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la lucha de toros empezó á ser mirada por algunos como diversion sangrienta y bárbara. Gonzalo Fernandez de Oviedo (15) pondera el horror con que la piadosa y magnífica Isabel la Católica vió una de estas fiestas, no sé si en Medina del Campo. Como pensase esta buena señora en proscribir tan feroz espectáculo, el deseo de conservarle sugirió á algunos cortesanos un arbitrio para aplacar su disgusto. Dijéronla que envainadas las astas de los toros en otras mas grandes, para que vueltas las puntas adentro se templase el golpe, no podria resultar herida penetrante. El medio fué aplaudido y abrazado en aquel tiempo; pero pues ningun testimonio nos asegura la continuacion de su uso de creer es que los cortesanos, divertida aquella buena señora del propósito de desterrar tan arriesgada diversion, volvieron á disfrutarla con toda su fiereza.

La aficion de los siguientes siglos, haciéndola mas general y frecuente, le dió tambien mas regular y estable forma. Fijándola en varias capitales, y en plazas construidas al propósito, se empezó á destinar su producto á la conservacion de algunos establecimientos civiles y piadosos. Y esto sacándola de la esfera de un entretenimiento voluntario y gratuito de la nobleza, llamó á la arena cierta especie de hombres arrojados, que doctrinados por la esperiencia, y animados por el interés, hicieron de este ejercicio una profesion lucrativa, y redujeron por

fin á arte los arrojos del valor y los ardides de la destreza. Arte capaz de recibir todavía mayor perfeccion si mereciese mas aprecio, ó si no requiriese una especie de valor y sangre fria, que rara vez se combinarán con el bajo interés.

Asi corrió la suerte de este espectáculo mas ó menos asistido ó celebrado segun su aparato, y tambien segun el gusto y genio de las provincias que le adoptaron, sin que los mayores aplausos bastasen á librarle de alguna censura eclesiástica y menos de aquella con que la razon y la humanidad se reunieron para condenarle. Pero el clamor de sus censores, lejos de templar, irritó la aficion de sus apasionados, y parecia empeñarlos mas y mas en sostenerle, cuando el celo ilustrado del piadoso Carlos III le proscribió generalmente, con tanto consuelo de los buenos espíritus, como sentimiento de los que juzgan de las cosas por meras apariencias.

Es por cierto muy digno de admiracion que este punto se haya presentado à la discusion como un problema dificil de resolver. La lucha de toros no ha sido jamás una diversion, ni cotidiana, ni muy frecuentada, ni de todos los pueblos de España, ni generalmente buscada y aplaudida. En muchas provincias no se conoció jamás en otras se circunscribió á las capitales, y donde quiera que fueron celebrados, lo fué solamente á largos periodos, y concurriendo á verla el pueblo de las capitales y

de tal cual aldea circunvecina. Se puede por tanto calcular que de todo el pueblo de España apenas la centésima parte habrá visto alguna vez este espectáculo. ¿Cómo pues se ha pretendido darle el título de diversion nacional?

Pero si tal quiere llamarse, porque se conoce entre nosotros de muy antiguo; porque siempre se ha concurrido á ella, y celebrado con grande aplauso, porque ya no se conserva en otro pais alguno de la culta Europa. ¿quién podrá negar esta gloria á los españoles que la apetezcan? Sin embargo, creer que el arrojo y destreza de una docena de hombres criados desde su niñez en este oficio, familiarizados con sus riesgos, y que al cabo perecen ó salen estropeados de, él, se puede presentar á la misma Europa como un argumento de valor y bizarría española, es un absurdo. Y sostener que en la proscripcion de estas fiestas, que por otra parte puede producir grandes bienes políticos, hay el riesgo de que la nacion sufra alguna pérdida real, ni en el órden moral ni el civil, es ciertamente una ilusion, un delirio de la preocupacion. Es pues claro que el gobierno ha prohibido justamente este espectáculo, y que cuando acabe de perfeccionar tan saludable designio, aboliendo las escepciones que aun se toleran, será muy acreedor á la estimacion y á los clogios de los buenos y sensatos patricios.

FIESTAS PALACIANAS.

No merece por cierto tan amarga censura otra diversion coetánea de los juegos del circo y de la liza, y harto mas racional que entrambas; esto es, los convites, saraos y fiestas palacianas. Aunque sin el apoyo de ejemplos y autoridades contemporáneos, nos atrevemos á reducirlas al origen y época comun, y á hacerlas subir hasta el siglo XIII en que era ya conocida la danza noble, y que la música introducida en los palacios empezaba á servir al solaz de los príncipes y grandes señores (16). Estos regocijos mas privados, aunque muy eran un accesorio de las fiestas públicas, y tan de ordinario las seguian, que nunca se echaban de menos en lo que entonces se llamaba grandes alegrías, y hacian la mejor parte de ellas.

concurridos,

Acabado el torneo, la justa, ó la corrida de monte, los combatientes se juntaban á comer y departir en comun, ya en el palacio ó castillo del mantenedor de la fiesta, ya en las tiendas ó salas levantadas á propósito. Con ellos concurrian tambien las damas, prelados y caballeros que habian asistido al espectáculo, todos vestidos en gran gala, y seguidos de numerosas cuadrillas de trovadores y juglares, menestriles y tañedores de instrumentos. Ricos paños de oro y seda, y brocados, adornaban las

salas; gran copia de cirios y antorchas las alumbraban; y los metales y piedras preciosas lucian tanto mas en los aparadores y vajillas, cuanto eran entonces mas raros. En fin era en todo magnífico, segun las circunstancias de los tiempos, y el garbo, y facultades del dueño de la fiesta.

En estas galantes asambleas, la conversacion, toda de armas y amores, corria de ordinario por los lances de la pasada fiesta, y por los objetos á que iban consagrados, y dando materia á los aplausos y á las disculpas, y premiando ó consolando á los combatientes, los hacian mas dichosos ó menos infelices. La mú– sica, que ayudada de la poesía y el canto alternaba con la conversacion, ó la cubria, tampoco sonaba sino amores Y bazañas y en ella los trovadores ó poetas líricos del tiempo pugnaban por ostentar su estro y entusiasmo, ya levantando al cielo las proezas del valor, ya los encantos de la hermosura. En medio de tanta alegria se servia la cena, siempre abundante y espléndida, y aun se puede decir que siempre delicada, si se atiende á la complexion y al hábito de vida de unos convidados, que no podian echar menos la variedad de manjares y condimentos con que el arte de cocina se acomodó despues á la degradacion de las fuerzas y de los paladares.

A todo sucedia y ponia fin el baile, que alternando con la conversacion y con la música,

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