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gnarniciones, desmantela los castillos, y siembra de sal el suelo en que se levantaban. Si esperimenta algun revés, se repone pronto, el rayo se enciende de nuevo, y los fuertes enemigos se abaten á su aproximacion. El reyezuelo Aben Humeya ha sido degollado alevosamente por el traidor Aben Abóo, que á su vez se ha hecho aclamar Rey de los Andaluces. Don Juan de Austria, uniendo al rigor la prudencia, y obrando como político generoso despues de haberse dado á conocer como guerrero implacable, entabla negociaciones y tratos de reduccion con los caudillos rebeldes esplorando antes la disposicion de sus ánimos. El sistema que tan injustamente se censuró en el marqués de Mondejar, y que le costó ser llamado á la córte para apartarle del teatro de la guerra, es empleado con éxito admirable por don Juan de Austria, parezca ó nó bien á Felipe II., á los inquisidores y á los partidarios del esterminio y de la guerra á sangre y fuego. Los caudillos rebeldes le escuchan, se juntan para oir sus condiciones, las aceptan, y en los Padules de Andarax sentado el jóven príncipe en su tienda con la magestad de un monarca y el rostro apacible de un vencedor satisfecho y tranquilo, recibe á Fernando el Habaqui, que se postra á sus pies, le entrega su damasquina, y le pide perdon á nombre de los insurrectos. Señala don Juan de Austria los capitanes que en cada taha han de recoger los sometidos, y aquellos hombres tan bravos que parecian indomaTOMO XV.

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bles se van presentando con admirable docilidad á los cristianos.

Solo Aben Abóo, faltando con toda la mala fé de un moro á su palabra y compromiso, se niega á la sumision, hace ahogar secretamente al Habaqui, intenta engañar á don Juan de Austria con falaces artificios, y por la vanidad pueríl de no desprenderse del ridículo y vano título de Rey de los Andaluces se mantiene en rebelion con algunas cuadrillas, reducido el rey de los andaluces á ocultarse de cueva en cueva por entre fragosidades y riscos. Pero el asesino de Aben Humeya y de el Habaqui sufre á su vez la suerte de los traidores, y sorprendido en una de sus guaridas es asesinado por los moriscos. El cadáver del que habia tenido el insensato orgullo de titularse Muley Abdallah Aben Abóo, Rey de los Andaluces, relleno de sal, entablillado y puesto sobre un jumento, es conducido á Granada para servir de objeto de ludibrio y de algazara grosera á la plebe cristiana. El término de la guerra de los moriscos fué tan sangriento y rudo como habia sido su principio.

¿Qué habia hecho Felipe II. mientras su hermano sufria las penalidades y corria los riesgos de una guerra feroz, y ganaba sus primeros laureles entre las escabrosidades de la Alpujarra? Lanzar á mansalva desde su celda del Escorial cédulas y provisiones contra aquella raza desgraciada, no solo contra los insurrectos que peleaban armados en las sierras, sino

contra los pacíficos habitantes de las poblaciones que no habian faltado á la obediencia y á la lealtad. «Que todos los moradores de la Alcazaba y del Albaicín, desde diez años hasta sesenta, sean arrancados de sus hogares y diseminados por lo interior del reino; que sus hijos menores queden en poder de los cristianos para educarlos en la fé.»-«Que todos los moros de paz (es decir, los que habian permanecido en sus casas obedientes y sumisos al rey) sean sacados del reino de Granada y derramados por Castilla.>> -Que todos los moriscos que hayan quedado, sin distincion, sean recogidos y encerrados en las iglesias, y trasportados luego en escuadras de á mil quinientos bajo partida de registro á los distritos que se les señalen.» Aquellos desdichados, congregados primero como rebaños de ovejas, despojados de sus bienes, arrojados de sus hogares, privados de sus hijos, perecian despues en los caminos, de hambre, de fatiga, de tristeza, ó de malos tratamientos. Conocemos pocas providencias mas inícuas, mas tiránicas, mas crueles, que la de lanzar un mismo anatema sobre los leales que sobre los rebeldes, sobre los habitantes obedientes y pacíficos que sobre los insurrectos y armados.

Felipe II. el Prudente provocó con sus medidas la rebelion y la guerra sangrienta de los moriscos; el monarca prudente la prolongó desaprobando la conducta de un general que los tenia ya casi sometidos, y te

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niendo á su hermano en una inaccion injustificada: el rey prudente trató con la misma dureza á los inocentes que á los culpados. Para establecer la unidad religiosa en el reino granadino no halló otro medio que despoblarle, y para hacer de una raza de malos creyentes buenos cristianos le pareció lo mejor destruirla.

XIX.

Causas y principios de la guerra de Flandes.—Falta de prudencia y de energía del rey.-La princesa Margarita.—El duque de Alba.—Los suplicios.—Carácter que tomó la guerra.-El príncipe de Orange.—Vicisitudes y hechos de armas memorables.—Júzgase el gobierno del duque de Alba.—De Requesens.—De don Juan de Austria.—Españoles y flamencos.-Conducta de Felipe II. con todos.

Bien considerado, todas las rebeliones, todos los disturbios, todas las guerras interiores y esteriores que gastaban las fuerzas y consumian los tesoros de España en el reinado de Felipe II. nacieron de dos principales causas, de la intolerancia religiosa y de la intolerancia política del rey. Tranquilos y quietos habian permanecido los Paises Bajos bajo la larga dominacion de Cárlos V., si se esceptúa el pequeño motin de Gante, casi instantáneamente sofocado. Aun con las pocas simpatías que el carácter de Felipe II. habia inspirado á los flamencos, ellos le ayudaron gus

tosos á terminar la guerra de Francia, y no se notaron síntomas de verdadera inquietud en Flandes hasta que Felipe aumentó en aquellas provincias catorce nuevos obispados, renovó los terribles edictos imperiales contra los hereges, quiso establecer alli una inquisicion peor que la de España, y atentó á los privilegios y franquicias con que hasta entonces los flamencos se habian regido, y de cuya conservacion eran en estremo celosos.

Cierto que á estas se agregaron por una y otra parte otras causas de disgusto y de desavenencia. Por la de los flamencos la ambicion de los nobles y el descontento de algunos que aspiraban á obtener la regencia del Estado que Felipe confió á su hermana Margarita: por la del rey la permanencia de las tropas españolas en aquellos paises mas tiempo del ofrecido y convenido, y la preponderancia y desmedido influjo que dió en el consejo y gobierno al obispo y despues cardenal Granvela, personage con mas ó menos razon odiado de los flamencos, y cuya privilegiada intervencion en los negocios no podian tolerar. Pero estas causas, asi como el empeño del rey en hacerles recibir y guardar como ley del Estado los decretos del concilio de Trento, no obstante ser algunos de ellos contrarios á los privilegios de sus ciudades, pueden decirse accesorias, y como consecuencias naturales de las primeras.

Cuando la princesa gobernadora ponia en conoci

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