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TOMO CXLIX

ANTOLOGÍA

DE

POETAS LÍRICOS CASTELLANOS

DESDE LA FORMACIÓN DEL IDIOMA HASTA NUESTROS DÍAS

ORDENADA POR

D. MARCELINO MENÉNDEZ Y PELAYO

de la Real Academia Española

J600

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LIBRERIA DE LA VIUDA DE HERNANDO Y
calle del Arenal, núm. 11

1891

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Imprenta de la Viuda de Hernando y Ca, Ferraz, 13.

PRÓLOGO.

I.

Es hecho siempre comprobado en la historia del arte, el de la aparición de las formas líricas con posterioridad al canto épico. Lo cual no ha de entenderse en el sentido de que cierto lirismo rudimentario, lo mismo que ciertos gérmenes de drama, no vayan implícitos en toda poesía popular y primitiva, sino que es afirmar solamente que el elemento épico, impersonal, objetivo, ó como quiera decirse, es el que esencialmente domina en los períodos de creación espontánea, entre espíritus más abiertos á las grandezas de la acción que á los refinamientos del sentir y del pensar, y ligados entre sí por una comunidad tal de ideas y de afectos, que impide las más veces que la nota individual se deje sentir muy intensa. La poesía lírica trae siempre consigo cierta manera de emancipación del sentimiento propio respecto del sentimiento colectivo, y no es, por tanto, flor de los tiempos heroicos, sino de las edades cultas y reflexivas.

Esta ley general de evolución artística se cumple, como en todas, en la literatura castellana. Nuestra primitiva poesía, la que amanece casi tanto como la lengua, es totalmente épica. Quizá en los dos únicos.

poemas que para nosotros la representan hoy, no pueda encontrarse más que un breve pasaje lírico, y para eso es un canto de guerra, un canto triunfal en loor del Magno Rey D. Fernando I de León y de Castilla, un trozo, en suma, que rompe briosamente el hilo de la narración del cantar de gesta sobre las mocedades de Rodrigo, pero que á pesar de su mayor concentración y movimiento más rápido, todavía pertenece á lá categoría de las rapsodias épicas, y viene á ser como la corona que ciñe la frente del guerrero después de la batalla.

Inmensa ha debido de ser la pérdida de nuestros monumentos literarios primitivos. La rareza de textos castellanos anteriores à la segunda mitad del siglo XIII, es cosa que verdaderamente suspende y maravilla, sobre todo cuando se pára la atención en las innumerables riquezas que atesora la literatura francesa de los tiempos medios. Diversas han sido las causas de éste fenómeno, y quizá la más profunda aunque menos advertida sea la misma persistencia de la tradición épica y del fondo legendario en la literatura española más que en otra ninguna de las vulgares, y el haberse prolongado dentro de las edades clásicas, remozándose sin cesar en nuevas formas que iban sustituyendo y enterrando la letra de las antiguas, por lo mismo que tanto conservaban de su espíritu. En otras naciones la poesía de la Edad Media, olvidada por el pueblo y desdeñada por los doctos, durmió desde el Renacimiento en vetustos Códices, tanto mejor guardados cuanto menos leídos, esperando que el soplo de la erudición moderna viniese á darla nuevo género de vida. En España, por el contrario, esa poesía nunca dejó de ser popular y sentida y amada por todo linaje de gentes: primero en los poemas de Gesta, luego en las crónicas, en los romances, y finalmente en el teatro. Cada una de estas formas iba enriqueciéndose con los despojos de las anteriores, y era natural que las más antiguas, las más puras y próximas á la fuente, pare

ciendo ya menos inteligibles en el lenguaje y en toda la parte exterior y de costumbres, fuesen sacrificadas á las más modernas y brillantes, y andando el tiempo se olvidasen y perdiesen: fatalidad que había de ser irremediable para la parte más preciosa de nuestros orígenes literarios.

Pero á despecho de tal catástrofe, todavía nos quedan bastantes datos y documentos para afirmar la existencia de la epopeya castellana, y para fijar con suficiente precisión sus caracteres. Muy distante de la fecundidad prodigiosa de la epopeya francesa y de su universal y omnímoda influencia en la literatura de' los tiempos medios, tiene, en desquite, un carácter más histórico, y parece trabada por más fuertes raíces al espíritu nacional y á las realidades de la vida. Exigua sobremanera es en nuestros poemas la intervención del elemento sobrenatural, y éste dentro de los límites más severos de la creencia positiva, manifestándose en leyendas tan sobrias como la aparición de San Lázaro al Cid en figura de gafo ó leproso. El espíritu cristiano que anima á los héroes de nuestras Gestas, más se induce de sus acciones que de sus discursos: alguna oración ruda y varonil es lo único que sienta bien en labios de tales hombres avezados al recio batallar, y no á las sutilezas de la controversia teológica. Ni de la milagrería posterior, ni mucho menos de lo que pudié ramos llamar poesía fantástica, de los prestigios de la superstición y de la magia, hay rastro alguno en estas obras de contextura tan sencilla, y en rigor tan esca sas de fuerza imaginativa, cuanto ricas de actualidad poética. Sólo la creencia militar en los agüeros, herencia quizá del mundo clásico, si no ya de las tribus ibé ricas primitivas, puede considerarse como leve resabio de supernaturalismo pagano. Las acciones de nuestros héroes se mueven siempre dentro de la esfera de lo racional, de lo posible y aun de lo prosaico: rara vez ó ninguna traspasan los límites de las fuerzas humanas. Sólo en un poema de evidente decadencia se advierte

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