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y Don Nicolás Antonio en sus obras impresas, y especialmente en las manuscritas, que son las mejores de este par sin par de escritores de las cosas de nuestra nacion, son los dos ojos críticos de la Historia de España, y que hasta que se publiquen sus obras y las memorias originales de que estos y otros grandes varones se valieron, y se lean y estudien, se escribirá muy á ciegas de los sucesos pertenecientes á los primeros siglos cristianos.

Pero no es tiempo de entretenerme en manifestar estos y semejantes progresos de nuestra historia. Sólo me toca hablar de la narracion seguida de los sucesos, en que, segun mi juicio, igualó en prudencia y gravedad, y excedió en diligencia y abundancia á Tito Livio, príncipe de los historiadores romanos, el gran Jerónimo Zurita, que si bien fué parco en las oraciones hechas en drechura, lo ejecutó así por conformarse más con la verdad, refiriendo las cosas como pasaron y no como debian pasar. Y si esto pareciera falta de elocuencia, como la tuvo, y se la notó como tal su grande amigo Don Antonio Agustin, yo no lo tengo por defeto si se atiende el sumo rigor del arte histórica. Y cuando Zurita haya sido defectuoso en esto (que no es fácil unir con una suma elocuencia una exactísima diligencia como la suya en referir las cosas como fueron en sí), ya procuró suplir esta falta otro gran varon ménos versado que Zurita en el conocimiento de las cosas antiguas y modernas; pero tan prudente como él, y muy experimentado en las políticas de su tiempo, las cuales manejó con gran acierto, retirándose despues con tanto desengaño suyo como ejemplo de todos; Don Diego Saavedra Fajardo, que en su Corona gótica tiró á imitar las oraciones de Tito Livio, como tambien las de Quinto Curcio; Don Antonio de Solís con su discreto y florido estilo. Solamente á Salustio y Tácito no hallo hasta hoy dignamente imitados en las vidas particulares de los grandes hombres. Porque si bien Don Antonio de Fuenmayor fué

nerviosamente sucinto en la que escribió de San Pío Quinto, dejó muy sueltas las cosas que dijo, sin cuidar de atarlas artificiosamente. No sé si el suceso corresponderá á mi deseo; en la vida de San Juan Bautista que tengo escrita, pero no limada, he procurado hacer una composicion que imite á la de Salustio y Tácito.

¿Pero qué diré del estilo oratorio? Flaqueamos algo en el arte, como ya lo manifesté en mi Orador christiano. Pero si de los mejores libros históricos se entresacasen algunas oraciones, y de los místicos algunos discursos, se verian tales piezas ó retazos de elocuencia, que pudiesen dar una nobilísima idea, así del modo de pensar como de la prudencia en disponer, eficacia en persuadir, y propiedad y dulzura en el decir. Y tengo esto por tan cierto, que hice una gustosísima experiencia quitando á uno de los profundísimos diálogos sobre los nombres de Christo, de Fray Luis de Leon, las demandas é introducciones á las respuestas, y juntando éstas sin añadir siquiera una palabra ; y con admiracion mia salió una oracion totalmente proporcionada, tan alta por la grandeza de su asunto y tan perfeta en el arte, que puede competir con cualquier otra, por excelente que sea. Experiencia que prueba y manifiesta (en mi opinion) que si tuviésemos oraciones de Fray Luis de Leon serian en todo admirables. En cuyo sentir tanto más me confirmo, cuanto más considero que igual fuerza de razones, eleccion de autoridades, arte en disponerlas y propiedad de estilo en explicarlas, no se halla en otro escritor español. Pero la extension necesaria en los grandes misterios fastidia á los ingenios curiosos de novedades, y la profundidad con que los trata aparta á los entendimientos superficiales.

La lástima es que las obras de este gran varon, de los venerables maestros Avila y Granada y de otros pocos (pues semejantes á ellos en muchos siglos hay pocos), ó no suelen leerse, ó si por ventura se leen, no se suele conocer lo

mejor que tienen, y únicamente se imita lo que se debiera huir; y es que por lo regular se ignora dónde está, ó falta el artificio que prescribe el arte, y la distincion que hay de las cosas al eotilo, y de las partes del buen estilo entre sí, siendo frecuente en los autores ser eminentes en alguna prenda, ó de pensar ó de decir, y ni áun medianos en todas las demas. ¿Y qué hay que admirar que muy pocos disciernan esto, si son tan pocos los que leen, para lo que toca al arte de hablar, entre los griegos á Aristóteles y Dionisio Longino, entre los latinos á Ciceron y Quintiliano, excelentisimos maestros de bien decir? Y mucho ménos son los que beben la dotrina en las mismas fuentes de la sabiduría, los libros sagrados y los que escribieron los inventores y propagadores de las artes y ciencias. Y si hay algunos que los leen, ¡cuán pocos son los que practican lo que enseñan ésos! Y si lo intentan practicar, ¡ qué pueriles son! Antiguamente se quejaba con muchísima razon el juiciosísimo escritor del célebre Diálogo de los Oradores de que los que en su tiempo oraban, hacian sobrado caso de los sequísimos preceptos de Hermágoras y Apolodoro, haciendo sus oraciones ridículas con la impertinente afectacion de reglas tan frias. Hoy vemos con grande lástima que de la facultad oratoria ó no se aprende cosa, ó se aprende sólo aquella parte pueril de tropos y figuras que sólo basta á formar un retoriquillo, ó por decirlo mejor, un necio bachiller. Grandemente, como suele, dijo el padre Juan de Mariana en su Instruccion de Reyes, que la oratoria es en sí difícil, pero su arte breve. Atendiendo á esto, ¿cuántas veces he dicho que seis bien digeridos pliegos de Francisco Sanchez de las Brozas, ó muy pocos más de mi sabio paisano Juan Luis Vives, aprovecharian más que cuantas instituciones hay escritas en lengua española? Yo quisiera ver á la juventud mucho ménos instruida en tanta multitud de preceptos, y más bien ejercitada con pocos y claros documentos. Quisiera, digo,

ver á la juventud más aplicada á fecundar la mente de noticias útiles, ejercitar el ingenio en razonar con juicio, elegir las cosas que sean más del intento, escoger las palabras con que se declaren mejor, disponerlo todo con la debida órden, y dar á la oracion una hermosura natural y no afectada armonía. Quisiera, digo una y otras mil veces, unos entendimientos más libres sin las pigüelas del arte, unos discursos más sólidos sin afectacion de vanas sutilezas, un lenguaje más propio sin obscuridades estudiadas, y por acabar de decirlo, un juicioso pensar disimuladamente dulce en la expresion y eficazmente agradable. Esto es elocuencia; todo lo demas bachillería. ¡Y que haya tan pocos que se animen á seguir un tan seguro rumbo! Si no lo viéramos, ¡quién habia de creerlo! Sucede así por ventura, porque esto, que parece fácil, es tan dificultoso en la práctica, que entre mil apénas uno puede conseguirlo, cuando lo otro es muy fácil á cualquiera idiota balsamista. ¿Qué otra cosa se puede discurrir? La elocuencia supone un entendimiento capacísimo, que perfetamente informado del asunto que emprende, debe proponer y esforzar aquellas más eficaces razones que se puedan hallar para mantener constantes á los bien afectos, inclinar á su dictámen los ánimos indiferentes y dudosos, y convencer tambien á los pertinaces y rebeldes, para lo cual se necesita de un conocimiento grande del genio de los oyentes, y de los medios y fines de las cosas, para callar con prudencia lo que no se debe decir, esforzar con viveza lo que se debe persuadir, y convencer los ánimos con una disimulada violencia, tanto más halagüeña, cuanto más imperiosa ocultamente. Este singular triunfo de la razon humana no es para entendimientos vulgares, ni áun para aquellos más sublimes, si no se aplican á ello con la mayor diligencia. Desengañémonos, pues, y sepamos que únicamente es elocuente aquel en cuya oracion la dialéctica dirige y regula al entendimiento, la filosofia natural en su

ocasion averigua y descubre las ocultas causas de las cosas, la metafisica traspasa el sér de ellas y sus materiales términos, la moral decide segun los dictámenes de la razon natural, la teología eleva los pensamientos humanos al conocimiento de los divinos misterios, que sin la luz sobrenatural no se pudieran alcanzar; la historia enseña deleitando, la retórica brilla, la música forma una gustosa consonancia, y todas las facultades y ciencias hacen su deber. Por esto vemos que el comun consentimiento de los doctos sólo ha tenido por elocuentes á aquellos que estuvieron dotados de un conocimiento universal de casi todas las ciencias, á los Demóstenes, digo, y Cicerones entre los gentiles, á los Naciancenos y Crisóstomos, á los Ciprianos y Jerónimos entre los cristianos, y por hablar de nuestros españoles, á los venerables padres Fray Luis de Granada y Fray Luis de Leon.

No he dicho esto para desanimar la juventud, sino para que se acabe de entender que el que siguiere otro rumbo irá muy desatinado, y por donde pensará ser muy plausible se hará despreciable á los hombres doctos, y en fin, á todos, porque finalmente el juicio de los que son eruditos llega con el tiempo á triunfar de la comun ignorancia. Y así las obras escritas con afectacion, y publicadas cien años há, apénas se halla hoy quien quiera leerlas, cuando las de los hombres elocuentes del mismo tiempo con diligencia se buscan, con mucho gusto se leen, y con veneracion se alaban. Se desconocerá la lengua, y siempre habrá quien estudie el lenguaje antiguo para saber imitarlas, ó á lo ménos para aprender lo mucho que enseñan.

Pues si esto es así, ¿qué desconcierto es de la razon émplearla toda en hacerse desestimable? Toda Europa desprecia y áun hace burla del extravagante modo de escribir que casi todos los españoles practican hoy. Es casi nada lo que se traduce de nuestra lengua en las otras, argumento claro

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