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mero de ellos el mérito de un caballero. Desde entonces ya nadie pudo ser enamorado sin ser valiente, nadie cobarde sin el riesgo de ser infeliz y desdeñado. Y cuando el lujo introdujo en estos juegos otra especie de vanidad, abriendo á la riqueza un medio de ocultar entre el esplendor de sus galas las menguas de la gallardía, el ingenio entró en otra mas noble competencia, llegando algunas veces con la agudeza de sus motes y divisas, adonde no podia rayar la riqueza con todos sus te

soros.

Así se engrandeció este espectáculo. La idea que hoy conservamos de él es ciertamente muy mezquina y distante de su magnificencia, pero crece al paso que se levanta la consideracion á sus circunstancias. Porque ¿quién se figurará una anchísima tela pomposamente adornada y llena de un brillante y numerosísimo concurso: ciento ó doscientos caballeros ricamente armados y guarnidos, partidos en cuadrillas y prontos á entrar en lid: el séquito de padrinos y escuderos, pajes y palafreneros de cada bando : los jueces y fieles presidiendo en su catafalco para dirigir la ceremonia y juzgar las suertes: los farautes corriendo acá y allá para intimar sus órdenes, y los tañedores y menestriles alegrando y encendiendo con la voz de sus añafiles y tambores: tantas plumas y penachos en las cimeras, tantos timbres y emblemas en los pendones, tantas empresas y divisas y letras amorosas en las adargas: por todas partes giros y carreras, y arrancadas y huidas por todas choques y encuentros, y golpes y botes de lanza, y peligros y caidas y vencimientos? Quién, repito, se figurará todo esto sin que se sienta arrebatado de sorpresa y admiracion? Ni quién podrá considerar aquellos valientes paladines ejercitando los únicos talentos que daban entonces estimacion y nombradía en una palestra tan augusta, entre los gritos del susto y del aplauso, y sobre todo á vista de sus rivales y sus damas, sin sentir alguna parte del entusiasmo y la palpitacion que herviria en sus pechos aguijados por los mas poderosos incentivos del corazon humano, el amor y la gloria?

Por eso cuando Jorge Manrique, deplorando la muerte de su padre el Maestre de Santiago, recordaba el esplendor y la grandeza de la corte en que Don Rodrigo pasara su juventud, prorumpe en estas tan sentidas palabras:

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Aquella, en efecto, fué la época en que mas brillaron el esfuerzo y la galantería castellana. Juan el II á imitacion de su tatarabuelo, fué muy dado á estas diversiones, presentándose muchas veces en ellas, y logrando mas aplausos que los que desperdiciaba la adulacion. ¿Y quién de nosotros ignora aqueIla célebre justa, que con admiracion de naturales y extranjeros mantuvo el valiente paladin asturiano, Suero de Quiñones, en el paso del puente de Orbigo, famoso por este suceso, y de la cual cantó otro Poeta:

Aun dura en la comarca la memoria
de tanta lid, y la cortante reja
descubre aun por los vecinos campos

pedazos de las picas y morriones,

petos, caparazones y corazas,

en los tremendos choques quebrantados.

Con varia suerte continuó este espectáculo hasta el siglo anterior. Habíanle prohibido los concilios, privando á los que morian en él de sepultura eclesiástica, y aun los reyes de Francia vedaron los torneos fuera de la corte. Pero la prohibicion de los Cánones, que no aparece en nuestra disciplina nacional, se entendió de aquellos torneos y justas que los Franceses llamaban á fer emoulu (que pudiéramos traducir á casquillo quitado), porque en ellos el riesgo de muerte era próximo. Aun la que se hizo en Francia es atribuida por el Presidente Hainault á la política de sus reyes, que querian atraer los nobles á la corte. Ello es que entre nosotros corrieron sin tropiezo, hasta que ridiculizadas las ideas caballerescas por la obra inmortal de Cervantes, y mas aun por el abatimiento en que cayó la nobleza á fines de la dinastia austriaca, acabaron del todo estos espectáculos, perdiendo el pueblo uno de sus mayores entretenimientos, y la nobleza uno de los primeros estímulos de su elevacion y carácter.

¿

Y porqué no lo mirarémos como una pérdida? sin duda que á los ojos de la moderna cultura desaparece toda la ilusion de este espectáculo, y que nada se ve en los torneos que no huela á ignorancia y barbarie. Pero sin aprobar lo que podia haber en ellos de bárbaro y brutal (85), ¿qué nombre darémos á esta comezon de crítica, que perdiendo de vista las costumbres Ꭹ los tiempos, no sabe descubrir aquel secreto vínculo que tan poderosamente los enlaza? Pues qué cuando la nobleza, encargada de la defensa pública, formaba nuestra caballería, y en ella el mas poderoso nervio de nuestras huestes; cuando se lidiaba de hombre á hombre, y cuerpo á cuerpo, y cuando la táctica de los campos era exactamente la misma que la de las lizas, ¿podrémos mirar como ageno de la educacion de la nobleza un ejercicio tan conforme á su profesion y á sus deberes? ¡ Rara contradiccion por cierto! Censuramos como bárbaros el espíritu y bizarría de la antigua nobleza, y baldonamos á la nobleza actual por haberlos perdido! Seamos mas justos; y si aplaudimos el destierro de aquel furor que

reinaba en los torneos, dolámonos á lo menos de no haber acertado á mejorarlos; dolámonos de no haber subrogado cosa alguna á un espectáculo tan magnífico, tan general y tan gratuito. ¿Hay por ventura algo que se le parezca en nuestras ruines, exclusivas y compradas fiestas? Hay alguna que tenga la mas pequeña relacion, ó là mas remota influencia (se entiende provechosa ) en la educacion pública?

Toros.

Ciertamente que no se citará como tal la lucha de toros, á que nos llaman ya la materia y el orden de este escrito. Las leyes de Partida la cuentan entre los espectáculos ó juegos públicos. La 57, tít. 15, part. 1, la menciona entre aquellas â que no deben concurrir los perlados. Otra ley (la 4 part. 7. de los Enfamados) puede hacer creer que ya entonces se ejercitaba este arte por personas viles, pues qué coloca entre los infames á los que lidian con fieras bravas por dinero. Y si mi memoria no me engaña, de otra ley ú ordenanza del fuero de Zamora se ha de deducir, que hácia los fines del siglo x111 había ya en aquella ciudad, y por consiguiente en otras, plaza ó sitio destinado para tales fiestas.

Como quiera que sea, no podemos dudar que este fuese tambien uno de los ejercicios de destreza y valor á qué se dieron por entretenimiento los nobles de la edad media. Como tálés los hallamos recomendados mas de una vez, y de ello da testimonio la crónica del Conde de Buelna. Hablando su cronista del valor con que este paládín, tantas veces triunfante en las justas de Castilla y Francia, se distinguió en los juegos celebrados en Sevilla para festejar el recibimiento de Enrique III cuando pasó allí desde el cerco de Gijon. « E algunos, dice, corrian toros, en los cuales non fué ninguno que tanto se esmerase con ellos, así á pie como á caballo, esperándolos, poniéndose á gran peligro con ellos, é faciendo golpes de espada tales, que todos eran maravillados (86).

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Continuó esta diversion en los reinados sucesivos, pues la hallamos mencionada entre las fiestas con qué el condestable Señor de Escalona celebró la presencia de Juan el II cuando vino por la primera vez á esta gran villa, de que le hicieron merced.

Andando el tiempo, y cuando la renovacion de los estudios iba introduciendo mas luz en las ideas, y mas humanidad en las costumbres, la lucha de toros empezó á ser mirada por algunos como diversion sangrienta y bárbara. Gonzalo Fernandez de Oviedo (87) pondera el horror con que la piadosa y magnífica Isabel la Católica vió una de estas fiestas, no sé si en Medina del Campo. Como pensase esta buena señora en proscribir tan feroz espectáculo, el deseo de conservarle sugirió á algunos cortesanos un arbitrio para aplacar su disgusto. Dijéronla que envainadas las astas de los toros en otras mas grandes, para que vueltas las puntas adentro se templase el golpe, no podria resultar herida penetrante. El medio fué aplaudido y abrazado en aquel tiempo; pero pues ningun testimonio nos asegura la continuacion de su uso, de creer es que los cortesanos, divertida aquella buena señora del propósito de desterrar tan arriesgada diversion, volvieron á disfrutarla con toda su fiereza.

La afición de los siguientes siglos, haciéndola mas general y frecuente, le dió tambien mas regular y estable forma. Fijándola en varias capitales, y en plazas construidas al propósito, se empezó á destinar su producto á la conservacion de algunos establecimientos civiles y piadosos. Y esto, sacándola de la esfera de un entretenimiento voluntario y gratuito de la noblezá, llamó á la arena cierta especie de hombres arrojados, que doctrinados por la experiencia, y animados por el interés, hicieron de este ejercicio una profesion lucrativa, y redujeron por fin á arte los arrojos del valor y los ardides de la destreza. Arte capaz de recibir todavía mayor perfección si mereciese mas aprecio, ó si no requiriese una especie de valor y sangre fria, que rara vez se combinarán con el bajo interés.

Así corrió la suerte de este espectáculo más o menos asistido ó celebrado según su aparato, y tambien según él gusto y genio de las provincias que le adoptaron, sin que los mayores aplausos bastasen á librarle de alguna censura eclesiástica, y menos de aquella con que la razon y la humanidad se reunieron para condenarle. Pero el clamor de sus censores, lejos de templár, irritó la aficion de sus apasionados, y parecia empeñarlos mas y mas en sostenerle, cuando el célo ilustrado del piadoso Cárlos III le proscribió generalmente, con tanto con

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