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XLII

Río Jordán en tierra de Chicora.

Siete vecinos de Santo Domingo, entre los cuales fué uno el licenciado Lucas Vázquez de Aillón, oidor de aquella isla, armaron dos navíos en Puerto de Plata, el año de 20, para ir por indios a las islas Lucayos que arriba digo. Fueron, y no hallaron en ellas hombres que rescatar o saltear para atraer a sus minas, hatos y granjerías. Y así, acordaron de ir más al norte a buscar tierra donde los hallasen, y no tornarse vacíos. Fueron, pues, a una tierra que llamaban Chicora y Gualdape, la cual está en treinta y dos grados y es lo que llaman agora cabo de Santa Elena y río Jordán; algunos, con todo esto, dicen cómo el tiempo y no la voluntad los echó allá; sea de la una o de la otra manera, es cierto que corrieron a la marina muchos indios a ver las carabelas, como cosa nueva y extraña para ellos, que tienen chiquitas barcas, y aun pensaban que fuesen algún pez monstruo; y como vieron salir a tierra hombres con barbas y vestidos, huyeron a más correr; desembarcaron los españoles, aguijaron tras ellos y tomaron un hombre y una mujer. Vistiéronlos a fuer de España y soltáronlos para que llamasen la gente. El rey de allí, como los vió vestidos de aquella suerte, maravillóse del traje, ca los suyos andan desnudos o con pieles de fieras, y envió cincuenta hombres con bastimentos a los bajeles, con los cuales fueron muchos españoles al rey, y él les dió guías para ver la tierra, y a doquier que llegaban les daban de comer y presentillos de aforros, aljófar y plata. Ellos, vista la riqueza y traje de la tierra, considerada la manera de la gente y habiendo tomado el agua y bastimento necesario, convidaron a ver las naos a mu

chos. Los indios entraron dentro sin pensar mal ninguno; entonces alzaron los españoles las anclas y vela y viniéronse con buena presa de chicoranos a Santo Domingo; pero en el camino se perdió el un navío de los dos, y los indios del otro se murieron no mucho después de tristeza y hambre, ca no querían comer lo que españoles les daban, y, por otra parte, comían perros, asnos y otras bestias que hallaban muertas y hediondas tras la cerca y por los muladares. Con relación de tales cosas y de otras que se callan, vino a la corte Lucas Vázquez de Aillón, y trujo consigo un indio de allí, que llamaban Francisco Chicora, el cual contaba maravillas de aquesta su tierra. Pidió la conquista y gobernación de Chicora. El emperador se la dió y el hábito de Santiago; tornó a Santo Domingo, armó ciertos navíos el año de 24, fué allá con ánimo de poblar y con imaginación de grandes tesoros; mas ido que fué, perdió su nao capitana en el río Jordán, y muchos españoles, y en fin peresció él sin hacer cosa digna de memoria.

XLIII

Los ritos de chicoranos.

Los de Chicora son de color loro o tiriciado, altos de cuerpo, de muy pocas barbas; traen ellos los cabellos negros y hasta la cinta; ellas, muy más largos, y todos los trenzan. Los de otra provincia allí cerca, que llaman Duhare, los traen hasta el talón; el rey de los cuales era como gigante y había nombre de Datha, y su mujer y veinte y cinco hijos que tenían también eran diformes; preguntados cómo crescían tanto, decían unos que con darles a comer unas como morcillas rellenas de ciertas yerbas hechas por arte de encanta

miento; otros, que con estiralles los huesos cuando niños, después de bien ablandados con yerbas cocidas; así lo contaban ciertos chicoranos que se baptizaron, pero creo que decían esto por decir algo, que por aquella costa arriba hombres hay muy altos y que parescen gigantes en comparación de otros. Los sacerdotes andan vestidos distintamente de los otros y sin cabello, salvo es que dejan dos guedejas a las sienes, que atan por debajo de la barbilla. Estos mascan cierta yerba, y con el zumo rocían los soldados estando para dar batalla, como que los bendicen; curan los heridos, entierran los muertos y no comen carne. Nadie quiere otros médicos que a estos religiosos, o a viejas, ni otra cura que con yerbas, de las cuales conoscen muchas para diversas enfermedades y llagas. Con una que llaman guahi reviesan la cólera y cuanto tienen en el estómago si la comen o beben, y es muy común, y tan saludable, que viven mucho tiempo por ella y muy recios y sanos. Son los sacerdotes muy hechiceros y traen la gente embaucada; hay dos idolejos que no los amuestran al vulgo más de dos veces al año, y la una es al tiempo de sembrar, y aquélla con grandísima pompa. Vela el rey la noche de la vigilia delante aquellas imágenes, y la mañana de la fiesta, ya que todo el pueblo está junto, muéstrale sus dos ídolos, macho y hembra, de lugar alto; ellos los adoran de rodillas, y a voz en grita, pidiendo misericordia. Baja el rey, y dalos, cubiertos con ricas mantas de algodón y joyas, a dos caballeros ancianos, que los llevan al campo donde va la procesión. No queda nadie sin ir con ellos, so pena de malos religiosos; vístense todos lo mejor que tienen; unos se tiznan, otros se cubren de hoja y otros se ponen máscaras de pieles; hombres y mujeres cantan y bailan; ellos festejan el día y ellas la noche, con oración, cantares, danzas, ofrendas, sahumerios y tales cosas. Otro día siguiente los vuelven a su capilla con el mesmo regocijo, y piensan con aquello de

tener buena cogida de pan. En otra fiesta llevan también al campo una estatua de madera con la solemnidad y orden que a los ídolos, y pónenla encima de una gran viga que hincan en tierra y que cercan de palos, arcas y banquillos. Llegan todos los casados, sin faltar ninguno, a ofrecer; ponen lo que ofrecen sobre las arcas y palos; notan la ofrenda de cada uno los sacerdotes que para ello están diputados, y dicen al cabo quién hizo más y mejor presente al ídolo, para que venga a noticia de todos, y aquél es muy honrado por un año entero. Con esta honra hay muchos que ofrecen a porfía. Comen los principales y aun los demás del pan frutas y viandas ofrecidas; lo al reparten los señores y sacerdotes. Descuelgan la estatua en anocheciendo, y échanla en el río, o en el mar si está cerca, para que se vaya con los dioses del agua, en cuyo honor la fiesta se hizo. Otro día de sus fiestas desentierran los huesos de un rey o sacerdote que tuvo gran reputación y súbenlo a un cadahalso que hacen en el campo; llóranlo las mujeres solamente, andando a la redonda, y ofrecen lo que pueden. Tornan luego al otro día aquellos huesos a la sepultura, y ora un sacerdote en alabanza de cuyos son disputa de la inmortalidad del alma y trata del infierno o lugar de penas que los dioses tienen en tierras muy frías, donde se purgan los males, y del paraiso, que está en tierra muy templada, que posee Quejuga, señor grandísimo, manco y cojo, el cual hacía muchos regalos a las ánimas que a su reino iban, y las dejaba bailar, cantar y holgar con sus queridas; y con tanto, quedan canonizados aquellos huesos, y el predicador despide los oyentes, dándoles humo a narices de yerbas y gomas olorosas, y soplándolos como saludador. Creen que viven muchas gentes en el cielo y muchas debajo la tierra, como sus antipodas, y que hay dioses en la mar, y de todo esto tienen coplas los sacerdotes, los cuales cuando mueren los reyes hacen ciertos fuegos como cohe

tes, y dan a entender que son las almas recién salidas del cuerpo, que suben al cielo; y así, los entierran con grandes llantos. La reverencia o salutación que hacen al cacique es donosa, porque ponen las manos en las narices, chiflan, y pásanlas por la frente al colodrillo El rey entonces tuerce la cabeza sobre el hombro izquierdo si quiere dar favor y honra al que le reverencia. La viuda, si su marido muere naturalmente, no se puede casar; si muere por justicia, puede. No admiten las rameras entre las casadas. Juegan a la pelota, al trompo y a la ballesta con arcos, y así son certeros. Tienen plata y aljófar y otras piedras. Hay muchos ciervos, que crían en casa y andan al pasto en el campo con pastores, y vuelven la noche al corral. De su leche hacen queso.

XLIV

El Boriquén.

La isla Boriquén, dicha entre cristianos Sant Juan (1), está en diez y siete y diez y ocho grados y veinte y cinco leguas de la Española, que la tiene al poniente. Es larga leste oeste más de cincuenta leguas, y ancha diez y ocho; la tierra de hacia el norte es rica de oro; la de hacia el sur es fértil de pan, fruta, yerba y pesca. Dicen que no comían estos boriquenes carne; debía ser de animales, que no los tenían; empero de aves sí comían, y aun morciélagos pelados en agua caliente. En las cosas antiguas y naturales son como los de Haití, Española, y en lo moderno también, sino que

(1) La isla Boriquén o Burenquén, que Colón llamó de San Juan Bautista, es hoy la de Puerto Rico. Léase M. FERNÁNDEZ DE NAVARRETE, Viajes de Cristóbal Colón, vol. núm. 18 de la Colección de Viajes Clásicos editada por CALPE. (Nota D.) ·

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