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monstruoso edificio que fácilmente levanta, ya un inconsiderado celo, ya una irreflexiva aseveración, aun en daño y mengua de la verdad de los hechos, de la razón histórica y del más común sentido. ¿Qué lepra es la impostura, aun en materias literarias, que tan fácilmente se inocula y propaga, y con tanta dificultad se corrige y destruye?

Cómo el confundir á La Torre con Quevedo se oponga á la verdad de los hechos, no hay para qué me esfuerce en encarecerlo: el nuevo Académico ha caracterizado de tal modo las personas de uno y de otro, que no queda sombra de duda. Un argumento, sin embargo, ha apuntado como de paso, al cual me permitiréis dar mayor ensanche, ya porque es, á mi ver, el más concluyente, ya porque traerá ante nosotros un testigo de mayor excepción: testigo, en verdad, de humilde clase, de escasa fortuna, de vida no irreprensible, lisiado y pobre; pero de un nombre tal, que en este sitio no cede el puesto á emperadores ni á santos, y que las naciones todas nos envidian más que la antigua posesión de dos mundos: llámase comunmente Miguel de Cervantes Saavedra.

El manco de Lepanto dió á su amada el nombre de Galatea, el mismo que adoptó La Torre en su égloga VI. El autor del Quijote introduce en el capítulo XIV, parte primera de aquel in

imitable libro, una canción tan parecida á la égloga citada, que no puede ocultar el parentesco.

En una y otra un pastor quiere darse muerte, desesperado y celoso por los desdenes de su amada:

Ya que quieres que muera desamado

(dice el uno),

Ya que quieres, señora, que yo muera
(Injusto premio de mi fe crecida),
Oye mi dolorosa voz postrera
Que, junta con el ánimo cansado,

Sale perdiendo la doliente vida.

Y clama el otro:

Ya que quieres, cruel, que se publique
De lengua en lengua y de una en otra gente,
Del áspero rigor tuyo la fuerza,

Haré que el mismo infierno comunique

Al triste pecho mío un son doliente,

Con que el uso común de mi voz tuerza.

Luego uno y otro amador se dan por satisfechos con alguna ligera muestra de compasión en sus amadas, y dicen á porfía, el uno:

Si tu beldad del cielo soberano

De mi grave dolor enternecida,
Sin el desdén altivo se mostrara,

¿Qué gloria más eterna y más cumplida?

Y el otro:

Si por dicha conoces que merezco
Que el cielo claro de tus bellos ojos

En mi muerte se turbe, no lo hagas;

Que no quiero que en nada satisfagas
Al darte de mi alma los despojos.

En fin, ambos evocan deidades gentílicas para que les hagan el funeral acompañamientos, como era uso entre aquellos eruditos pastores que Petrarca y Tasso dieron á conocer á Boscán y Figueroa, Dice La Torre:

Vos, diosas de las aguas cristalinas,
Sereno cielo, noche tenebrosa,
Marinos dioses, reino sacrosanto,

Hécate de las sombras espantosa,

Deidades sacrosantas y divinas,

Que estáis atentas á mi grave llanto...

Y Cervantes:

Venga, que es tiempo ya, del hondo abismo,
Tántalo con su sed; Sísifo venga

Con el pes terrible de su canto,
Ticio traiga su buitre, y ansimismo
Con su rueda Egïon no se detenga,

Ni las hermanas que trabajan tanto.

Toda esta procesión, señores, para, sin embargo, en diverso punto, y aquí la diferencia. La Torre no la hace llegar más que hasta la melancolía del bello siglo de Garcilaso, y dice (volviendo á los últimos versos):

Deidades sacrosantas y divinas,

Que estáis atentas á mi grave llanto,

Venza ya mi quebranto

La rigurosa ira

De aquélla que os inspira

Al contrario sujeto que procuro,

Por afligir mi desdichada suerte;
Que si me hacéis seguro

Que gusta de mi muerte

Y que en su deseada gracia muero,

Dichoso yo, que alcanzo lo que quiero.

Cervantes hace durar más este extraño y mitológico entierro, hasta que los personajes que evoca alcanzan los nebulosos tiempos del culteranismo; y dice:

Y todos juntos su mortal quebranto
Trasladen á mi pecho; y en voz baja
(Si ya á un desesperado son debidas)
Canten obsequias tristes, doloridas,

Al cuerpo á quien se niegue aun la mortaja.
Y el portero infernal de los tres rostros,
Con otras mil deidades y mil mostros
Lleven el doloroso contrapunto,

Que otra pompa mejor no me parece
Que la merece un amador difunto.

Así se deduce claramente la prioridad de la égloga de La Torre, aun cuando no la persuadiesen más poderosamente la mayor perfección que dió Cervantes á su obra, el plan mejor combinado, más condensado argumento, catástrofe más patética, estrofas uniformes y más pulidas; todo, en fin, menos el estilo y el gusto, que más dependen del siglo que de la pluma, y que ya en Cervantes se aleja de la naturalidad de los petrarquistas y presagia la afectación de los gongorinos.

Ni podía ser de otra manera: no tan fácilmen

te, ni á saltos, adelanta la civilización, ni se quiebra tan ahína la magnífica uniformidad con que marchan por un mismo camino y al mismo compás el poder y la lengua, los hombres y los escritos de una propia nación, dando así claridad y vigor á la que al principio llamé razón histórica.

No temáis, señores, que me extienda aquí en inoportunas y sabidas consideraciones para recordar lo que el habla y la literatura patrias pudieron conservar de la latina; cuánto la impusieron con su conquista los árabes; cómo la engalanaron con flores naturales Alonso X en medio de sus desventuras, y Juan II al son de sus fiestas; de qué manera, en fin, la regalaron atavíos extraños los trovadores aragoneses, trayendo del Oriente sus fábulas y de Provenza sus juegos.

Cosas son éstas para los más sabidas, para otros indiferentes, para todos enojosas; son como las probanzas de nobleza ó como los árboles genealógicos de la musa española. Pero dejadme que os la presente ya zagala, siguiendo en Italia la suerte de un guerrero de Calatrava, galanteada á orillas del Tesino por el tierno Garcilaso de la Vega; joven y esbelta, inocente y alegre. ¡Cuán bellas son sus formas: recuerdan las ideales creaciones del arte antiguo; cuán sin afeite es su atavío, cuán tierna su voz! Ella

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