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resados en alejarlas del conocimiento de aquellos mismos, á quienes conviene mas descubrirlas y saberlas? Pero yo hablo á un congreso, donde nada de lo que voy á decir parecerá nuevo ni estraordinario, y sobre todo á unos sabios que dotados de tanta buena fe como ilustracion, no creerán que mi voz se dirige á sus oidos para inspirarles ideas menos convenientes á la gravedad de los que oyen, que á la modestia del que dis

curre.

Digámoslo claramente: si la antigua legislacion de que hablamos es digna de nuestros elogios por la absoluta conformidad que habia entre ella y la constitucion coetánea, es preciso confesar que esta misma constitucion tenia dentro de si ciertos vicios generales que conspira ban á destruirla, y que estos vicios estaban de algun modo autorizados por las leyes. El poder de los señores era demasiado grande, y en la primera dignidad no habia entonces bastante autoridad para moderarle. Toda la fuerza del estado estaba en manos de los mismos señores cada uno podia disponer de un pequeño ejército, compuesto de sus vasallos, y amigos y parientes: los maestres de las órdenes militares tenian en su séquito una porcion de milicia la mas ilustre y numerosa los prelados, en calidad de propietarios, disponian tambien de una porcion de brazos que se sustentaban de sus tierras; y aun los concejos acudian á las guerras, llevando una numerosa comitiva bajo de sus pendones. Es verdad que toda esta fuerza estaba subordinada por la constitucion al príncipe, á quien debia seguir todo vasallo en sus espediciones; pero en el efecto estos eran siempre unos auxilios precarios, y depen dientes de la voluntad ó del capricho de los señores. Aun cuando se prestaran sin resistencia á los designios del monarca, era de cargo de este mantenerlos en la guerra. Por un antiguo privilegio de la nobleza no debia esta militar sino á sueldo del príncipe. El erario era entonces muy pobre, los tributos pocos y temporales, los recursos difíciles, y siempre pendientes del arbitrio de las córtes: ¿qué era, pues, el príncipe en esta constitucion, sino un gefe subordinado al capricho de sus vasallos?

Yo bien sé que en otros muchos puntos la dependencia era recíproca, y que los nobles debian seguir al monarca, ó porque podia separad amente oprimirlos, ó porque de él solo po

dian esperar grandes recompensas; pero esto mismo dividió la nacion muchas veces en partidos, y aquel era mas fuerte donde cargaba la mayor parte de los grandes propietarios. El príncipe no tenia por la constitucion medios para reprimir es. tos escesos; era preciso que los buscase en el arte y la política. Ninguno tan seguro, como el de dividir á los señores para debilitarlos; y como el interés era el móvil universal, los príncipes astutos manejaban diestramente este muelle para ganar á unos y castigar á otros, recompensa do á sus afectos con lo que quitaban á sus contrarios. Así se vió muchas veces vacilando la suerte del Estado, sepultada la nacion en la a narquía mas funesta, y empleadas en guerras intestinas las armas que debieran dirigirse contra los comunes enemigo s.

Pero sobre todo, en esta constitucion yo buscó un pueblo libre, y no le encuentro. Entre unos príncipes subordinados, y unos señores indepen dientes, ¿qué otra cosa era el pueblo que un rebaño de esclavos, destinado á saciar la ambicion de sus señores? Este pueblo que debia mantener con su sudor al príncipe, se ve separado del príncipe para alimentar la codicia de los señores; y puesto bajo la proteccion de los señores, se le forzaba á levantar sus manos contra el príncipe que debia proteger. Ninguna cosa podia librar de esta suerte á un paeblo que no sabia lo que era libertad. Con efecto la libertad era entonces un bien tan desconocido á la última clase, que los mismos pueblos libres, llamados behetrías, creian no poder vivir sin reconocer un dueño. Para huir de la opresion con que los amenazaba la ambicion por todas partes, buscaban un protector, y hallaban un tirano; y como el derecho de eleccion los autorizaba para abandonarlo, no pudiendo vivir sin obedecer, corrian voluntariamente á otras cadenas : á la manera de aquellos miserables, de quienes cuenta Aristóteles que rendian espontáneamente su libertad para asegurar en los horrores del cautiverio una preca ria y miserable subsistencia. El único resorte que podia mover la constitucion para evitar los inconvenientes que producia ella misma, eran las córtes. Pero en las Cortes preponderaba tambien el poder de las primeras clases: la nobleza y los eclesiásticos eran igualmente interesados en su independencia, y en la opresion del pueblo; los consejos que le representaban, eran re presentados tam.

bien por personas tocadas del mismo interés, y á quienes dolia muy poco la suerte de la plebe inferior: en una palabra, una constitucion que permitia que el estado se compusiese de muchos miembros poderosos y fuertes, en que los vínculos de union eran pocos y débiles, y los principios de division muchos y muy activos; una constitucion, en fin, en que los señores lo podian todo, el príncipe poco, y el pueblo nada, era sin duda una constitucion débil é imperfecta, peligrosa y vacilante.

La legislacion siguió siempre sus huellas, y aunque es preciso confesar, que confrontada con la constitucion era buena y sabia, tambien es cierto que participaba de sus vicios y defectos. El mas particular era la falta de uniformidad. Apenas se conocian leyes generales. Todos vivian con sus leyes, y eran juzgados por sus jueces : los hijos-dalgo tenian su fuero particular; cada consejo tenia el suyo; y aun dentro de una misma villa, como hemos dicho, cada clase de habitadores tenia sus leyes y sus jueces. Por lo mismo el gobierno civil era vario, incierto y dividido; y en aquel tiempo la porcion de España libre del yugo sarraceno, mas que una nacion compuesta de varios pueblos y provincias, parecia un estado de confederacion compuesto de varias pequeñas repúblicas.

Tal era el estado de las cosas cuando el deseo de reducir la legislacion á un sistema uniforme sugirió en el siglo XIII la idea de formar un código general. Dos grandes príncipes, Don Fernando el III y Don Alonso el X trabajaron en esta digna empresa; esto es, el mas sabio y el mas santo de los reyes que dominaron en aquellos siglos. El primero apenas hizo otra cosa que proyectarla; pero animado el último por aquella constancia invencible con que se aplicaba á promover los proyectos literarios, logró llevar al cabo la formacion de las Partidas; código el mas sabio, el mas completo, el mas bien ordenado que pudo producir la rudeza de aquellos tiempos.

Bien conocia el Rey Sabio que era menester preparar la nacion para que conociese este beneficio y le admitiese. Con esta idea compuso el Fuero de las Leyes, y aforó segun él algunas villas y ciudades. En 1255 le declaró en Búrgos por fuero general, y le dió como tal á los concejos de Castilla. Así trataba de acostumbrarlos á reconocer una legislacion uniforme, para

abrir despues el tesoro de sus Partidas, y hacerlas introducir en todas partes.

Los nobles de Castilla, que conocieron el golpe que iba á recibir su autoridad con la admision de estos códigos, trataron seriamente de evitarle. Empezaron desde luego á manifestar su resentimiento con poco disimulo. Quejábanse de que se les quitaban sus propias y antiguas leyes, para someterlos á otras nuevas, y pidiendo altamente la restitucion de sus fueros, le decian á Don Alfonso que débia conservárselos, como habian hecho su padre y abuelos. El sabio Rey hubiera desatendido la queja que sugeria el interés, y avivaba la prepotencia de los señores, si la necesidad de conservarlos amigos no le hubiese forzado á recibirla. Por fin los clamores de los hijos-dalgo lograron ser oidos al cabo de diez y siete años, y por una ordenanza espedida en 1272 se mandó que se volviese á juzgar como antes por el Fuero viejo de Castilla.

Un siglo de tentativas y pretensiones costó despues la admision de las Partidas, que al fin se publicaron en Alcalá en 1348. Pero aun entonces quedó salva la autoridad de los fueros municipales, y de forma que las Partidas se recibieron mas bien como un suplemento á la incompleta legislacion antigua, que como una nueva legislacion, hasta que con el progreso de los tiempos, el empeño de unos, la tolerancia de otros, y las ocultas y pequeñas causas que influyen siempre en el destino de los sucesos públicos, hicieron admitir y respetar generalmente los códigos Alfonsinos.

Con efecto, desde este punto que forma una nueva época en la historia de la legislacion de España, es ya mas fácil señalar las causas que la alteraron, y por mejor decir, la corrompieron. Me parece que se puede decir sin temeridad que ninguna cosa contribuyó tanto como las Partidas á trastornar nuestra jurisprudencia nacional, por donde volvió á introducirse entre nosotros el gusto de las leyes romanas. Los jurisconsultos que ayudaron á Don Alfonso en esta compilacion, que eran sin duda de la escuela de Bolonia, copiaron en ella no solo las leyes de Roma, sino tambien las opiniones de los jurisconsultos italianos. Desde entonces no se pudieron entender las Partidas sin recurrir á estas fuentes. La jurisprudencia romana empezó á ser por este medio uno de los estudios mas estima

dos, y los que la profesaban formaban en el público una clase distinguida y separada. La interpretacion de las leyes del Digesto y Código era no solo su principal, sino su único objeto. Todo se juzgaba segun la jurisprudencia romana; y de aquí vino que empezando á respetarse como leyes las opiniones de los jurisconsultos boloñeses, se introdujese entre nosotros un derecho que era muchas veces diferente, y no pocas contrario á nuestras leyes nacionales.

Pero aun es mas digno de notar que las Partidas fueron tambien el conducto por donde se introdujo el derecho canó. nico, con todas las máximas y principios de los canonistas italianos. La simple lectura de la primera Partida es una prueba concluyente de esta vedad. Y ved aquí como una nacion que con las decisiones de sus propios concilios podia formar un código eclesiático el mas puro y completo, fué abrazando sin discrecion el decreto de Graciano, y las Decretales Gregorianas, con todo cuanto habia introducido en ellos de apócrifo y supuesto la malicia del impostor Isidoro, la buena fe de los compiladores, y la adulacion de los jurisconsultos boloñeses. Este derecho se vió desde entonces formar como una parte de la legislacion nacional, en la que se abrazaron todas las máximas ultramontanas, para que fuesen repentinamente erigidas en leyes. Y de aquí provino que autorizadas despues con el tiempo, dominaron no solo generalmente en nuestras escuelas, sino tambien en nuestros tribuna les, sin que la ilustracion de los mas sabios jurisconsultos ni el celo de los mas sabios magistrados hayan logrado desterrarlas todavía al otro lado de los Alpes, donde nacieron.

Séame lícito preguntar aquí: ¿si podrán nuestros jurisconsultos concebir sin el auxilio de la historia este trastorno, que causaron en las ideas legales los códigos Alfonsinos? Si podrán conocer las fuentes de las varias leyes contenidas en ellos? ¿Si podrán penetrar su espíritu, descubrir su fuerza, calcular sus efectos y deducir su utilidad ó su perjuicio? Pero yo no debo fatigar vuestros oidos con unas reflexiones que escita á cada paso la narracion de los hechos. ¿Quién de vosotros no las habrá formado muchas veces leyendo nuestra historia?

Pero por otra parte, veo que las Partidas, al mismo tiempo que iban alterando nuestra legislacion, causaban un bien efec

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