contra la observancia de la Regla, y sufrir, también en público, la reprensión á que por ella se hubiera hecho acreedor, según las Constituciones de la Orden. Es lo que se llama en ésta la Proclamation au chapitre des coulpes. Al llegar al cementerio, el Hermano Estanislao se detuvo á la entrada y me dijo: -Los religiosos españoles que están aquí enterrados pertenecían todos á Santa Susana, abadía trapense de Aragón, y eran por la mayor parte aragoneses. Cuando la exclaustración de 1835, los monjes de Santa Susana, unos abandonaron desde luego su patria, y otros, que se quedaron en ella combatiendo en las filas del Pretendiente, lo hicieron más tarde, llegándose á reunir aquí, de donde algunos salieron para la fundación de Divielle (Dei villa) en el Departamento de las Landas y de Bellpuig, en la diócesis de Urgel. Esta última fundación fué obra de los PP. José y Benito, á quienes yo acompañé, con otros religiosos, y con los cuales pasé algunos años. A esta circunstancia debo el conocimiento y manejo de la lengua castellana. Y entrando en el cementerio, añadió : -Ocho son los religiosos españoles que aquí descansan. No podré decir á usted los nombres y apellidos que llevaron en el siglo, porque sólo conozco los que tuvieron en la religión. En la nuestra, como en otras, todo religioso toma por nombre el de un santo, y este nombre, seguido á veces del de la Virgen María en alguna de sus advocaciones, y precedido del de Padre ó Hermano, es lo que le distingue de los demás. El único que conserva su apellido es el reverendo Padre Abad del monasterio. Los vínculos sociales quedan desatados de tal modo al anudarse los que la religión engendra, que cuando ocurre el fallecimiento de algún pariente, por cercano que sea, el Superior lo anuncia en capítulo á los religiosos con estas palabras: «Hermanos míos, uno de nosotros ha perdido su padre, su madre ó tal pariente», y todos oran del mismo modo por el muerto, sin saber de quién se trata. Luego, deteniéndose ante una tosca piedra sepulcral: -Aquí yace-dijo-el Abad de los trapenses españoles, D. Fulgencio José Mora. Este santo sacerdote vivió en Burdeos desde la exclaustración hasta mediados de 1861, en que se vino con nosotros. Me acerqué, y sobre la modesta losa leí la inscripción siguiente: CI GIT R. P. D. FULGENCE JOSEPH MORA ANCN ABRÉ DE STE SUZANNE ESPAGNE PROFÉS EN 1806 ABBÉ EN 1825 MORT LE 6 NOVVRE 1864 AGE DE 80 ANS REQUIESCAT IN PACE -¿Y los otros religiosos españoles?-pregunté á mi acompañante. --Esos-me respondió-no tienen, como los abades, losa ni inscripción, sino cruces de madera con el nombre en un brazo y la fecha de la defunción en el otro. Entonces, acompañando el ademán con la palabra, me fué indicando una tras otra siete cruces, en las cuales fuí leyendo sucesivamente los nombres de Gaspar, Mariano, Edmundo, Malaquias, Simón, Modesto y Zacarias, con las fechas de sus respectivos fallecimientos. La más antigua era la del Hermano Simón, muerto el 26 de Noviembre de 1835, y la más reciente la del Hermano Zacarias, ocurrido el 27 de Febrero de 1880. Acababa de registrar esta fecha, cuando el Hermano Estanislao, visiblemente conmovido, me dijo estas palabras: -¡Conocí mucho al Hermano Zacarias! Era herrero, y tenía unos alientos y unas fuerzas verdaderamente hercúleas. Hizo toda la Guerra de los Siete Años. No he visto en mi vida persona de mayor entusiasmo por su tierra. Aquel Goliat aragonés, capaz de derribar un buey de un puñetazo, lloraba como un niño al solo nombre de España. Asistí á su muerte. Amortajado con sus hábitos, tendido sobre paja y ceniza, esperaba su última hora con una fortaleza y un fervor que nos dejaron edificados. ¡Cuánto se hubiera alegrado de haber visto aquí un compatriota y hablar con él en su lengua! Las campanas de la iglesia, anunciando la celebración de la misa, cortaron nuestra conversación. Continuó por la tarde, en que el Hermano Estanislao me fué enseñando las dependencias de la Abadía, especialmente sus huertas y prados, cultivados con arreglo á los últimos progresos agricolas. Pasan de quinientas las hectáreas de labranza. No cabe imaginar granja modelo más digna de este nombre. Al menos, á mí en mi ignorancia de estas cosas, me lo pareció sin duda. Á la mañana siguiente visité el claustro, el capítulo, el refectorio y demás partes de la Abadía. Todo respiraba soledad y tristeza. Las inscripciones estampadas en los muros, los Padres que acá y allá veía al paso, orando ó leyendo; el silencio verdaderamente sepulcral que en todas partes reinaba, lo digo con franqueza, me infundían más miedo que devoción. Sin las celestiales virtudes de un San Bernardo, ó los tormentosos remordimientos de un Rancé, no comprendo que puedan vivir allí, como en casa propia y adecuada, los que, como yo, carecemos igualmente de las virtudes del primero y los dolores del segundo. El sencillo y amigable Hermano Estanislao ¿en qué caso se encontraba?¿ Había ido á la Trapa buscando el perdón ó el olvido? No sé; pero, en ocasiones, al oirlo, me parecía que en aquel esqueleto viviente dormía un corazón vigoroso como el del hermano Zacarias, tan recordado y querido por él, que debió latir con vehemencia al contacto de las pasiones del mundo. Mlle. Emilie, al oir, á mi regreso, el relato de mi viaje, me interrumpía á menudo con esta exclamación, que revelaba la nobleza de su alma y que sintetiza al mismo tiempo las impresiones que dejó en la mia aquella visita: «¡Pauvres trappistes! » Si, ¡ pobres trapenses! ¡Y más pobres todavia los olvidados monjes españoles que allí descansan para siempre! ANTONIO SÁNCHEZ MOGUEL. 99 '.....ESTO, ESTO, Y ESTO.....” MEDICINA NATURAL I. L escribano de la villa de Fontecha, señor Salcedo, guardaba en su casa, á los sesenta años, dos tesoros, á saber: una hija de veinte llamada Teresa, buena moza y hermosa sobre toda ponderación, y un infolio de acciones del Banco de España, que le producían una renta de veinte mil duros. Sobre si heredó ó no heredó á unos tios que tenía en Filipinas, sobre si descubrió una caja llena de onzas que los franceses dejaron enterrada detrás de la ermita de Antepardo, y sobre si con su pluma y sus uñas había escarbado más de lo debido en algunos famosos testamentos, sobre todo esto hablábase mucho en aquellos pueblos alaveses de la ribera del Ebro, para explicar el amontonamiento de su fortuna; pero Salcedo, hombre serio, grave, ceremonioso é impenetrable, no dió nunca su brazo á torcer, no tuvo amistades ni confianzas con sus vecinos murmuradores, y no permitió que ni chico ni grande se le subieran á las barbas, con ánimo de husmear de dónde había sacado tanto dinero. Preocupóse tan sólo de asegurarlo y administrarlo bien y de cuidar con todo esmero de la educación de su hija, que se había quedado sin madre á los ocho años. Las monjas de Vergara primero, y las sabias y empingorotadas profesoras de la Pensión Condé, en Villefranche, cerca de Niza, hicieron de aquella simpática criatura una muchacha inteligente y despierta, buenaza como el pan, según decía el ama de gobierno del escribano de Fontecha, y tanto más cariñosa y corriente, cuanto más la habían pulimentado y enaltecido los estudios nacionales y extranjeros y las habilidades de la música y de la pintura, en cuyos adornos de la educación era Teresa cosa muy superior y ponderada. Con todo se avenía su padre, menos con la idea de que un día viniera algún pirata mundano, en figura de señorito y con aspiraciones de yerno, á robarle aquella deliciosa prenda de su alma; y con nada soñaba la hermosa doncella más que con la dicha de que, de un momento á otro, la solicitara algún chico guapo, bien nacido y bien criado, que por sus especiales condiciones fuera digno de conquistar su corazón. En Madrid, donde Salcedo y su hija vivían durante el invierno, tenía aquél necesidad de andar espantando pretendientes, como quien espanta moscas que acuden á la rica miel, y sólo descansaba de tan molesta faena desde Mayo á Noviembre, en cuya temporada residían en su magnífica finca á orillas del Ebro. Algunos ricos aspirantes de aquellos contornos, que se habían atrevido á mirar con asombro y envidia á la chica, y que bosquejaron, nada más, ciertas transparentes insinuaciones cerca del escribano, cobraron tal horror á la cara de Nerón que encontraron en la cabeza del deseado suegro, que no volvieron á parecer jamás por los alrededores de su casa. Llegó un día á Fontecha un ingeniero de montes, recién salido de la Escuela, Juan de Luyando, hijo del valle de Ayala, recomendado al escribano por el señor Deán de Salamanca, antiguo condiscípulo suyo y tío del muchacho, con el ruego de que le buscara un guía y le diera instrucciones para recorrer las sierras de Arcena, Santiago y Salvada; y tal y tan grande simpatía logró despertar por su carácter y sobresalientes prendas en el padre y en la hija, que ésta se sintió enamorada y aquél muy decidido á ser su suegro. El ingeniero, que conocía por la fama la hermosura y demás excepcionales cualidades de Teresa, se quedó tamañito cuando llegó á verla ; y sin andarse en rodeos, hizo de ella tan espontánea y justa ponderación, en presencia del padre y de la hija, que éstos comprendieron inmediatamente que aquel joven se atrevería en el mundo á cosas muy grandes, cuando de buenas á primeras se había atrevido á decirles, en su propia cara y en su propia casa, lo que otros suelen expresar á fuerza de largo tiempo con sus miradas, con sus suspiros, con sus obsequios, con sus cartas y con toda clase de rodeos. -Mira, Juanito-le dijo el escribano, cuando regresó el ingeniero de su expedición á los montes - déjate de servir al Gobierno, y de andar trepando por cerros y vericuetos: mi hija te gusta, ella te quiere y yo también. Casaos: disponed de mi fortuna, vivid á mi lado tranquilamente y Dios te lo pague. Y así lo hicieron. Luyando abandonó su carrera, y se dedicó á cuidar de su cara mitad, de su generoso suegro y de la pingüe hacienda de Fontecha. Utilizó en el arreglo y perfeccionamiento de la casa y de la huerta, del vivero de árboles, de la conducción de aguas, de los invernaderos, de las colmenas, de los grandes plantíos que abrió en la ribera, y de las labores de la labranza, cuanto había aprendido en su carrera y en sus meditadas lecturas; y más, mucho más que á este inteligente cuidado y explotación de la Naturaleza, se dedicó, con alma y vida, al culto y adoración de su amante compañera, cuyo natural talento bien cultivado y cuyo pecho amorosísimo, constituían tan atractiva y placentera armonía, que el ingeniero se creyó de veras, así como transportado á la gloria, y ensimismado en absoluto al vivir en compañía de aquella mujer, en la que el espíritu y la conciencia, limpios de toda picardía y maldad y abiertos á todas las ideas sencillas, generosas y dignas, reflejaban su perfecto y placentero equilibrio en la dulce majestad y fijeza de su mirada y en la encantadora sonrisa que constantemente bullía en sus labios. Siguió entretanto el escribano aumentando los pliegos de su cartera de valores, y tanto como en la tarea de ir cortando los cupones, gozó durante los últimos años de su vejez en contemplar la felicidad de sus hijos y en correr por la huerta, montado en una caña, enseñando el arte militar y la equitación á los dos nietecillos, que vinieron á completar la ventura de aquella casa en los ocho primeros años del matrimonio. Al fin llegó un día en que le tocó á la muerte cobrar su interés completo en la existencia de aquel hombre, y para ello, disfrazándose de catarro pulmonar, se acercó á él, le cortó el cupón con su guadaña y se fué á hacerlo efectivo Dios sabe dónde, después de dar con la lámina de su cuerpo en la tierra miserable. Pasados los lutos y habiendo ido á reforzar á aquella familia dos hermanas del ingeniero, volvieron á reinar la abundancia y el regalo en la casa de Fontecha, pero no la felicidad completa. II. Largo tiempo hacía que Luyando no sosegaba, ni se sentia satisfecho, aunque aparentemente continuaba mostrándose ante Teresa como el más dichoso de los hombres. La causa era bien grave por cierto. Su mujer corría inminente peligro de perecer el mejor día, víctima de su extraordinaria obesidad. Alta y medianamente desarrollada en su juventud, había ido su físico adquiriendo tan poderoso desenvolvimiento durante el matrimonio, que su contemplación admiraba y sorprendía á todos. Nada perdió en cambio en su espléndida belleza, sino que, al contrario, parecía que un artista de gran genio, un escultor como Miguel Angel, había ideado el titánico desarrollo de las líneas, de las sinuosidades y del conjunto total de aquel cuerpo. En su majestuosa altura cabían bien aquellos hombros redondos Ꭹ anchurosos; la prominente y avanzada curva de su pecho, y la dilatada y suave rotundidad de sus caderas. En su rostro alabastrino dibujábanse y resaltaban con delicada perfección la nariz aguileña, los breves y redondeados labios, las pobladas cejas y los negros, grandes y penetrantes ojos, y sobre sus amplias mejillas desvanecíase el encantador tinte sonrosado, que daba finísimo matiz á todo aquel busto, asentado sobre arrogante garganta, á la que servían de unión con la diminuta y redonda barba, ondulada por encantador hoyuelo, triple moldura de suavísimos pliegues. Con harta pena de Luyando y de cuantos rodeaban á Teresa, el desarrollo de su robustez continuaba en aumento, y llegaba ya á impedir que pudiera pasear y hacer ejercicio alguno de ligera violencia. Ni la vida de Madrid, ni la de Fontecha alteraban su manera de ser. Teresa resultaba cada vez más inmensa. -¡La señora va á reventar como el navío de la Santísima Trinidad!-decía en el pueblo el cirujano don Blas de Amochategui, visitante perpetuo de la casa, antiguo amigo del escribano y compañero de excursiones montaraces de Luyando. Maravillábase el cirujano del sinnúmero de opiniones y remedios que el protomedicato de la corte había emitido y propinado á Teresa, á propósito de su gordura y de su curación, sin obtener resultado beneficioso alguno; y no le extrañaban las apreciaciones y tristes augurios que las gentes hacían acerca del estado y fin de tan buenísima, cariñosa y excelente dama y amiga suya. Lo que nunca pudo entender, aunque lo rumió muchas veces, fué lo que oyó afirmar á un maestro de obras, muy redicho é inflado, que vino á Fontecha á arreglar unas reparaciones de la fachada de la casa de Luyando, y el cual, fijándose en la hermosa sobrebarba de Teresa, dijo en un corro de amigos: -¡Esa señora es del orden corintio, porque tiene tres fajas en el arquitrave! Una tarde que don Blas y Luyando paseaban á orillas del Ebro, el cirujano, muy decidor como siempre, y el ingeniero, cabizbajo y callado, exclamó éste: -¿Y qué le ha aconsejado á usted desde Madrid el doctor Herrando, á consecuencia de su última consulta escrita? -Pues, lo de siempre; que continúe tomando el cloromalato de tetrametilfosfina y que vayamos en breve á las aguas de Münster-am-Steim, cerca de Mayenza en Alemania, que son maravillosas para el caso. Volvió á santiguarse el cirujano y añadió: -Lo mismo le han dicho á usted de las demás que ha tomado hasta aquí. -Lo mismo. Solamente las de Brides les Bains, en Saboya, le estuvieron bien al principio; pero ni las de Saint Royet, ni las de Kragts en Berna, ni todas las que ha tomado en España, que son dos docenas por lo menos, le han producido efecto alguno. Teresa y su marido partieron para Alemania á mediados de Mayo. El médico, director de Münster-am-Steim, les aconsejó que no hiciera uso de aquellas aguas y que salieran para las de Spa. Allá se fué el matrimonio, con la misma fe y valentía que si les hubieran enviado al Cabo de Buena Esperanza. En Spa tomó Teresa una preparación especial, que propinaba uno de los más afamados doctores de la localidad, y con la cual había curado radicalmente de la obesidad á media docena de reyes y principes. Sus efectos deberían sentirse á los cincuenta días, es decir, en Fontecha. Mientras tanto, durante la permanencia de los alaveses en el gran establecimiento, hubo aristocráticas reuniones, bailes de gran lujo y giras campestres. Teresa no pudo bailar ni girar, pero cuando se presentó descotada en los salones, produjo una revolución general, lo mismo entre los caballeros que entre las damas; y no se habló de otra cosa durante mucho tiempo, que de su hermosura, de sus arrogantes formas, y de su simpático, bondadoso y sencillo carácter. Estaba anunciado en aquellos días un concurso de belleza, con tres premios, á cuya conquista acudieron hasta cuarenta buenas mozas de seis naciones diversas, pero ninguna optó al primero, que el jurado lo otorgó por unanimidad á Teresa, aunque ni á ella ni á su marido se les pasó por la imaginación el figurar en el certamen. No consintieron en que la retrataran, y, sin embargo, un hábil dibujante lo hizo á escondidas, en cuatro rasgos, y apareció quince días después su hermoso busto en The Illustrated London News (Wednesday, March 20..... 18.....) y en The Graphic (Friday, April 4, 18.....) Cuando regresaron á Fontecha pesó Teresa 136 kilogramos. III. Jamás se les había ocurrido á ambos esposos el encomen. dar la asistencia y tratamiento de la enfermedad de Teresa al cirujano D. Blas, que en todos los demás conceptos disfrutaba, como administrador y consejero, de la omnimoda confianza de la casa. ¡Cómo poner la suerte de la salud de la millonaria y muy distinguida señora de un sabio ingeniero en las inexpertas manos y romas facultades de un cirujano romancista! De esto no se había tratado nunca, ni aun en hipótesis. Don Blas, por su parte, comprendiéndolo así bien claro y sin ofenderse, al parecer, por semejante preterición, nunca dijo esta boca es mia, sino cuando por casualidad oyó á Luyando ponderar su desventura, y aun entonces lo hizo en las frases más lacónicas que le fué posible. En cambio, allá en sus soledades y monólogos, mientras apuraba un litro de clarete de Labastida y consumía sus antisépticas tagarninas de á cuarto, decía guiñando un ojo, y sin soltar el humeante cigarro de entre sus colmillos: -¡Psh! es claro: ¿por qué han de consultar á este badulaque de Don Blas? Yo no tengo título, ni borla, ni sortija de diamantes en el dedo anular. Fui barbero y luego san grador allá en mi pueblo de Elguea, y después practicante y operador, ¡ya lo creo!, operador en el tercero de Alava, en tiempo de la guerra, á las órdenes de mi paisano el Cid de aquellos tiempos, el general Villa Real. Allá en las alturas de San Adrián y de Arlabán, allí aprendi yo más que lo que enseñan en San Carlos; ningún doctor me vence á mi con el cuchillo en la mano, ninguno; ¡ni á ninguno le tengo miedo en afectos externos! ¡Qué vale estudiar mucha medicina, si no se tiene cerebro y ojo clínico! Á Teresa no la cura ningún médico, porque tienen ojos y no ven. Y lo peor es que, como se descuiden, revienta como la Real Trinidad. ¿Qué tiene Teresa? ¡Ah! eso no lo sabe nadie más que yo, es decir, lo sabe todo el que tenga sentido común, que es cualidad que escasea mucho. Además, ¡hombre, esto no se puede resistir! la gente aristocrata dice que yo no poseo ciencia, que no he estudiado; pues conste, que mienten como unos bellacos. Hoy no estudio, porque soy viejo; pero allá en mis tiempos, después de la guerra adquirí esos libros que he apilado en la campana de la chimenea, y cuyos textos me sé de memoria. Ahí están los Remedios preservativos y curativos de mi colega el gran cirujano Miguel Martínez de Leiva, de Santo Domingo de la Calzada; y la Polianthea medicio speciosa, de Gómez de la Parra, que me tradujo el guardián de Aranzazu, con la otra De morbis in sacris litteris, del valenciano Moles, y las Reflexiones anticólicas y experimentos médicogalénicos del doctor Ribera, y el Tratado completo de cuartanas de Curriel, el de Ponferrada, y ¡qué demonio! respecto á gorduras y sus peligros, ya lo dijo el médico, ó mé dica, ó lo que fuese, Doña Oliva del Sabuco (que esto nadie lo sabe), que es gran peligro engordar, porque luego tiene de malo el gran cremento, gran decremento, que es gran enfermedad. En fin, venga otro trago y otro cigarrillo, y si Teresa revienta, yo me lavo las manos, como el gobernador de los judíos, que el diablo haya. La dura necesidad, que todo lo autoriza y acomete, hizo al fin que Luyando, viendo marchar á su mujer de peor en peor, se decidiera á dar un salto en las tinieblas (así lo creyó muy serio para sí mismo), al tratar con Don Blas del estado de aquélla, y de la manera de hacer el milagro de salvarla. Nada nos falta en este mundo, como usted ve, amigo Don Blas-dijo el ingeniero;-tenemos riquezas, comodidades, hijos hermosos, nombre respetable, muchos y buenos amigos; nos idolatramos como el día en que el cura nos echó la bendición, y más aún si se quiere: vivimos en la mayor de las venturas, el uno para el otro; y ¡oh dolor! esa obesidad progresiva, ese desbordamiento de la naturaleza de Teresa destruye nuestra felicidad y nos amenaza con la más tremenda de las desgracias, con su pérdida. El cirujano encendió una tagarnina, miró frente a frente á Luyando, y dándole un par de golpecitos en la espalda le dijo: -Si usted quiere que la cure, la curaré: el problema es fácil, pero necesita pensarse bien, porque hay que practicar una operación espantosa y muy larga, para la cual no sé si tendrá usted valor. Esta tarde, señor Don Juan, iremos solos de paseo, y allí hablaremos. El ingeniero, al oir esto, se arrepintió de haber apelado á Don Blas, porque, según lo presumía, le iba á proponer éste alguna solemne barbaridad. Quiso replicar, pero el cirujano, adelantándose, continuó: |