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Luchino Visconti ha sido envenenado por su esposa, y Galeotto, señor de Faenza, asesinado también con la complicidad de su esposa, hija de Bentivoglio, señor de Bolonia, que ha de ensanchar así con ella su poder.

Juana, reina de Nápoles, que no es italiana, es, sin embargo, una figura de su siglo y de este país. Se deshizo de su esposo Andrés de Hungría de la misma manera. Luego ordenó el suplicio de sus cómplices, amordazados. previamente, que ella presenció oculta en una empalizada.

Este suceso evoca el recuerdo de un personaje que atraviesa la historia de Italia como una fulguración y que permite medir toda la distancia a que se ha puesto este país de las organizaciones feudales de Europa. Es Luis de Hungría.

Ha venido al frente de la hosca y bárbara caballería de sus ejércitos innumerables arrastrado por un fiero sentimiento de venganza contra esa Juana que ha sacrificado su her

mano Andrés. La reina le abandonó sus es

tados; pero como no quiere conquistas, Luis regresa a su país. En Aviñón el papa falla el pleito del trono de Nápoles manchado con la sangre de su hermano, reconociéndole derecho a cobrar indemnización por las expensas de la guerra, y Luis la renuncia.

Venecia retiene tierras de Dalmacia, que Luis pretende pertenecen a su corona; para recuperarlas sitia a Zara y asola el Treviso. Venecia se ve obligada a suplicar la paz. Firmaría el tratado que Luis redactara; así lo hace saber por sus embajadores. Luis contestó que no buscaba con la guerra sino las ciudades que habían sido arrancadas a sus antecesores y no botín ni dinero. No las aceptó, pues, y devolvió sus conquistas en el Treviso.

Era sin duda un estado del alma personal y social diverso del que acabamos de presentar en Italia.

Es el que Maquiavelo ha teorizado, no sin duda para formar con César Borgia un mo

delo filosófico, sino el modelo humano en ese momento de la historia de su país.

Y debió serlo cuando los escrúpulos eran la más grave imprudencia, pues si no se envenenaba o masacraba, como lo hacía sabiamente ese desconcertante duque de Valentinois, se corría el riesgo de ser a la vuelta la víctima.

Bien veían pasar rápidamente a los más hábiles generales, príncipes, políticos de la grandeza al infortunio, del poder, de la riqueza y del imperio a la miseria, a la prisión vitalicia en lo alto de una torre, en la obscuridad del silo de un castillo, por la debilidad, la hesitación, la turbación de un solo instante en que triunfó el enemigo en acecho. Galeazzo Visconti, señor de Milán y de siete ciudades, murió como un simple soldado, abandonado y miserable.

Así también Francisco Carrara, principe de Mantua, tipo homérico por la constancia de su adversidad y su fortaleza para desafiarla, ajusticiado con sus dos hijos en Venecia, des

pués de una prisión que fué un suplicio ma

yor.

Sorprende que, no obstante su profundo interés dramático, este personaje no haya sido llevado al teatro.

Saccone de Tarlati, jefe gibelino en Toscana, agoniza. Tiene 96 años. Llama a su hijo. ante su lecho y lo exhorta a asaltar el vecino Castillo de Gressa, aprovechando la confianza en que debía dejar a su dueño la espera de su muerte inminente. Juan Galeazzo Visconti llega al poder por una traición a su tío Bernabé, Caracalbo de Cremona masacrando a sus parientes y 60 de cortejo. Antonio Scala hace matar a su hermano por igual fin.

Y no hemos de repetir las hazañas conocidas del duque de Valentinois y de Castrucci Castracani.

Taine ha descripto en su Filosofia del Arte (1) el espectáculo de las ciudades ita

(1) Tomo I, capítulo V, Peinture d'Italie.

lianas, la psicología de sus habitantes en el

siglo xv.

Aunque ha mostrado las peculiaridades de Italia, que desarrollaron su cultura y le permitieron gustar la belleza instintivamente, ha olvidado una fundamental: su sentido y su aptitud para el comercio, su completo conocimiento y su temprana participación en la vida democrática.

Pero ha incorporado a aquéllas como condición explicativa del arte del Renacimiento y de la historia italianos, peculiar también de la época y del medio, la falta de una paz antigua, de una justicia exacta, de una policía vigilante lo que obligaba a cada uno hacer su propia defensa y por lo tanto a cultivar los músculos y la fuerza, lo que concluyó, como en Grecia, por desplegar al espectáculo y la admiración por los bellos cuerpos.

Esa necesidad habría hecho nacer un género especial de acción, impetuosa, irresistible, que va derecho, súbitamente a lo que hay

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