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TORCUATO.

Una criada antigua me dió las únicas noticias que tengo de mi origen. Mi madre, señor, fué una de aquellas damas desdichadas á quienes el arrepentimiento de una flaqueza empeña para siempre en el ejercicio de la virtud. Su pundonor y su recato eran estremos. No se contentó con ocultar al público su desgracia por los medios mas esquisitos, sino que pensó toda su vida en remediarla. Una parienta anciana fué la única confidenta de su cuidado. Por medio de esta me hizo criar en una aldea vecina á Salamanca: despues me agregó á su familia con el título de sobrino, fingiendo que mis padres habian muerto en Vizcaya; y en fin, engañó aun á su mismo amante suponiendo mi muerte, y reservando para otro tiempo la noticia de mi existencia. Ni paró aquí su delicadeza : clamó continuamente por la vuelta de mi padre, á quien la necesidad obligara á buscar en paises lejanos los medios de mantener honradamente una familia. Estaba ya cercana su vuelta, y para entonces preparado un matrimonio que debia asegurarme la noticia y la legitimidad de mi orígen; pero la muerte desbarató estos proyectos. Un accidente repentino privó á mi madre de la vida, y á mí de tan dulces y legítimas esperanzas... Mas, señor, vos estais inquieto: ¿ sentís acaso alguna novedad?

JUSTO, mirándole atentamente, y conturbado en estremo.

No hay duda: él es... sí, él es...

Señor...

TORCUATO.

JUSTO, esforzándose para mostrar serenidad.

No, amigo mio, no tengais cuidado, y decidme: ¿ nunca habeis sabido el nombre de ese padre desdichado?

TORCUATO.

No, señor: la única noticia que pude adquirir de él fué que habia pasado con empleo á Nueva España, y que debia regresar con la última flota.

JUSTO.

¡Oh Dios! oh justo Dios! Mi corazon me lo habia dicho.... ¡ Hijo mio!...

TORCUATO, asombrado.

¡ Qué, señor, es posible !...

JUSTO, prontamente.

Sí, hijo mio: yo soy ese padre desdichado, que nunca has conocido.

TORCUATO, de rodillas, y besando la mano de su padre con gran ternura

y llanto.

¡Mi padre!... Ay padre mio! Despues de haber pronunciado tan dulce nombre, ya no temo la muerte.

JUSTO, con estremo dolor y ternura.

¡ Hijo mio! Hijo desventurado!... En qué estado te vuelve el cielo á los brazos de tu padre! (Como antes.)

TORCU ATO.

No, padre mio despues de haberos conocido, ya moriré

contento.

JUSTO, levantándole.

El cielo castiga en este instante las flaquezas de mi liviana juventud... ¿Pero sabes, hijo infeliz, cuál es tu desgracia? Sabes cuánto debe ser mi dolor en este dia?.. Ah! ¿Por qué no suspendí una hora, siquiera una hora?... Tu desdichado padre ha vuelto de su largo destierro solo para ser causa de tu ruina... ¡Ay, Flora! Por cuántos títulos me debe ser dolorosa la noticia de tu muerte!

TORCUATO, con serenidad y ternura.

Bien sé, padre mio, cuál es mi situacion y cuál el funesto ministerio que debeis ejercer conmigo. Pero suponiendo mi suerte inevitable, ¿ no es un favor distinguido de la Providencia, que me restituya á los brazos de mi padre? Ya no moriré con el desconsuelo de ignorar el autor de mis dias : vos me confortaréis en el terrible trance; vuestra virtud sostendrá mi flaqueza; y á Laura (enternecido) le quedará un digno consolador en su triste viudez.

JUSTO, enternecido.

¡Hijo infeliz! Hijo digno de mejor suerte y de un padre menos desdichado! Tu virtud me encanta, y tus discursos me destrozan el corazon... Ah! yo pude salvarte, y te he perdido!... Solo la bondad del Soberano... Sí: su corazon es grande y benéfico, y no desatenderá mis razones.

ESCENA CUARTA.

ESCRIBANO Y LOS DICHOS.

ESCRIBANO, á Justo desde el fondo de la escena.

Señor: el caballero corregidor solicita entrar.

JUSTO, al Escribano.

Aguardad un momento. (A Torcuato.) Hijo mio, reserva en tu corazon este secreto, porque importa á mis ideas; y si el cielo no se doliere de este padre desventurado, ocultemos á la naturaleza un ejemplo capaz de horrorizarla.

ESCRIBANO, desde la puerta.

¡Con qué ternura le habla ! Hasta le da el nombre de hijo por consolarle. ¡ Oh qué ejemplo tan digno de imitacion y de alabanza!

JUSTO, al Escribano.

Que entre. (El Escribano se retira, vuelve con Simon hasta la puerta, y se va.)

Solo me toca obedeceros.

TORCUATO.

ESCENA QUINTA.

SIMON, JUSTO Y TORCUATO.

SIMON.

Perdonad, Sr. Don Justo; esta muchacha no me deja sosegar un instante: si no la detengo, ya venia de speñada á echarse á vuestros pies. Clama por su marido, y dice que no quiere separarse de su lado. Tambien desea verle Don Anselmo

JUSTO.

Ah! Si supieran cuál es su suerte!

SIMON, á Torcuato.

¡Muy buena la hemos hecho, Torcuato! Mira en qué estado nos has puesto!

JUSTO, con gravedad.

Sr. Don Simon, ya no es tiempo de reconvenciones. Si no os doleis de su triste situacion, al menos no le aflijais.

TORCUATO, á Justo.

Pero, señor, se me negará el consuelo...

JUSTO, con blandura.

¿Para qué quereis esponeros á la angustia de ver las lágrimas de vuestra esposa y vuestro amigo? Tan tiernos objetos solo pueden serviros de mayor quebranto. Yo quiero escusárosle, amigo mio: retiraos un instante, y tratad de tranquilizar vuestro espíritu. Quizá en mejor ocasion podréis satisfacer tan justo deseo. (A los centinelas.) Hola, retiradle. (Los centinelas se van con Torcuato en la misma forma que han salido.)

ESCENA SEXTA.

JUSTO Y SIMON.

SIMON, viendo salir a Torcuato.

¡Este mozo nos ha perdido! Mi casa está hecha una Babilonia todos lloran, todos se afligen, y todos sienten su desgracia. Ve aquí, Sr. Don Justo, las consecuencias de los desafíos. Estos muchachos quieren disculparse con el honor, sin advertir que por conservarle atropellan todas sus obligaciones No: la ley los castiga con sobrada razon.

JUSTO.

Otra vez hemos tocado este punto, y yo creia haberos convencido. Bien sé que el verdadero honor es el que resulta del ejercicio de la virtud, y del cumplimiento de los propios deberes. El hombre justo debe sacrificar á su conservacion todas las preocupaciones vulgares; pero por desgracia la solidez de esta máxima se esconde á la muchedumbre. Para un pueblo de filósofos seria buena la legislacion que castigase con dureza al que admite un desafío, que entre ellos fuera un delito grande. Pero en un pais, donde la educacion, el clima, las costumbres, el genio nacional, y la misma constitucion inspiran á la nobleza estos sentimientos fogosos y delicados á que se da el nombre de pundonor; en un pais, donde el mas honrado es el menos sufrido, y el mas valiente el que tiene mas osadía; en un pais en fin, donde á la cordura se llama cobardía, y á la moderacion falta de espíritu: ¿ será justa la ley que priva de la vida á un desdichado solo porque piensa como sus iguales? Una

ley que solo podrán cumplir los muy virtuosos, ó los muy cobardes?

SIMON.

Pero, señor, yo creia que el mejor modo de hacer á los mozos mas sufridos era agravar las penas contra los temerarios.

JUSTO.

Cuando haya mejores ideas acerca del honor, convendrá acaso asegurarlas por ese medio; pero entre tanto las penas fuertes serán injustas, y no producirán efecto alguno. Nuestra antigua legislacion era en este punto menos bárbara. El genio caballeresco de los antiguos españoles hacia plausibles los duelos, y entonces la legislacion los autorizaba; pero hoy pensamos, poco mas o menos como los godos, y sin embargo castigamos los duelos con penas capitales.

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SIMON.

Esos discursos, señor, son demasiado profundos; yo no soy filósofo, ni los entiendo, pero estoy muy mal con que los

mozos...

JUSTO, con alguna aspereza.

Dejemos una contestacion que debe afligirnos á entrambos, y vamos á consolar á Laura, pues tanto lo necesita.

SIMON.

Pero, decidme, ¿no habrá algun medio de salvar á Torcuato ?

JUSTO, con seriedad.

Esa pregunta es bien estraña en quien sabe las obligaciones de un juez. El órgano de la ley no es árbitro de ella. No tengo mas arbitrio que el de representar; y pues habeis oido como pienso, podréis inferir si lo habré hecho con eficacia.

SIMON.

Oh! pues si habeis representado, yo confio...

JUSTO.

No haréis bien en confiar. Las representaciones de un juez suelen valer muy poco cuando conspiran á mitigar el rigor de una ley reciente. Sin embargo, la Providencia... la piedad del Soberano...

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