, en el horizonte lejano, trémula y misteriosa luz, que no es la luz de una estrella, y que no es tampoco esta vez engañadora ilusión de su deseo. Ahogándose de emoción, poseído de un arrebato como divino, llenos de fuego y de lágrimas los ojos, lanza el grito sublime de ¡Tierra!, y al imperio de ese grito, que resuena hondamente en aquellas soledades cóncavas, surge de la nada, como en el día primero de la creación, un

la

mundo nuevo, con sus montañas, sus aves y sus flores; un mundo lleno de encantos y harmonías, con todo el perfume, la gracia y frescura de la virginidad. El grito resonó también aquí en Europa, y cayeron hechas polvo, como ha de caer cuanto se opone á las aspiraciones del progreso, las seculares columnas en que estaba escrito el fatídico «No más allá», tan desconsolador para la humanidad como la inscripción grabada por el buril del Dante sobre la puerta de su infierno. Pudo entonces Colón venir á España, y, levantando con su poderoso brazo la creación que había arrancado del abismo, decir á los sabios de Europa. «Aquí tenéis mi obra; el mundo vuestro no era más que una mitad informe; aquí os trai go yo el mundo tal como es; el mundo ya completo y redondeado por mi mano.» (Aplausos.)

No seré yo quien venga á recordar ahora lo que pasó, lo que providencial y necesariamente tuvo que pasar después.

Sólo faltaba, y no podía faltar á la gloria del descubridor de América, que recibiera la suprema consagración de los hombres que son más grandes que su tiempo; que fueran ungidos sus labios con la hiel del infortunio, y se clavaran en su frente las espinas de la corona del dolor. Que es un hecho no desmentido que hay siempre una cruz en el término de la jornada de toda redención, y que es la ingratitud la levadura amarga, pero indispensable, con que se amasa el pan de que se alimenta el genio para poder forzar las puertas de la inmortalidad. No seré yo tampoco quien venga á trazar aquí, en cuadro sombrío, la historia de una dominación de más de trescientos años. Quiero creer con el poeta que si hubo codicia, abusos y crueldades:

Obra fueron del tiempo y no de España,

y he de reconocer que, como los hijos de los romanos y de las sabinas, los americanos de hoy, que llevamos mezclada y confundida en nuestras venas la sangre del español conquistador con la sangre del indio conquistado, si necesidad de reconciliación hubiera, somos la reconciliación viviente, que así como no podemos jamás renegar de nuestra América, tampoco hemos de injuriar y maldecir á España. (Grandes y estrepitosos aplausos.) Bendito el día de nuestra independencia, en que ya no hubo entre España y América conquistadores y conquistados, sino sólo amigos y hermanos, y en que, al romperse los lazos políticos que nos ligaban á esta nación, acabó cuanto podía haber de violento, humillante ú odioso en nuestras relaciones, para que, voluntaria y lealmente, nos

uniéramos, como con cadena de flores, con vínculos de amor, de gratitud y de fraternidad.

La prueba más elocuente de esos sentimientos la tenéis en la prontitud, en el entusiasmo con que América toda, en religiosa peregrinación, acude á la voz de España, trayéndola, sin ningún cálculo de interés y sin ningún espíritu de especulación, todos los tesoros de sus antigüedades históricas. La tenéis en el ardiente deseo de América de que España la conozca, la comprenda y la quiera; en el pesar con que se duele de que se descuide su geografía, y no sean españoles los que estudien su naturaleza, sus monumentos y sus hombres; de que se vea con desdén su historia; de que sean otros pueblos solamente los que se disputen sus productos y que le lleven los suyos en retorno; que sean otras las naciones que únicamente derramen en su seno la apetecida inmigración. Todo aquel suelo, y muy particularmente el suelo de la América del Centro, donde está la República de Guatemala, aguarda ansioso la inteligente, honrada y laboriosa inmigración de los hijos de España.

Allá, donde se goza de no interrumpida primavera, donde más que frutos y riquezas hay que crear necesidades y buscar pobladores que los multipliquen y los consuman; allá, donde inmensidades de tierra feraz abundan por todas partes, donde la labor es fácil y recibe de la naturaleza pródiga centuplicada recompensa. Allá están nuestras tierras, y en ellas, como en esos hermosos bosques que se plantan á la orilla de las grandes capitales, hay oxígeno bastante para que se regeneren y se dilaten los pulmones de las densas masas de una apiñada población, que en los países del viejo mundo apenas encuentra ya ni aire que respirar ni pan que consumir. (Muy bien, muy bien.)

Parece que, llegados por fin á la plenitud de los tiempos, sólo tenemos que andar, y que andar muy poco, los unos y los otros para encontrarnos y reunirnos en medio del camino. Los pueblos de América lo quieren, y ¿cómo no habrán de quererlo, si es imposible que renuncien á su origen y á sus tradiciones, si es uno mismo el Dios á quien adoran, una misma sangre la sangre que hace latir sus corazones, y si es una misma su alma, porque también su lengua es una misma, la lengua, que es relación del espíritu y la expresión divina de las almas?

Como la más preciosa herencia, y como timbre magnífico de gloria, guardamos con orgullo la lengua, que es la única en que han podido lucir, entre las manifestaciones del genio de Calderón y de Cervantes, de Espronceda y de Larra, y de una serie in

« AnteriorContinuar »