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generosidad con que Fernando VI proteguió y llevó á lá mayor pompa la escena italiana, que su padre habia acogido y dado á conocer entre nosotros. Bajo Cárlos III el Bueno ganó algo la música, y mucho la decoracion, rayando mas de una vez la esperanza de que se reformasen las demas partes de este espectáculo. Aun hubo un dichoso instante en que pareció que nuestra escena caminaba ya al mayor esplendor; pero una suerte aciaga detuvo aquel impulso. Competencias, disgustos, persecuciones, tristes accidentes que quisiéramos borrar de nuestra memoria, volvieron á sepultarla en mayor abandono. Sucesivamente se fueron cerrando los teatros de las provincias; y el espectáculo que las habia entretenido casi por el espacio de tres siglos, vino al fin á formar la diversion de tres solas capitales.

Acaso estaba seservada la gloria de reformarle al augusto Cárlos IV. ¿Por qué no lo esperarémos así, cuando el gobierno vuelve su atencion á un objeto tan descuidado antes de ahora? Cuándo nos convida á tejer la historía de este importante ramo de policía pública, sin duda para ponerle en la mayor perfeccion? La Academia no puede dejar de concurrir á tan justo y provechoso designio; pero antes de discurrir so bre este punto, examinarémos los dos principales obstáculos que han retardado tan deseada revolucion.

¿En qué puede consistir el encono con que ciertas gentes, al parecer sabias y sensatas, se han empeñado en combatir el teatro desde sus primeros ensayos? No hablemos de las censuras canónicas, solo aplicables á la escena de las antiguas, ó á las torpes truhanadas de la media edad (91); hablemos solo de los ataques con que han combatido la escena moderna muchos de nuestros teólogos. Felipe II sobresaltado con sus clamores, hubo de recurrir á las universidades de Salamanca y Coimbra, sin cuya aprobacion hubiera acaso enmudecido la Talía casteIlana. En tiempo de su hijo solo se salvó de la proscripcion, al favor de los reglamentos de policía que reprimieron sus excesos. ¿Con qué vehemencia no declamó contra ellos el P. Mariana, cuando ya no salian mugeres á las tablas ? Con qué ca lor no se encendieron de nuevo las disputas teológicas en los reinados de Felipe IV, de Cárlos II, y del presente siglo? El problema parece indeciso aun en nuestros dias, y mientras el

gobierno se convierte á mejorar y perfeccionar los espectáculos, hay gentes que se atreven todavía á predicar y escribir, que es un grave pecado autorizarlos, consentirlos, y concurrir á ellos. ¿En qué consiste, pues, ó de dónde viene tan monstruosa contradiccion? Por ventura, la tolerancia y el silencio de la autoridad pública á vista de tan vehementes censuras, puede suponer otra cosa, que una íntima conviccion de los vicios que manchan nuestra escena?

Y atendido su estado (seamos imparciales), atendidos su corrupcion y sus defectos, ¿no seria cosa por cierto durísima cerrar la boca á los ministros del altar sobre un objeto que ofende tan abiertamente, no ya los santos y severos principios de la moral cristiana, sino tambien las mas vulgares máximas de la razon y la política? Púrguese de una vez el teatro de sus vicios; restitúyase al esplendor y decencia que pide el bien pú blico; y si entonces, cuando ya hubiese callado el celo, resonaren todavía las indiscretas voces de la parcialidad y la preocupacion, la autoridad, que debe cansarse alguna vez de luchar con semejantes obstáculos, haga valer los derechos que le dan la razon y las leyes para imponerles silencio.

Sin embargo, es preciso confesar que el atraso de là escena y la retardacion de su reforma, ha consistido mas principalmente en sus defensores y apologistas. Como hay siempre gentes para todo, en cada época de su persecucion encontró el teatro campeones que saliesen á la palestra á rechazar los ataques; y como la opinion y el interés de la muchedumbre es tuviesen siempre de su parte, jamás hallaron difícil la victoria. De este modo la ignorancia, el mal gusto y la licencia, perpetuados sobre la escena, impusieron silencio al celo y la ilustracion, é hicieron casi imposible el remedio.

Ofenderia yo la sabiduría de la Academia si la creyese de parte de tan necias apologías. ¿Cómo es posible alucinarse sobre una cuestion de hecho, en la cual la asistencia de una semana al teatro vale mas que todos los miserables argumentos empleados en su favor, y aun mas tambien que las vagas declamaciones, y el fastidioso fárrago de centones y lugares comunes con que los moralistas han combatido lo que no conocieron? Pero los eruditos é imparciales escritores, que despues de analizar nuestros mejores dramas, han señalado y expues

to sencillamente sus grandes defectos, Cervantes, Luzan, Nasarre, Valdeflores, Pensador, Censor, Memorial literario, la Espigadera, y otros muchos que, como filósofos, como críticos ó como políticos, trataron este punto, le han puesto al fin fuera de toda controversia, y nos excusan de renovar tan añeja é importuna discusion.

Por lo que á mí toca, estoy persuadido á que no hay prueba tan decisiva de la corrupcion de nuestro gusto, y de la depravacion de nuestras ideas, como la fria indiferencia con que dejamos representar unos dramas en que el pudor, la caridad, la buena fe, la decencia, y todas las virtudes, y todos los principios de sana moral, y todas las máximas de noble y buena educacion, son abiertamente conculcados. ¿Se cree por ventura que la inocente puericia, la ardiente juventud, la ociosa y regalada nobleza, el ignorante vulgo pueden ver sin peligro tantos ejemplos de impudencia y grosería, de ufanía y necio pundonor, de desacato á la justicia y á las leyes, de infidelidad á las obligaciones públicas y domésticas, puestos en accion, pintados con los colores mas vivos, y animados con el encanto de la ilusion, y con las gracias de la poesía y de la música? Confesémoslo de buena fe: un teatro tal es una peste pública, y el gobierno no tiene mas alternativa que reformarle, ó proscribirle para siempre.

¿ Pero acaso podrá tomar sin riesgo este último partido? He aquí otra discusion que no puede evitar la Academia. La nacion ha perdido todos sus espectáculos. Ya no hay memoria de los torneos; la hay apenas de los fuegos de artificio; han cesado las máscaras ; se han prohibido las luchas de toros, y se han cerrado casi todos los teatros: ¿qué espectáculos, pues, qué juegos, qué diversiones públicas han quedado para el entretenimiento de nuestros pueblos ? Ningunos.

¿Y es esto un bien, ó un mal? Es una ventaja, ó un vicio de nuestra policía? Para resolver este problema basta enunciarle. Creer que los pueblos pueden ser felices sin diversiones es un absurdo; creer que las necesitan y negárselas, es una inconsecuencia, tan absurda como peligrosa; darles diversiones, y prescindir de la influencia que pueden tener en sus ideas y costumbres, seria una indolencia harto mas absurda, cruel y peligrosa que aquella inconsecuencia : resulta

pues que el establecimiento y arreglo de las diversiones públicas será uno de los primeros objetos de toda buena política. He aquí lo que me ocupará en lo restante de esta memoria.

SEGUNDA PARTE.

Para exponer mis ideas con mayor claridad y exactitud, dividiré el pueblo en dos clases, una que trabaja, y otra que huelga comprehenderé en la primera todas las profesiones que subsisten del producto de su trabajo diario, y en la segunda las que viven de sus rentas ó fondos seguros. ¿ Quién no vé la diferente situacion de una y otra con respecto á las diversiones públicas? Es verdad que habrá todavía muchas personas en una situacion media; pero siempre pertenecerán á esta ó aquella clase, segun que su situacion incline mas o menos á la aplicacion ó á la ociosidad. Tambien resultará alguna diferencia de la residencia en aldeas ó ciudades, y en poblaciones mas o menos numerosas; pero es imposible definirlo todo. No obstante, nuestros principios serán fácilmente aplicables á todas clases y situaciones. Hablemos primero del pueblo que trabaja.

Este pueblo necesita diversiones, pero no espectáculos. No ha menester que el gobierno le divierta, pero sí que le deje divertirse. En los pocos dias, en las breves horas que puede destinar á su solaz y recreo él buscará, él inventará sus entretenimientos; basta que se le dé libertad y proteccion para disfrutarlos. Un dia de fiesta claro y sereno en que pueda libremente pasear, correr, tirar á la barra, jugar á la pelota, al tejuelo, á los bolos, merendar, beber, bailar, y triscar por el campo, llenará todos sus deseos, y le ofrecerá la diversion y el placer mas cumplidos. ¡A tan poca costa se puede divertir á un pueblo, por grande y numeroso que sea!

Sin embargo, ¿cómo es que la mayor parte de los pueblos de España no se divierten en manera alguna? Cualquiera que baya corrido nuestras provincias, habrá hecho muchas veces esta dolorosa observacion. En los dias mas solemnes, en vez de la alegría y bullicio que debieran anunciar el contento de sus moradores, reina en las calles y plazas una perezosa inaccion, un triste silencio, que no se pueden advertir sin ad mi

no

racion ni lástima. Si algunas personas salen de sus casas, parece sino que el tedio y la ociosidad las echan de ellas, y las arrastran al ejido, al humilladero, á la plaza ó al pórtico de la iglesia, donde, embozados en sus capas, ó al arrimo de alguna esquina, ó sentados, ó vagando acá y acullá sin objeto, ni propósito determinado, pasan tristemente las horas y las tardes enteras sin espaciarse ni divertirse. Y si á esto se añade la aridez é inmundicia de los lugares, la pobreza y desaliño de sus vecinos, el aire triste y silencioso, la pereza y falta de union y movimiento que se nota en todas partes, ¿quién será el que no se sorprenda y entristezca á vista de tan raro fenómeno?

:

No es de este lugar descubrir todas las causas que concurren á producirle sean las que fueren, se puede asegurar que todas emanarán de las leyes. Pero sin salir de nuestro propósito no podemos callar, que una de las mas ordinarias y conocidas está en la mala policía de muchos pueblos. El celo indiscreto de no pocos jueces se persuade á que la mayor perfeccion del gobierno municipal se cifra en la sujecion del pueblo, y á que la suma del buen órden consiste en que sus moradores se estremezcan á la voz de la justicia, y en que nadie se atreva á moverse, ni cespitar al oir su nombre. En consecuencia, cualquiera bulla, cualquiera gresca ó algazara recibe el nombre de asonada y alboroto; cualquiera disension, cualquiera pendencia es objeto de un procedimiento criminal, y trae en pos de sí pesquisas, y procesos, y prisiones, y multas, y todo el séquito de molestias y vejaciones forenses. Bajo tan dura policía el pueblo se acobarda y entristece, y sacrificando su gusto á su seguridad, renuncia la diversion pública é inocente, pero sin embargo peligrosa, y prefiere la soledad y la inaccion, tristes á la verdad y dolorosas, pero al mismo tiempo

seguras.

De semejante sistema han nacido infinitos reglamentos de policía, no solo contrarios al contento de los pueblos, sino tambien á su prosperidad, y no por eso observados con menos rigor y dureza. En unas partes se prohiben las músicas y cencerradas, y en otras las veladas y bailes. En unas se obliga á los vecinos á cerrarse en sus casas á la queda, y en otras á no salir á la calle sin luz, á no pararse en las esquinas, á no

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