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resuelta que presenta D. Juan de Matos Fragoso en La corsaria catalana, Leonarda, que engañada por su novio, se casa con el famoso arráez Arnaute Mamí y se pone al frente de los corsarios argelinos, terror del Mediterráneo, hasta que se arrepiente. Así El honrador de su padre, en que D. Juan Bautista Diamante nos presentą al Cid en escena, no ciertamente con la viril entereza del de Guillén de Castro, sino con arreglo al patrón de Corneille. Así El montañés Juan Pascual, uno de los mejores dramas que han inspirado las extrañas aventuras de D. Pedro el Cruel, y que fué compuesto por D. Juan de la Hoz y Mota. Así el drama El alcázar del secreto y la comedia Un bobo hace ciento, del atildado historiador D. Antonio de Solís. Así la excelente comedia Dineros son calidad, que se atribuyó á Lope y es de Jerónimo de Cáncer, y el drama El pastelero de Madrigal, escrito por Jerónimo de Cuéllar con el asunto del falso rey D. Sebastián, que luego aprovechó Zorrilla.

Otros nombres suelen citar las historias; ninguno importante para recordado en un resumen como éste.

LECCION XXXIII

1. Vanos han sido los esfuerzos de una crítica tan benévola como ilustrada para aclarar é iluminar la triste obscuridad de nuestro siglo XVIII; vanos é históricamente inútiles. Por ley natural, era imposible que la intelectualidad de España siguiera sosteniéndose á la altura de su Edad de oro. La tierra se cansa de producir genios, como se cansa de producir frutos, y es necesario renovar su potencia germinadora con el abono de la vulgaridad y de la pedantería. Evidente es la decadencia de España en el siglo XVIII; indudable su retraso en la marcha general de la cultura desde entonces. Las causas son muchas. Todo parece conspirar contra la vida de la Literatura nacional y castiza; franceses los monarcas primeros de la casa de Borbón, poco ó nada inclinados á las expansiones populares, entusiastas de la corrección académica y protectores de la Literatura afeitala y recortada á punta de tijera, como los jardines de La Granja, y francesas todas las corrientes literarias, entonces dominantes en Europa, que se alumbra en este tiempo con los reflejos del rey sol Luis XIV, de quien nuestro Felipe V no es sino un pobre y mezquino remedo, créase una falsa Literatura de imitación, que en absoluto se priva del calor popular y vive entrapajada y pintada de colorete en los rincones de Palacio ó luciendo el casacón bordado y el inútil espadín en las recepciones y solemnidades académicas. Exceptuando una docena de sabios y uno o dos escritores populares, todos los literatos del siglo XVIII se parecon: todos llevan peluca, escriben mal castellano, odian á Lope de Vega, abominan del Romancero y son académicos ó aspiran á serlo.

No es que consideremos la creación de la Academia Española por Felipe V, en 1714, como una desgracia, ni mucho menos; al contrario, desde el principio mostró dicho Cuerpo científico la más grande y fecunda actividad, y su obra magna, el Diccionario de Autoridades, sirve aun hoy admirablemente para el fin å que se destina, y es la natural continuación de los trabajos de los humanistas es pañoles. A este siglo cabe también la gloria de haber poseído al último humanista y al primer filósofo del mundo, el P. Lorenzo Hervás y Panduro (17351809), de la Compañía de Jesús. Su Catálogo de las lenguas es el primero y fun damental cimiento de la ciencia filológica moderna, y el nombre del P. Hervás,

entre los buenos filólogos, se cita junto á los de Francisco Bopp y Federico Díez, y antes que ellos. La figura del gran filólogo aparece aislada y señora en medio de tanto y tanto sabio de aluvión y de tanto insubstancial pedante, y, hablando con propiedad, Hervás y Panduro es un hombre aparte y desligado de todo el movimiento literario español-francés. Abundan en el siglo XVIII los grandes eruditos, no los descubridores é inventores.

Es muy notable que para hablar de algo bueno en el siglo XVIII tengamos que mencionar á los pocos hombres que marchaban contra la corriente general de las ciencias y de las letras. Así como en Filología hemos recordado al Padre Hervás, en Filosofía recordamos al P. Francisco Alvarado (el Filósofo rancio) (1756-1814), que no sin cierta energía y en castellano mucho mejor que el usual entonces, se opuso á la corriente filosófico-enciclopédica que venía de Francia en pésimas traducciones.

También merecen salvarse del olvido el médico de S. M. D. Andrés Piquer, por su excelente Lógica y por su Philosophía moral para la juventud, libros hondamente pensados y decorosamente escritos; el P. Esteban de Arteaga, que es el primer estético español, en su libro Investigaciones filosóficas sobre la belleza ideal, considerada como objeto de todas las artes de imitación; y un espléndido caballero aragonés, Mecenas de los artistas de su época y protector y entusiasta del insípido pintor Mengs. Nos referimos á D. Josef Nicolás de Azara, que sazonó con valiosas observaciones, la edición de las obras del citado pintor (1780).

Algo más libres de esta influencia se conservaron algunos de nuestros moralistas, economistas y políticos, entre los que merece el primer lugar, sin duda, como escritor castizo, continuador de la honrosa tradición de Mariana y Fernández Navarrete, el ministro de Felipe V, D. Melchor Rafael de Macanaz (Hellín, 1670-1760), cuyos numerosos tratados sobre los fueros aragoneses, catalanes y valencianos; sobre el cisma de Jansenio; crítica, alegato y memorial del cardenal Alberoni; noticias particulares sobre la Historia de España; noticias individuales de los sucesos, tanto de Estado como de Guerra, acontecidos en el reinado de D. Felipe V; sobre los enemigos de España; los interesantes libros De auxilios para gobernar bien una Monarquía católica, sobre la Iglesia de España; Diseño para que un ministro lo sea con perfección, etc., etc., son libros farragosos y de pesada lectura, pero bien escritos, en buena y castiza pro-a. Excelente escritor fué también D Pedro Rodriguez Campomanes, conde de Campomanes (1723-1803), y expuso pensamientos salvadores en sus Discursos sobre el fomento de la industria popular y sobre la educación popular de los artesanos, en su Memoria sobre los abusos del honrado Concejo de la Mesta, y en su aḍmirable Tratado sobre la regalía de amortización. No diremos que es un escritor clásico, ni que pueda compararse con Mariana, ni aun con Saavedra Fajardo; si que, de haberse oido y seguido sus consejos, otra sería la situación de España. Otro tanto podemos decir del mayor y mejor prosista de esta época, del insigne gijonés D. Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811), á quien ya no debe considerarse tan sólo como político, sino como polígrafo ó escritor enciclopédico. No hubo en su tiempo hombre más recto ni dotado de más grandes, no

bles y generosas ideas. Se le ha querido presentar como un genio de la talla de Quevedo ó del P. Mariana, y éste ha sido el error. No nacían genios en aquel siglo XVIII, ni Jovellanos lo era, ni creía, ni pensaba serlo. Lo que si era, un gran patriota, modelo de magistrados y de ciudadanos, capaz de llegar al sacrificio y aun al martirio por defender lo que creía beneficioso para el procomún y de emprender una obra educativa y regeneradora de la nación menos predispuesta á dejarse educar y regenerar. Era Jovellanos el hombre que ha hecho siempre falta en España y que sólo dos ó tres veces ha aparecido; y si, descon tando las grandezas pasadas y cotejando las diferencias de los tiempos, se le compara con el gran cardenal Cisneros, nada se bará de más. Lo que no era, por mucho que sus apologistas se empeñen, es poeta, ni autor dramático. Su tragedia Pelayo, su comedia El delincuente honrado, no pasan de ejercicios retóricos de traza infantil y donde no hay ni rastro de caracteres, ni de pasiones, ni de bumanidad y verdad. La comedia comienza con esta sentencia del autor á guisa de lema: «Es cosa muy terrible castigar con la muerte una acción que se tiene por honradas, y termina con la siguiente llorona frase de Beccaria, criminalista italiano: «¡Dichoso yo si he logrado inspirar aquel dulce horror con que responden las almas sensibles al que defiende los derechos de la humanidad!» Ya se echa de ver la imposibilidad de que entre esas dos sentencias se coloque un drama. En cuanto á los versos líricos, en que el autor mismo se llama Jovino y sus amigos Batilo, Anfriso, Mireo y sus amigas Galatea, Trudina, Filis, Ciparis, etc., etc., y donde á cada instante se habla de Apolo, del coro Castalio, de la Fuente Hipocrene, del raudo Bóreas y del negro Averno, no creemos posible afirmar de buena fe que haya en ellos ni la más leve sombra de verdadera inspiración. Magistrado severo siempre, los principios de la moral y del derecho le sugieren elocuentes y atinadas reflexiones que escribe en prosa poética, ó ea en versos sueltos en sus dos sátiras d Ernesto, y en diferentes epistolas A sus amigos de Sevilla, A sus amigos de Salamanca, A Posidonio, etc. Sólo en la dedicada A Poncio (D. José Vargas Ponce) hay algunos rasgos felices, de verdadera espontaneidad poética. Lo demás, en nuestro humilde entender, no es poesía, ni quizás el autor quiso que lo fuera exclusivamente.

En cambio, no tenemos palabras bastantes para alabar el famoso informe sobre la ley agraria; la Memoria sobre las diversiones públicas; el Tratado teóricopráctico de enseñanza, no muy anticuado hoy, á pesar de los grandes progresos de la Pedagogia; el magnífico Discurso sobre la necesidad de unir al estudio de la legislación el de nuestra Historia y antigüedades, que leyó al ser recibido en la Real Academia de la Historia; la elocuente Memoria en defensa de la Junta central y la Memoria del castillo de Bellver, donde la insania del rey y la ingratitud de la patria tuvo encerrado al noble patriota, único hombre capaz de salvarla. Pero aun tratándose de estas obras maestras, bueno es advertir que si Jovellanos se libró, en general, del prosaismo y del galicismo, defectos fundamentales de su siglo, tampoco puede compararse, literariamente hablando, la fría corrección del magistrado asturiano con la vivacidad y gracia de nuestros clásicos de la Política y is Economía, como no puede compararse un edificio construído por el aclasicado arquitecto D. Ventura Rodriguez, á quien Jovellanos dedicó un grandilocnente

Elogio, con una hermosa construcción plateresca del siglo xvt. Jovellanos, en suma, es un escritor bueno, principalmente bueno por dentro y por fuera, en lo -que piensa, siente y dice; no un genio, ni un poeta, ni un didáctico de los primeros que deban recordarse. Ha tenido la suerte de encontrar muy ilustres panegiristas y de despertar entusiasmos que, ciertamente, no vemos, después de leídas y releídas las obras del ilustre asturiano, cómo pueden sostenerse.

2. Con tanta ó mayor razón se ha escrito en tono entusiasta de otros dos grandes polígrafos y vulgarizadores del siglo XVIII: del P. Feijóo y del Padre Sarmiento.

El P. Maestro Fray Benito Jerónimo Feijóo y Montenegro, nacido en Casdemiro (Orense) el 8 de Octubre de 1676 y muerto en Oviedo á 26 de Septiembre de 1764, es el autor del Teatro crítico universal y de las Cartas eruditas, y su estatua se alzaba hasta hace poco á la puerta de la Biblioteca Nacional y en ningún sitio podía hallarse mejor que allí, tocando con todas las muestras eminentes y profundas del saber y del ingenio humanos, y convidando al viandante con su actitud y con la dicción corriente, suelta, sugestiva, un poco á lo cháchara, de sus escritos, á que penetrase en las profundidades de las ciencias y de las artes que el famoso benedictino solamente indicaba al correr de la pluma, aunque las más de las veces con sumo acierto y exactitud, y siempre con un criterio sano, expansivo, imparcial, que aun hoy mismo chocaría á los críticos de encasillado, El P. Feijóo es el más alto representante que en nuestra Literatura tiene el sentido común, entendiendo esta palabra como debe entenderse: es un hombre todo raciocinio y discurso, todo lógica humana, que no es la misma lógica de los manualetes.

Más bien que saber mucho, lo que hace es hallarse enterado de infinitas cosas, y enterado sólidamente, como debieran estarlo todos los hombres modernos para ser de utilidad á sus semejantes y á sí propios.

La cultura del P. Feijóo es muy extensa, aunque su intensidad no sea muy grande, salvo en algún punto de Filosofía y de Física (de la que en su tiempo se estilaba); pero sabe transmitirla y comunicarla en lenguaje de expresiva y nerviosa incorrección, que no es castellano puro, ni gallego, ni francés, ni latín, pero que de todo tiene, y que, sin duda, ha influído mucho en la formación de nuestro lenguaje actual, del que usamos en la conversación ordinaria, en la cau serie y en la prensa. Es un polígrafo más ameno que los que ahora existen é infinitamente más útil. Es, en fin, un verdadero apóstol de la libertad, y ningún espíritu moderno y libre negará su acatamiento y su culto á un hombre como el P. Feijóo, quien más y mejor que ningún otro escritor de su tiempo, y tal vez de los posteriores, combatió las preocupaciones vulgares criadas en la sombra y mantenidas por el absolutismo; ninguno como él contribuyó á emancipar todos los espíritus de la servidumbre en que se hallaban.

El P. Feijóo vino á ser nuestra Enciclopedia; una Enciclopedia acomodada al modo de ser y al carácter español en el siglo XVIII, es decir, una Enciclopedia con fe en lo divino y en lo humano, que es precisamente lo que le faltaba á la francesa; no con tanta fe que á veces no parezca bullir en los ojos del benedictino de Orense una chispa de escepticismo socarrón propio de quien fué, á su

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