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del poco aprecio que se hace de nuestro modo de pensar, enseñar y decir, y más en un tiempo en que, codiciosa Francia de enriquecer su idioma con los mejores escritos que ha logrado el mundo, no se acuerda de los nuestros. No sucedia así cuando tenía España á los venerables Luises, candidísimas lises de la elocuencia española, Granada y Leon; al ingeniosísimo Quevedo, juiciosísimo Saavedra y otros semejantes. Mas qué digo semejantes? Un picarillo de Alfarache no se contentaba de andar por toda España, sino que atravesando los altos Pirineos y frios Alpes, gustosamente entretenia á toda Europa. ¿Qué mucho si se paseaba tambien por toda ella, y placenteramente la embelesaba, un ciego astuto guiado de un lazarillo? Pero lo que es más, áun el flaco Rocinante de aquel ingenioso hidalgo lo corria todo en compañía del rucio, que fué más célebre, y áun al dia de hoy es más bien tratado que el tan aplaudido de Apuleyo, por más que digan algunos que fué de oro.

No quiero decir con esto que no tiene España hombres que con singular elocuencia ilustren hoy el lenguaje español. Los tiene sin duda. Conozco algunos. Los venero cuanto su mérito pide. Únicamente me quejo de la facilidad inconsiderada de tantos millares, que sin bastante ingenio, sin conocimiento de las ciencias, sin inteligencia del arte del bien decir, sin fruto alguno (que es el más cierto argumento de la verdadera elocuencia), con grave daño del público (que es lo peor de todo), desautorizan los púlpitos, embarazan las prensas, manchan el papel, y con su multitud oprimen á los buenos ingenios y sus maravillosas obras. ¡Desgraciadas prensas! ¡Grande lástima os tengo! No os basta ser de muy robusto roble para dejaros de quejar, acaso por estar oprimidas, más que de la violencia del tórculo, de la insufrible pesadumbre de tan innumerables necedades. Si no las sentis vosotras, las sufrimos nosotros.

Pues si hubo tiempo en que se haya escrito en España

con algun acierto, como ciertamente lo ha habido, ninguno más á propósito que el que hoy logramos para poder escribir con la mayor perfeccion. España, siempre fecundísima de grandes ingenios, los produce hoy iguales á los que en otro tiempo, esto es, iguales á los mayores del mundo. La que dió maestros á Roma cuando fué mas sábia y elocuente, los pudiera hoy dar á todo el orbe si la juventud se instruyese y cultivase debidamente. Con razon me duelo de que en el arte de decir no procuremos, no sólo igualar, sino tambien exceder á las demas naciones, y más siendo tan notoria la ventaja que nuestro lenguaje hace á los extraños. Tenemos una lengua sumamente copiosa, grave, majestuosa y suavísima. Fuera de todo esto, las ciencias en Europa llegaron ya al mayor auge que nunca. Todas tuvieron sus voces. Todas nos dejaron sus ideas en varios siglos para que fuese el nuestro más sabio. El que medió entre Orfeo y Pitágoras fué poético; entre Pitágoras y Alejandro, filosófico; entre Alejandro y Augusto, oratorio; entre Augusto y Constantino, jurídico; entre Constantino y San Bernardo, teológico; entre San Bernardo y Leon Décimo, escolástico; entre Leon Décimo y nosotros, fisico y crítico; de suerte que en nuestra edad se manifiestan la naturaleza y los progresos de la sabiduría humana. Siendo, pues, ciertísimo que la fuente del escribir es el saber, ¿para escribir qué tiempo hay más á propósito que éste en que mejor se puede saber? ¿Pues qué embarazo hay que nos impida adelantar el paso hácia la verdadera elocuencia? Ea, procuremos lograrla, así por la propia estimacion como por no pasar por la ignominia de ser inferiores en tan excelente calidad á las naciones extrañas. Cierta es la competencia con las más cultas de Europa. Superiores son nuestras armas, quiero decir, nuestra lengua, si la manejamos tan bien como nuestros mayores la espada. No es muy incierta la esperanza de conseguir la vitoria como á la diligencia de los extraños corresponda

la nuestra. Fué elocuentísima Aténas. Quiso Roma competir con ella; pero no pudo igualarse, así porque no fué tan sábia, como porque la lengua no era tan expresiva y copiosa. La nuestra lleva una gran ventaja á todas las europeas, pues siendo igual en abundancia á la más fecunda, es superior á cualquiera en la magnificencia de sus voces. ¿Qué falta, pues, sino vencer á los extraños, ó á lo ménos igualarlos en el saber y uso? Esto se podrá conseguir și parte del tiempo que se gasta en cuestiones espinosas, que antes lastiman que mejoran al entendimiento humano, honestamente se emplea en asuntos más fructuosos; si solamente se imitan los que supieron hablar; si se procura imitar con intencion de vencer, como con gran acierto imitó Platon á Cratilo y Arquitas, Ciceron á Craso y Antonio, Leon y Granada á Platon y Ciceron; si se procura, digo, imitar, fijando más la mente en la perfeccion universal que requiere el arte que en la particular observacion del artificio de alguno, de suerte que el orador no haga lo que el ignorante zapatero, que por diestro que sea no sabe trabajar sin horma, sino lo que el ingeniosísimo Ceusis, que habiendo de pintar la imágen de la bellísima Helena, no quiso escoger por ejemplar una sola niña, aunque muy hermosa, sino que fecundando su idea con la hermosura de cinco las más bellas vírgines que á la sazon habia en la ciudad de Croton, logró ser émulo de la naturaleza misma, con tanta gloria suya, que me persuado que tan noble pintura hubiera tenido tanto número de Páris cuantos fueron á ver aquella segunda Helena, á no robar sus potencias el mismo prodigio del arte que habia de ser robado.

Siendo esto así, el que desee formar y seguir una perfectísima idea de la verdadera elocuencia, observe con juicio la erudicion de Rhua, Venegas y Agustin, la invencion de Cervantes, Gracian y Saavedra en su admirable República literaria, que por mi diligencia se lee como su autor la es

cribió; la eleccion y método de Fray Luis de Leon, la abundancia de voces de Don Francisco de Quevedo, la pureza de los vocablos y propiedad de las frasis de Santa Teresa de Jesus, la facilidad y elegancia de decir de Don Diego de Mendoza, el espíritu y gallardía del obispo Manero y del dean de Alicante Don Manuel Martí, la dulzura y numerosidad de Fray Luis de Granada, la enmienda del estilo de la República literaria, una y otras mil veces digna de alabanza; y considerando así en otros pocos y felices escritores las perfecciones que brillan más en sus obras, tenga bien entendido que la bien ordenada y decorosa composicion de todas ellas es la idea verdadera de la elocuencia española, y la única que con aplicacion, diligencia y ejercicio se debe imitar y procurar seguir. Aspiremos, pues, á ésta. Trabajemos por acercarnos á ella cuanto nos sea posible. Está España infamada de poco elocuente. Vindicad su honra, españoles. Generosísimos espíritus, vindicad la vuestra.

LAUS DEO.

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