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juiciosos y bien enseñados, tenemos á los tres grandes maestros (así se llamaban ántes los que ahora doctores, aunque haya pocos que merezcan tan honroso nombre) Alexio Venegas, que por su gran dotrina y erudicion vastísima, profana y sagrada, fué justamente celebrado como español Varron; á Fernan Perez de Oliva, que fué en su tiempo un Marco Tulio, de tan elegante estilo que áun hoy admira; á Pedro Ciruelo, impugnador acérrimo de las supersticiones del vulgo, y acercándonos más á nuestros tiempos, á Antonio Lopez de Vega, que en el ingenio parece un Séneca y en el decir le excede, manifestando al mismo tiempo un genio tan placentero, que pudo lograr que un moderno Demócrito hiciese conversable, congenial y menos querelloso á otro nuevo Heráclito. Fuera de lo cual tiene este gran filósofo moral, aunque poco conocido, la prerogativa de que su estilo es muy emendado, perfeccion que han logrado muy pocos españoles, porque es rarísimo el que sabe la gramática de su propia lengua. Y no es mucho, pues no hay gramática buena que poder estudiar ; y haber de observar en todo, ó la analogía de la lengua, ó la costumbre de hablar, ó la uniforme y constante autoridad de los más elocuentes, es para muy pocos.

Pero dejando esto para otra ocasion, ¿quién hay que sea tan poco leido que ignore hasta dónde hemos llegado en el estilo histórico? Don Diego de Mendoza compitió con César en la pureza, facilidad y elegancia. Pero su Guerra de Granada debe leerse como él la escribió. Quiera Dios que algun dia la publique yo cotejada con los manuscritos que tengo para este fin. El maestro Fray Juan Marquez en su Gobernador christiano, si solamente se lee en las Vidas de Moisés y Josué, las cuales están artificiosamente separadas, sirviendo como de texto á sus excelentes discursos morales

y políticos, nos dejó una idea nobilísima de la perfeta historia por el juicio, arte, singular propiedad y dulzura con

Lenguas. Y aunque es verdad aunque es verdad que Aurelio se escondió para notar los puntos principales que se dijesen en la conversacion (cosa que es muy verosímil), es moralmente imposible que apuntando sólo los cabos principales de que se tratase, se pudiesen referir despues tan por menor tantas menudencias y delicadezas de la lengua española; pues quien fuese capaz de escribir así, no necesitaria de ficcion alguna para componer un diálogo. Ni los maestros de este género de composicion, entre los griegos Platon y Luciano, y entre los latinos Ciceron y el incierto autor del Diálogo de los Oradores, añadieron en alguno de los suyos ficcion extrínseca á ellos, sino que, contentándose en fingir la conversacion imitando las personas, representaron las pláticas muy al vivo, haciendo autores de ellas á los mismos interlocutores, ó tomando el autor la parte de mero relator, sin añadir nueva y extraña ficcion, como se hizo en este Diálogo de las Lenguas, en el cual pudiera yo notar otros semejantes defectillos pertenecientes á la lengua española; pero los omito ahora por no entretenerme más en esta digresion. Antes bien, en abono de la fe y autoridad de tan grave autor, quiero que sepan los letores que la copia de este diálogo que me ha servido de original en su impresion, es la misma que tuvo el más diligente y más curioso de cuantos historiadores ha tenido España hasta el dia de hoy, Jerónimo Zurita, de la cual copia hizo mencion el doctor Juan Francisco Andrés de Ustarroz en los Progresos de la historia del reino de Aragon, que añadió y publicó el doctor Diego Josef Dormer, arcediano de Sobrarve, en el cap. 4, donde se trata de Los vestigios de la librería manuscrita de Jerónimo Zurita, nimero 27, cuyas palabras son éstas : DIÁLOGO DE LAS LENGUAS. Es obra muy curiosa y digna de estampa por ofrecerse en ella muchas reglas para hablar con perfeccion la lengua española. Escribióse en tiempo del emperador Cárlos V, y guarda este manuscrito el Conde de San Clemente.

y Don Nicolás Antonio en sus obras impresas, y especialmente en las manuscritas, que son las mejores de este par sin par de escritores de las cosas de nuestra nacion, son los dos ojos críticos de la Historia de España, y que hasta que se publiquen sus obras y las memorias originales de que estos y otros grandes varones se valieron, y se lean y estudien, se escribirá muy á ciegas de los sucesos pertenecientes á los primeros siglos cristianos.

Pero no es tiempo de entretenerme en manifestar estos y semejantes progresos de nuestra historia. Sólo me toca hablar de la narracion seguida de los sucesos, en que, segun mi juicio, igualó en prudencia y gravedad, y excedió en diligencia y abundancia á Tito Livio, príncipe de los historiadores romanos, el gran Jerónimo Zurita, que si bien fué parco en las oraciones hechas en drechura, lo ejecutó así por conformarse más con la verdad, refiriendo las cosas como pasaron y no como debian pasar. Y si esto pareciera falta de elocuencia, como la tuvo, y se la notó como tal su grande amigo Don Antonio Agustin, yo no lo tengo por defeto si se atiende el sumo rigor del arte histórica. Y cuando Zurita haya sido defectuoso en esto (que no es fácil unir con una suma elocuencia una exactísima diligencia como la suya en referir las cosas como fueron en sí), ya procuró suplir esta falta otro gran varon menos versado que Zurita en el conocimiento de las cosas antiguas y modernas; pero tan prudente como él, y muy experimentado en las políticas de su tiempo, las cuales manejó con gran acierto, retirándose despues con tanto desengaño suyo como ejemplo de todos: Don Diego Saavedra, Fajardo, que en su Corona gótica tiró á imitar las oraciones de Tito Livio, como tambien las de Quinto Curcio; Don Antonio de Solís con su discreto y florido estilo. Solamente á Salustio y Tácito no hallo hasta hoy dignamente imitados en las vidas particulares de los grandes hombres. Porque si bien Don Antonio de Fuenmayor fué

nerviosamente sucinto en la que escribió de San Pío Quinto, dejó muy sueltas las cosas que dijo, sin cuidar de atarlas artificiosamente. No sé si el suceso corresponderá á mi deseo; en la vida de San Juan Bautista que tengo escrita, pero no limada, he procurado hacer una composicion que imite á la de Salustio y Tácito.

¿Pero qué diré del estilo oratorio? Flaqueamos algo en el arte, como ya lo manifesté en mi Orador christiano. Pero si de los mejores libros históricos se entresacasen algunas oraciones, y de los místicos algunos discursos, se verian tales piezas ó retazos de elocuencia, que pudiesen dar una nobilisima idea, así del modo de pensar como de la prudencia en disponer, eficacia en persuadir, y propiedad y dulzura en el decir. Y tengo esto por tan cierto, que hice una gustosísima experiencia quitando á uno de los profundísimos diálogos sobre los nombres de Christo, de Fray Luis de Leon, las demandas é introducciones á las respuestas, y juntando éstas sin añadir siquiera una palabra ; y con admiracion mia salió una oracion totalmente proporcionada, tan alta por la grandeza de su asunto y tan perfeta en el arte, que puede competir con cualquier otra, por excelente que sea. Experiencia que prueba y manifiesta (en mi opinion) que si tuviésemos oraciones de Fray Luis de Leon serian en todo admirables. En cuyo sentir tanto más me confirmo, cuanto más considero que igual fuerza de razones, eleccion de autoridades, arte en disponerlas y propiedad de estilo en explicarlas, no se halla en otro escritor español. Pero la extension necesaria en los grandes misterios fastidia á los ingenios curiosos de novedades, y la profundidad con que los trata aparta á los entendimientos superficiales.

La lástima es que las obras de este gran varon, de los venerables maestros Avila y Granada y de otros pocos (pues semejantes á ellos en muchos siglos hay pocos), ó no suelen leerse, ó si por ventura se leen, no se suele conocer lo

mejor que tienen, y únicamente se imita lo que se debiera huir; y es que por lo regular se ignora dónde está, ó falta el artificio que prescribe el arte, y la distincion que hay de las cosas al eotilo, y de las partes del buen estilo entre sí, siendo frecuente en los autores ser eminentes en alguna prenda, ó de pensar ó de decir, y ni áun medianos en todas las demas. ¿Y qué hay que admirar que muy pocos disciernan esto, si son tan pocos los que leen, para lo que toca al arte de hablar, entre los griegos á Aristóteles y Dionisio Longino, entre los latinos á Ciceron y Quintiliano, excelentísimos maestros de bien decir? Y mucho ménos son los que beben la dotrina en las mismas fuentes de la sabiduría, los libros sagrados y los que escribieron los inventores y propagadores de las artes y ciencias. Y si hay algunos que los leen, ¡cuán pocos son los que practican lo que enseñan ésos! Y si lo intentan practicar, ¡qué pueriles son! Antiguamente se quejaba con muchísima razon el juiciosísimo escritor del célebre Diálogo de los Oradores de que los que en su tiempo oraban, hacian sobrado caso de los sequísimos preceptos de Hermagoras y Apolodoro, haciendo sus oraciones ridículas con la impertinente afectacion de reglas tan frias. Hoy vemos con grande lástima que de la facultad oratoria ó no se aprende cosa, ó se aprende sólo aquella parte pueril de tropos y figuras que sólo basta á formar un retoriquillo, ó por decirlo mejor, un necio bachiller. Grandemente, como suele, dijo el padre Juan de Mariana en su Instruccion de Reyes, que la oratoria es en si dificil, pero su arte breve. Atendiendo á esto, ¿cuántas veces he dicho que seis bien digeridos pliegos de Francisco Sanchez de las Brozas, ó muy pocos más de mi sabio paisano Juan Luis Vives, aprovecharian más que cuantas instituciones hay escritas en lengua española? Yo quisiera ver á la juventud mucho ménos instruida en tanta multitud de preceptos, y más bien ejercitada con pocos y claros documentos. Quisiera, digo,

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